Dante Alighieri - Opera Omnia >>  La Divina Comedia
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lalighieri integro completa de los trabajos de fuentes los trabajos literarios históricos en la prosa y en los versos


Traducido por Bartolomé Mitre




INFIERNO
 
 
 
CANTO I


[ La selva oscura. El poeta se extravía en ella en medio de la noche. Al amanecer sale a un valle y llega al pie de un monte iluminado por el sol. Se atraviesan en su camino tres animales simbólicos. Retrocede y se le aparece la sombra de Virgilio, que lo conforta y le ofrece llevarlo al linde del paraíso a través del infierno y del purgatorio. Los dos poetas prosiguen su camino. ]


     En medio del camino de la vida,
errante me encontré por selva oscura,
en que la recta vía era perdida.

     ¡Ay, que decir lo que era, es cosa dura,
esta selva salvaje, áspera y fuerte,
que en la mente renueva la pavura!

     ¡Tan amarga es, que es poco más la muerte!
Mas al tratar del bien que allí encontrara,
otras cosas diré que vi por suerte.

     No podría explicar cómo allí entrara,
tan soñoliento estaba en el instante
en que el cierto camino abandonara.

     Llegué al pie de un collado dominante,
donde aquel valle lóbrego termina,
de pavores el pecho zozobrante;

     miré hacia arriba, y vi ya la colina
vestida con los rayos del planeta
que por doquier a todos encamina.

     Entonces, la pavura un poco quieta,
del corazón el lago, serenado,
pasó la angustia de la noche inquieta.

     Y como quien, con hálito afanado
sale fuera del piélago a la riba,
y vuelve atrás la vista, aun azorado;

     así mi alma también, aun fugitiva,
volvió a mirar el temeroso paso
del que nunca salió persona viva.

     Cuando hube reposado el cuerpo laso,
volví a seguir por la región desierta,
el pie más firme siempre en más retraso.

     Y aquí, al comienzo de subida incierta,
una móvil pantera hacia mí vino,
que de piel maculosa era cubierta;

     como no se apartase del camino
y continuar la marcha me impedía,
a veces hube de tornar sin tino.

     Era la hora en que apuntaba el día,
el sol subía al par de las estrellas,
como el divino amor, en armonía

     movió al nacer estas creaciones bellas;
y hacíanme esperar suerte propicia,
de la pantera las pintadas huellas,

     la hora y la dulce estación con su caricia:
cuando un león, que apareció violento,
trocó en pavor esta feliz primicia.

     Venía en contra el animal, hambriento,
rabioso, alta la testa, y parecía
hacer temblar el aire con su aliento.

     Y una loba asomó, que se diría
de apetitos repleta en su flacura,
que hace a muchos vivir en agonía.

     De sus ardientes ojos la bravura
de tal modo turbó mi alma afligida,
que perdí la esperanza de la altura.

     Y como aquel que gana de seguida,
se regocija, y al perder desmaya
y queda con la mente entristecida,

     así la bestia me tenía a raya
y poco a poco, en contra, repelía
hacia la parte donde el sol se calla.

     Mientras que al hondo valle descendía,
me encontré con un ser tan silencioso
que mudo en su silencio parecía.

     Al divisarlo en el desierto umbroso,
«¡Miserere de mí!», clamé afligido,
«hombre seas o espectro vagaroso.»

     Y respondió: «Hombre no soy: lo he sido;
Mantua mi patria fue, y Lombardía
la tierra de mis padres. Fuí nacido,

     »Sub Julio, aunque lo fuera en tardo día,
y a Roma vi, bajo del buen Augusto,
en tiempo de los dioses de falsía.

     »Poeta fuí; canté aquel héroe justo,
hijo de Anquises, que de Troya vino
cuando el soberbio Ilión quedó combusto.

     »Mas tú, ¿por qué tornar al mal camino
y no subes al monte refulgente,
principio y fin del goce peregrino?»

     «¡Tú eres Virgilio, la perenne fuente
que expande el gran raudal de su oratoria!».
le interrumpí con ruborosa frente.

     «¡Oh! de poetas, luminar y gloria,
¡válgame el largo estudio y grande afecto
que consagré a tu libro y tu memoria!

     »¡Oh mi autor y maestro predilecto!
de ti aprendí tan sólo el bello estilo,
que tanto honor ha dado a mi intelecto.

     »Esa bestia me espanta, y yo vacilo:
¡de ella defiéndeme, sabio famoso,
que hace latir mis venas, intranquilo!»

     Al verme tan turbado y tan lloroso,
«Te conviene tomar», dijo, «otra vía,
para salir de sitio tan fragoso.

     »La bestia que tu marcha contraría,
no permite pasar por su apretura
sino al que se le rinde en agonía.

     »Es tan maligna, empero su magrura,
que, de apetitos y de cebo henchida,
hambrea más cuanto es mayor su hartura.

     »Con muchos animales hace vida,
y muchos más serán, hasta que encuentre
al Lebrel que la inmole dolorida.

     »Este no vivirá de tierra y güeltre,
sino de amor, de virtud, sabiduría,
y su nación será entre Feltre y Feltre.

     »El salvará la humilde Italia, un día,
por quien murió Camila y Eurialo,
y Niso y Turno, heridos en porfía;

     »perseguirá doquier sin intervalo
esa bestia feroz, hasta el infierno,
que de la envidia fué el engendro malo.

     »Mejor que tú, por ti pienso y discierno;
sigue, seré tu guía en la partida,
hasta llevarte a otro lugar eterno.

     »Oirás allí la grita dolorida
y verás los espíritus dolientes,
que claman por perder segunda vida.

     »Después verás, en llamas siempre ardientes
vivir contentos, llenos de esperanza,
los que suspensos sufren penitentes,

     »porque esperan gozar la bienandanza;
y si quieres subir, alma más digna
te llevará a celeste lontananza;

     »pues el Emperador que allá domina,
porque desconocí su ley eterna,
me veda acceso a su ciudad divina,

     »El universo desde allí gobierna:
ése es su trono y elevado asiento:
¡Feliz el que a sus plantas se prosterna!»

     «Poeta», dije, en suplicante acento:
«por el dios que te fué desconocido,
salvame de este mal y de otro evento.

     »Llévame donde tú me has ofrecido,
de San Pedro a la puerta luminosa,
al través de ese mundo dolorido.

     Marchó y seguí su planta cautelosa.




CANTO II


[ El camino del infierno. El poeta hace examen de conciencia. Sobrecogido, vacila en proseguir el viaje. Virgilio le dice que es enviado por Beatriz para salvarlo. Le relata la aparición de Beatriz en el Limbo. El poeta se decide a seguirlo a través de las regiones infernales. ]


     Ibase el día, envuelto en aire bruno,
aliviando a los seres de la tierra
de su fatiga diaria, y yo, solo, uno,

     me apercibía a sostener la guerra,
en un camino de penar sin cuento,
que trazará la mente, que no yerra.

     ¡Oh musas!, ¡oh alto ingenio, dadme aliento!
¡Oh mente, que escribiste mis visiones,
muestra de tu nobleza el nacimiento!

     «¡Oh poeta, que guías mis acciones!»,
prorrumpí, «mide bien mi resistencia,
antes de conducirme a esas regiones.

     »Si el gran padre de Silvio, en existencia
de hombre carnal, bajo feliz auspicio,
de este siglo inmortal palpó la esencia;

     »si el adversario al mal, le fué propicio,
fué, sin duda, midiendo el gran efecto
de sus altos destinos, según juicio,

     »que no se oculta al hombre de intelecto;
que alma de Roma y de su vasto imperio,
en el empíreo fué por padre electo;

     »la que y el cual (según vero criterio)
se destinó a los altos sucesores
del gran Pedro, en su sacro ministerio.

     »En ese viaje, digno de loores,
púdose presentir la gran victoria
que cubre papal manto de esplendores.

     »Pablo, vaso de dicha promisoria,
al cielo fué a buscar la fe del pecho,
principio de una vida meritoria.

     »No soy Pablo ni Eneas. ¿Qué es lo que he
hecho para que pueda merecer tal gracia?
Menos que nadie tengo ese derecho.

     »Si te siguiera, acaso por desgracia,
presiento que es demencia mi aventura;
bien lo alcanza tu sabia perspicacia.»

     Y como el que anhelando una ventura,
por contrarios deseos trabajado,
abandona su intento en la premura,

     así al tocar el límite buscado,
reflexionando bien, retrocedía
ante la empresa que empecé animado.

     La gran sombra me habló con valentía:
«Si bien he comprendido, tu alma es presa
de un acceso de nimia cobardía,

     »que a los hombres retrae de noble empresa,
como bestia que ve torcidamente
y se encabrita llena de sorpresa.

     »Disiparé el temor que tu alma siente,
diciéndote cómo hasta aquí he venido
cuando supe tu trance, condoliente.

     »Me encontraba en el limbo detenido,
y una mujer angélica y hermosa
a sí llamóme y me sentí rendido.

     »Cada ojo era una estrella fulgorosa;
y así me habló con celestial acento,
dulce y suave en su habla melodiosa:

     «Alma noble de Mantua, cuyo aliento,
»con el renombre que aun el mundo llena,
»durará cual su largo movimiento:

     »mi amigo -no de dichas, sí de pena-
»solo se encuentra en playa desolada
»y desanda el camino que lo apena.

     »Temo se pierda, en senda abandonada,
»si tarde ya, para salvarlo, acorro,
»según, allá en el cielo, fuí avisada.

     »Por eso ansiosa en tu demanda corro;
»sálvalo con tu ingenio en su conflicto;
»¡consuélame prestándole socorro!

     »Yo soy Beatriz, que a noble acción te incito;
»vengo de lo alto, do tornar anhelo;
»amor me mueve, y en su hablar palpito;

     »mi gratitud, cuando retorne al cielo,
»hará que a Dios, en tu loor, demande.»
Callóse, y comencé lleno de celo:

     «Alma virtud, que sola hace más grande
al hombre sobre todos los nacidos,
en la esfera menor en que se expande,

     »tus mandatos son tan agradecidos,
que obedecer me tarda con afecto;
y no me digas más: serán cumplidos.

     »Mas dime, ¿cómo y por qué raro efecto
has descendido hasta este bajo centro,
del amplio sitio para ti dilecto?»

     «Pues penetrar pretendes tan adentro»,
respondió, «te diré muy brevemente
»por qué sin miedo alguno aquí me encuentro.

     »Toda cosa se teme solamente
»por su potencia de dañar dotada:
»cuando no hay daño, miedo no se siente.

     »Por la gracia de Dios, estoy formada,
»que ni me alcanza la miseria ajena,
»ni me quema esta ardiente llamarada.

     »Virgen del cielo, de bondades llena,
»del trance de mi amigo condolida,
»del duro fallo obtuvo gracia plena.

     »Llamó a Lucía y dijo enternecida:
»Tu fiel adepto tu asistencia espera:
»yo lo encomiendo a tu bondad cumplida.»

     «Lucía, de la gracia mensajera,
»vino do tengo, allá donde me encielo,
»a la antigua Raquel por compañera.

     »Beatriz -dijo-, alabanza de este cielo,
»acorre al hombre que elevaste tanto
»y que mucho te amara allá en el suelo.

     »¿No oyes acaso su angustioso llanto?
»¿No ves le amaga muerte lastimosa,
»en río que ni al mar desciende un tanto?»

     «Nadie en el mundo fué tan apremiosa,
»cual yo lo fuera, a contrastar el daño,
»después de oír aquella voz piadosa.

     »Y vine aquí, desde mi excelso escaño,
»confiada en tu elocuente hablar honesto,
»honor tuyo, y honor a nadie extraño.»

     »Después que grata díjome todo esto,
volvió hacia mí su rostro lagrimoso,
lo que me hizo venir mucho más presto.

     »Cumpliendo su deseo afectuoso,
te he precavido de la bestia horrenda
que te cerraba el paso al monte hermoso.

     »¿Por qué, pues, te detienes en tu senda?
¿Por qué tu fortaleza así quebrantas?
¿Por qué no sueltas al valor la rienda,

     »cuando te amparan tres mujeres santas
que allá en el cielo tienen su morada,
y cuando te prometo dichas tantas?»

     Cual florecilla, que nocturna helada
dobla y marchita, y luego brilla erguida
sobre su tallo, por el sol bañada,

     así se reanimó mi alma abatida:
súbito ardor el corazón recorre,
y prorrumpo con voz estremecida:

     «¡Bendita LA que pía me socorre!,
¡gracias a ti, que, fiel a su mandato,
con la verdad a la aflicción acorre!

     »Me ha llenado de bríos tu relato;
siento mi corazón fortalecido:
vuelvo a mi empresa, y tu palabra acato;

     »voy a tu misma voluntad unido,
sé mi maestro, mi señor, mi guía»
Así dije, y seguíle, decidido,

     por la silvestre y encumbrada vía.




CANTO III


[ Llega el poeta a la puerta del infierno y lee en ella una inscripción pavorosa. Confortado por Virgilio, penetran en las sombras de los condenados. Encuentran a la entrada a los cobardes que de nada sirvieron en la vida. Siguen los dos poetas su camino y llegan al Aqueronte. Caronte, el barquero infernal, transporta las almas al lugar de su suplicio a la otra margen del Aqueronte. Un terremoto estremece el campo de las lágrimas y un relámpago rojizo surca las tinieblas. El poeta cae desfallecido en profundo letargo. ]


     Por mí se va a la ciudad doliente;
por mí se va al eternal tormento;
por mí se va tras la maldita gente.

     Movió a mi Autor el justiciero aliento:
hízome la divina gobernanza,
el primo amor, el alto pensamiento.

     Antes de mí, no hubo jamás crianza,
sino lo eterno; yo por siempre duro:
¡Oh, los que entráis, dejad toda esperanza!

     Esta leyenda de color oscuro,
que vide inscripta en lo alto de una puerta,
me hizo exclamar: «¡Cual su sentido es duro!»

     Habló el maestro, cual persona experta:
«Todo temor deseche tu prudencia;
toda flaqueza debe aquí ser muerta.

     «Es el sitio de que hice ya advertencia,
donde verás las gentes dolorosas
que perdieron el don de inteligencia.»

     Y tendiendo sus manos cariñosas,
me confortó con rostro placentero
y me hizo entrar en las secretas cosas.

     Llantos, suspiros, aúllo plañidero,
llenaban aquel aire sin estrellas,
que me bañó de llanto lastimero.

     Lenguas diversas, hórridas querellas,
voces altas y bajas en son de ira,
con golpeos de manos a par de ellas,

     como un tumulto, en aire tinto gira
siempre, por tiempo eterno, cual la arena
que en el turbión remolinear se mira.

     De incertidumbres la cabeza llena,
pregunté: «¿Quién con voz tan dolorosa
parece así vencido por la pena?»

     El maestro: «Es la suerte ignominiosa
de las míseras almas que vivieron,
sin infamia ni aplauso, vida ociosa.

     »En el coro infernal se confundieron
con los míseros ángeles mezclados,
que fieles ni rebeldes a Dios fueron;

     »los que del alto cielo desterrados,
perdida su belleza rutilante,
son por el mismo infierno desechados.»

     Y yo: «Maestro, ¿qué aguijón punzante
les hace rebramar queja tan fuerte?»
Y él respondió: «Te lo diré al instante.

     »No tienen ni esperanza de la muerte,
y es su ciega existencia tan escasa,
que envidian de otros réprobos la suerte.

     »No hay memoria en el mundo de su raza;
caridad y justicia los desdeña;
¡no hablemos de ellos; pero mira y pasa!»

     Entonces vide una movible enseña
revolotear tan temblorosamente,
que de quietud no parecía dueña.

     Detrás de ella, venía tal torrente
de muertos, que a no haberlo contemplado
no creyera a la muerte tan potente.

     Luego que algunos hube señalado,
la sombra vi del que cobardemente,
la gran renuncia hiciera de su estado:

     y comprendí de luego, ciertamente,
era la triste secta, renegada
por Dios y su enemigo, juntamente.

     Esta turba, que en vida no fué nada,
desnuda va, por nubes incesantes,
de tábanos y avispas, hostigada,

     que regaban de sangre sus semblantes,
y a sus pies con sus lágrimas caía,
chupándola gusanos repugnantes.

     A otro lado tendí la vista mía,
y vi gente a la orilla de un gran río
que en tropel a su margen acudía.

     «¿Puedo saber por qué tanto gentío»,
interroguéle, «al paso se apresura,
según columbro en este sitio umbrío?»

     Y él: « Lo sabrás, cuando la orilla
oscura del Aqueronte triste, la ribera
pisemos con la planta bien segura.»

     Temiendo que mi hablar molesto fuera,
bajé los ojos, y calladamente
seguimos hasta el río la carrera.

     Y en una barca, vimos de repente
un viejo, blanco con antiguo pelo,
que así gritaba: «¡Guay!, ¡maldita gente!

     »¡No esperéis más volver a ver el cielo:
vengo a llevaros a la opuesta riba,
a la eterna tiniebla, al fuego, al hielo!

     »Y tú, que aquí has venido, ánima viva,
vete; no es tu lugar entre los muertos.»
Y viendo que, suspenso, no me iba,

     dijo: « Por otra playa y otros puertos
encontrarás esquife más liviano
que te conduzca por caminos ciertos.»

     Y el guía a él: «Caronte, no así en vano
te encolerices, ni preguntes nada:
lo quiere allá quien manda soberano.»

     Y la lanosa faz quedó aquietada,
del nauta de la lívida laguna,
con dos cercos de fuego su mirada.

     Pero las almas lasas que él aduna,
pálidas y desnudas, baten dientes,
al escuchar su acento, cada una.

     Blasfeman de su Dios, de sus parientes,
del tiempo, del lugar y su crianza,
y de la especie humana y sus simientes.

     Y amontonada, aquella grey se avanza,
gimiendo, a la ribera maldecida,
que espera al que en su Dios no tuvo fianza.

     Caronte, de ojos de ascua enrojecida,
da la señal, y al río las arroja
con el remo, si atardan la partida.

     Como vuelve el otoño hoja tras hoja
sus despojos al suelo, cuando rasa
el mustio gajo que al final despoja,

     así de Adán la pervertida raza
obedece la voz de su barquero,
como el ave al reclamo de la caza;

     y así las sombras van en hervidero,
por las oscuras ondas, y al momento
las reemplaza en la orilla otro reguero.

     «Hijo mío», prorrumpe el maestro atento,
« los que la ira de Dios señala en muerte,
acuden en continuo movimiento

     »para vadear el río de esta suerte:
la justiciera espuela los desfrena,
el temor convirtiendo en ansia fuerte.

     »Por aquí nunca pasa ánima buena,
y si a Caronte irrita tu venida,
ya sabes tú lo que su dicho suena.»

     Y aquí, la negra tierra estremecida
tembló con furia tal, que hasta ahora siento
baña el sudor mi mente espavorida.

     La tierra lacrimosa sopló un viento,
que hizo relampaguear una luz roja,
que me postró, y caí sin sentimiento,

     cual hombre a quien el sueño lo acongoja.




CANTO IV


[ Un trueno despierta al poeta de su letargo. Sigue el viaje con su guía y desciende al limbo, que es el primer círculo del infierno. Encuentra allí las almas que vivieron virtuosamente, pero que están excluidas del paraíso por no haber recibido el agua del bautismo. Los grandes poetas antiguos. Los espíritus magnos. Después, desciende al segundo círculo. ]


     Rompió mi sueño un trueno estrepitoso,
que sacudió con fuerza mi cabeza,
y desperté, mi cuerpo tembloroso;

     y el ojo reposado, con sorpresa,
me levanté, miré en contorno mío,
por conocer el sitio con fijeza;

     y vi que estaba en el veril sombrío
del valle del abismo doloroso,
y ayes sin fin subían del bajío:

     era oscuro, profundo y nebuloso,
que aun hundiendo de fijo la mirada,
no alcanzaba su fondo tenebroso.

     Mi guía, con la faz amortajada,
dijo: «Bajemos a ese mundo ciego:
primero yo: tú, sigue mi pisada.»

     Yo, que su palidez vi desde luego,
respondí: «Si el bajar a ti te espanta,
¿quién a mi pecho infundirá sosiego?»

     «Es la angustia», dijo él, «por pena tanta,
y la piedad pintada en mi semblante;
no pienses que es temor que me quebranta.

     »Vamos: el trecho es largo y apremiante.»
Y entramos en el círculo primero,
que ceñía el abismo colindante.

     Aquí volvía el grito lastimero,
de suspiros sin fin, mas no de llanto,
que en aire eterno tiembla plañidero.

     Era rumor de pena, sin quebranto,
de hombres, niños, mujeres, numerosos,
que en turba iban girando, sin espanto.

     «Quiero sepas que espíritus llorosos
son esos que tú ves», el maestro dijo,
«antes de ir a otros antros tenebrosos.

     »No pecaron, ni el cielo los maldijo;
pero el bautismo nunca recibieron,
puerta segura que tu fe predijo.

     »Antes del cristianismo, ellos nacieron;
no adoraron al Dios omnipotente.
y uno soy yo de los que así murieron.

     »Por tal culpa aquí yacen solamente,
y el castigo, es desear, sin esperanza,
piadosa remisión del inocente.»

     Un gran dolor al pecho se abalanza,
al hallar en el limbo tanta gente,
digna de la celeste bienandanza.

     «Dime, maestro, dime ciertamente»,
pregunté, para estar más cerciorado
de la fe que al error vence potente:

     «¿Salió de esta mansión algún penado,
por méritos que el cielo le abonaba?»
Y comprendido el razonar velado,

     me respondió: «Apenas aquí entraba,
cuando miré venir un prepotente,
que el signo de victoria coronaba.

     »Sacó la sombra del primer viviente,
de su hijo Abel, y de Noé el del Arca,
y de Moisés, que legisló obediente;

     »con la de Isaac, la de Abraham, patriarca;
y a Jacob con Raquel, por la que hizo
tanto, y su prole; y a David monarca;

     »y muchos más, a quienes dió el bautizo;
que hasta entonces, jamás alma nacida
subió de esta región al paraíso.»

     Sin parar nuestra marcha de seguida,
íbamos al través de selva espesa,
digo, selva de gente dolorida.

     Casi vencida la primera empresa,
un fuego vi, que en forma de hemisferio
vencía de la sombra la oscureza.

     Sin comprender de lejos el misterio,
bien pude discernir, siquiera en parte,
que era de noble gente cautiverio.

     «¡Oh tú!, que honras la ciencia a par del arte,
¿quiénes tienen tal honra, y en qué nombre
de las almas la vida así se parte?»

     Y respondióme: «El caso no te asombre;
la fama que publica tu planeta
se propicia en el cielo con renombre.»

     «¡Honremos al altísimo poeta!
Su sombra vuelve a hacernos compañía»,
clamó una voz, y se calló discreta.

     Al expirar la voz que así decía,
vi cuatro grandes sombras por delante,
que ni dolor mostraban ni alegría.

     «¡Míralos en su gloria fulgurante!»
Dijo el maestro: «El que la espada en mano
se adelanta a los otros, arrogante,

     »es Homero, el poeta soberano;
el otro, Horacio; Ovidio es el tercero;
y el que les sigue, se llamó Lucano.

     »Como cada uno cree merecedero
el nombre que me dió la voz aislada,
me honran con sentimiento placentero.»

     Así, la bella escuela vi adunada,
del genio superior del alto canto,
águila sobre todos encumbrada.

     Luego que hubieron departido un tanto,
hacia mí se volvieron placenteros,
y el maestro sonrióse con encanto.

     Mayor honor me hicieron lisonjeros;
y dándome un lugar en compañía,
el sexto fuí, contado entre primeros.

     Y así seguimos, hasta ver del día
la dulce luz, en cuento razonado,
que es bien callar, y allí muy bien venía.

     Un castillo encontramos, rodeado
con siete muros de soberbia altura,
de un hermoso arroyuelo circundado.

     Paso el arroyo dió cual tierra dura;
siete puertas pasamos y seguimos
hasta pisar de un prado la verdura.

     Gentes de tardos ojos allí vimos,
de grande autoridad en su semblante
y que muy bajo hablaban, percibimos.

     Montamos una altura dominante,
que campo luminoso dilataba,
y que a todos mostraba por delante;

     y en el prado, que todo lo esmaltaba,
los espíritus vi del genio magno,
y de sólo mirarlos, me exaltaba.

     A Electra vi en un grupo soberano;
a Héctor reconocí, y al justo Enea;
y armado, César, de ojos de milano.

     Y vi a Camila, y vi a Pentesilea,
a la otra parte; y vide el rey Latino
que con su hija Lavinia se parea.

     Y vide a Bruto, que expelió a Tarquino;
Lucrecia y Julia y Marcia, y a Cornelia;
y solo, aparte, estaba Saladino.

     Y ante la luz, que mi mirada auxilia,
vi al maestro, que el saber derrama,
sentado, en filosófica familia:

     todos lo admiran, lo honran, se le aclama,
de Platón y de Sócrates cercado,
y de Zenón, y otros de excelsa fama:

     Demócrito, que al caso todo ha dado;
Diógenes, Anaxágoras y Tales,
y Heráclito, de Empédocles al lado;

     Dioscórides, en ciencias naturales,
el gran observador; y vide a Orfeo,
y a Tulio y Livio y Séneca, morales;

     al sabio Euclides, cabe a Tolomeo;
Hipócrates, Galeno y Avizena,
y Averroes, de la ciencia corifeo.

     Mas a todos nombrar fuera gran pena,
y así, debo dejar interrumpido
este discurso, que no todo llena.

     Quedó a dos nuestro grupo reducido:
por otra senda me llevó mi guía,
del aura quieta al aire estremecido,

     para volver a la región sombría.






CANTO V


[ Segundo círculo del infierno. Minos examina las culpas a la entrada, y señala a cada alma condenada el sitio de su suplicio. Círculo de los lujuriosos donde comienza la serie de los siete pecados capitales. Francesca de Rímini. ]


     Así bajé del círculo primero,
al segundo, en que, en trecho más cerrado,
más gran dolor aúlla plañidero.

     Allí, Minos, horrible, gruñe airado;
examina las culpas a la entrada:
juzga y manda, según ciñe el pecado.

     Digo que, cuando el alma malhadada,
ante su faz, desnuda se confiesa,
aquel conocedor de la culpada

     ve de qué sitio del infierno es presa,
y cíñese la cola, y cada vuelta
marca el grado a que abajo la endereza.

     Presente hay siempre multitud revuelta:
cada alma se declara ante su juicio;
la escucha, y al abismo baja vuelta.

     «¿Qué buscas del dolor en el hospicio?»,
gritó Minos, mirando de hito en hito
y suspendiendo su severo oficio.

     «¡Guay de quien fías, y no seas cuito!
¡No te engañe la anchura de la entrada!»
Y mi guía le dijo: «¿A qué ese grito?

     »No le interrumpas su fatal jornada:
lo quiere así quien puede y ha podido
lo que se quiere. ¡No preguntes nada!»

     Ora comienza el grito dolorido
a resonar en la mansión del llanto,
y el corazón golpea y el oído.

     Era un lugar nudo de luz, en tanto
que mugía, cual mar embravecida
por encontrados vientos, con espanto.

     La borrasca infernal, siempre movida,
los espíritus lleva en remolino
y los vuelca y lastima a su caída.

     Y en el negro confín del torbellino,
se oyen hondos sollozos y lamentos,
que niegan de virtud el don divino.

     Eran los condenados a tormentos,
los pecadores, de la carne presa.
que a instintos abajaron pensamientos.

     Cual estorninos, que en bandada espesa,
en tiempo frío, el ala inerte estiran,
así van ellos en bandada opresa.

     De aquí, de allá, de arriba, abajo, giran,
sin esperanza de ningún consuelo:
ni a menos pena ni al descanso aspiran.

     Como las grullas, que en tendido vuelo
hienden el aire, al son de su cantiga,
así van, arrastrados en su duelo,

     por aquel huracán que los fustiga.
«¿Quiénes son,» pregunté, «que en giro eterno,
el aire negro con furor castiga?»

     «La primera que ves en este infierno»,
me dijo, «emperatriz fué de naciones
de muchas lenguas, con poder superno.

     »Rota fué de lujuria, y sus pasiones
en leyes convirtió, y así la afrenta
quiso en vida borrar de sus acciones:

     »la Semíramis fué, de quien se cuenta
dió de mamar a Nino y fué su esposa,
donde hoy el trono de Soldán se asienta.

     »La otra que ves, se suicidó amorosa,
infiel a las cenizas de Siqueo;
la otra es Cleopatra, reina lujuriosa.»

     Y a Helena vi, causa y fatal trofeo
de larga lucha; y víctima de amores,
al grande Aquiles, hijo de Peleo;

     y a Paris y a Tristán, y de amadores
las sombras mil, por el amor heridas,
que dejaron su vida en sus ardores.

     Luego que supe las antiguas vidas,
sentí de la piedad el soplo interno,
desmarrido por tantas sacudidas.

     «Hablar quisiera con lenguaje tierno»,
dije, «a esas sombras que ayuntadas vuelan,
tan leves como el aire en este infierno.»

     Y díjome: «Por el amor que anhelan,
pídeles que se acerquen, y a tu ruego
vendrán, cuando los vientos las impelan.»

     Y cuando el viento nos las trajo luego,
interpelé a las almas desoladas:
«Venid a mí, y habladme con sosiego.»

     Cual dos palomas por amor llevadas
con ala abierta vuelan hacia el nido,
por una misma voluntad aunadas,

     así, del grupo donde estaba Dido,
cruzaron por el aire malignoso,
tan simpático fué nuestro pedido.

     Y exclamaron: «¡Oh, ser tan bondadoso,
que buscas al través del aire impío
las víctimas de un mundo sanguinoso!

     »Si Dios escucha nuestro ruego pío,
por tu paz rogaremos en buen hora,
pues que te apiada nuestro mal sombrío.

     »Y pues oír y hablar tu voz implora
te hablaremos prestándote el oído,
mientras el viento calla, como ahora.

     »Se halla la tierra donde yo he nacido
en la marina donde el Po desciende,
en paz con sus secuaces confundido.

     »Amor, que alma gentil súbito prende,
a éste prendó de la gentil persona
que me quitó la herida que aun me ofende.

     »Amor, que a nadie amado, amar perdona,
me ató a sus brazos, con placer tan fuerte,
que, como ves, ni aun muerta me abandona.

     »Amor llevónos a la misma muerte,
Caina, espera al matador en vida.»
Las dos sombras me hablaron de esta suerte.

     Al escuchar aquella ánima herida,
bajé la frente, y el poeta amado,
«¿Qué piensas?», preguntóme, y dolorida

     salió mi voz del pecho atribulado:
«¡Qué deseos, qué dulce pensamiento,
les trajeron un fin tan malhadado!»

     Y volviéndome a ellos al momento,
díjeles: «¡Oh, Francesca!, ¡tu martirio
me hace llorar con pío sentimiento!

     »Mas, del dulce suspiro en el delirio,
¿cómo te dió el Amor tímido acuerdo,
que abrió al deseo de tu seno el lirio?»

     Y ella: «¡Nada es más triste que el recuerdo
de la ventura, en medio a la desgracia!
¡Muy bien lo sabe tu maestro cuerdo!

     »Pero si tu bondad aun no se sacia,
te contaré, como quien habla y llora,
de nuestro amor la primitiva gracia.

     »Leíamos un día, en grata hora,
del tierno Lanceloto la ventura,
solos, y sin sospecha turbadora.

     »Nuestros ojos, durante la lectura,
se encontraron: ¡perdimos los colores,
y una página fué la desventura!

     »Al leer que el amante, con amores,
la anhelada sonrisa besó amante,
éste, por siempre unido a mis dolores,

     »la boca me besó, todo tremante...
¡El libro y el autor... Galeoto han sido...!
Ese día no leímos adelante!»

     Así habló el un espíritu dolido,
mientras lloraba el otro; y cuasi yerto,
de piedad, me sentí desfallecido,

     y caí, como cae un cuerpo muerto.




CANTO VI


[ Tercer círculo del infierno. Tormentos de los glotones, en un pantano infecto, azotados eternamente por una lluvia helada. El can Cerbero. El florentino Ciacco. Reseña de algunos florentinos famosos. Ciacco predice al poeta las desgracias de Florencia y su destierro. El juicio final, la vida futura, las penas infernales y la perfectibilidad humana en el bien y en el mal. Los dos poetas descienden al cuarto círculo. ]


     Al retornar a la razón, perdida
de los tristes amantes al lamento,
que de piedad llenó mi alma transida,

     nuevos atormentados y tormento,
miro en contorno, sea que me mueva,
o me revuelva o busque abrigamiento.

     Era el círculo tercio; fría greva,
de eterna lluvia, habitación maldita,
donde ninguna vida se renueva.

     Grueso granizo allí se precipita,
y nieve y agua negra, en aire turbio,
pudre la tierra y todo lo marchita.

     El Cerbero, animal feroz y gurvio,
por sus tres fauces ladra de continuo
y es de los anegados el disturbio.

     De negro hocico y ojo purpurino,
de vientre obeso y manos unguladas,
muerde a las almas con furor canino.

     Las sombras, por las lluvias maceradas,
ladran también cual can, y se resguardan,
unas contra las otras apiñadas,

     cuando el ataque del Cerbero aguardan;
y al verle abrir la boca sanguinosa,
temblorosas se esconden y acobardan.

     El maestro, con mano cautelosa,
cogió tierra del suelo y arrojóla
del Cerbero en la boca espumajosa.

     Y cual perro que ansioso por la gola,
sólo a tragar el alimento es dado,
y acalla su canina batahola,

     así quedó el Cerbero endemoniado,
que las almas aturde, con ladridos,
que sordo ser quisiera el condenado.

     Pasamos sobre sombras de afligidos,
que marchita la lluvia, y nuestra planta,
hollando vanas formas de dolidos.

     Del suelo allí ninguno se levanta,
y uno tan sólo se incorpora incierto,
al notar que mi paso se adelanta.

     «¡Oh, tú, que cruzas este infierno yerto!»,
me dijo, «reconóceme; yo era
después de tú nacido, triste muerto.»

     Y yo a él: «Tu angustia lastimera,
quizá te desfigura, de tal suerte
que estás de mi memoria, al pronto, fuera.

     »Dime quién eres y por qué la muerte
a este sitio te trajo de la pena,
y si a la culpa cabe otra más fuerte.»

     Y respondió: «La tu ciudad, que llena
de vil envidia ya colmó su saco,
me vio vivir allí, vida serena.

     »Los ciudadanos me llamaban Ciacco:
por la dañosa culpa de la gula
aquí me ves, bajo la lluvia, flaco;

     »mas no aquí sola mi alma se atribula,
que todos éstos igual pena lloran,
por culpa igual que a pena se acumula.»

     Le repuse: «Tus voces, que me imploran,
me hacen, Ciacco, llorar con simpatía;
mas di, ¿sabes qué espera a los que moran

     »en la ciudad que parte la porfía;
si un justo tiene, y cual la causa sea
de su discordia y tanta bandería?»

     Y él a mí: «Tras de larga y cruel pelea,
los Blancos triunfarán por varias veces,
proscribiendo de Negros la ralea.

     »Tres soles pasarán, y entre reveses
los Negros subirán, con los adeptos
que los halaguen; y con nuevas creces

     »por largo tiempo, de mandar repletos,
al abatido oprimirán por ende,
con dolor y censura de discretos.

     »Sólo hay dos justos, que ninguno atiende;
la envidia, la soberbia y la avaricia
son las tres teas que la furia enciende.»

     Calló la voz llorosa, sin caricia,
y yo dije: «Si quieres ser benigno,
bríndame tu palabra, y da noticia

     »de Arrigo, y de Teguiao de fama digno;
de Rusticucio, Mosca y Farinata,
y otros, que bien obrar fuera el destino.

     »Dime si yacen en mansión ingrata;
házmelos conocer, pues mucho anhelo
saber si el cielo con bondad los trata.»

     «Se hallan», dijo, «con almas sin consuelo,
por grandes culpas todas condenadas:
abajo las verás en hondo duelo.

     »Cuando pises las playas anheladas
del dulce mundo, piensa en mí, contrito;
y no te digo más.» Y con miradas

     siniestras, me miró muy de hito en hito:
cayó en el fango, doblegó la frente,
y entre los ciegos se perdió el maldito.

     Y el guía díjome: « Tan solamente
cuando suene la angélica trompeta,
despertarán ante su juez potente;

     »encontrarán su triste tumba quieta;
revestirán su carne y su figura,
y el fallo eterno oirán con alma inquieta.»

     Dejando atrás esta infernal mixtura,
de lluvia y sombras, con el paso lento,
nos ocupó tratar vida futura:

     «Maestro», dije, «¿este infernal tormento
se aumentará, tras de la gran sentencia?
¿Será menor, o acaso más violento?»

     Y respondió: «Pregúntalo a tu ciencia,
que quiere que los seres más perfectos
sientan mejor el bien, más la dolencia.

     »Estos réprobos, entes imperfectos,
si la alta perfección no han alcanzado,
esperan mejorar cual los electos.»

     Recorrimos el cerco condenado,
hablando de otras cosas que no digo;
y descendimos hasta el cuarto grado:

     Pluto está allí, del hombre el enemigo.




CANTO VII


[ Cuarto círculo del infierno dantesco, presidido por Pluto. Virgilio y Pluto. La avaricia castigada. Los avaros y los pródigos hacen rodar pesadas masas con el pecho. Razonamiento de Virgilio sobre la fortuna y los agentes celestes en la tierra. Los dos poetas descienden al quinto círculo. La laguna Estigia, donde yacen sumidos en el fango los iracundos. El himno de los tristes. ]


     «¡Pape Satan, pape Satan aleppe!»,
grita Pluto con voz estropajosa;
y el grande sabio, sin que en voz discrepe,

     me conforta diciendo: «No medrosa
tu alma se turbe, porque no le es dado
impedir que desciendas a esta fosa.»

     Y al demonio feroz de labio hinchado,
le grita: «Calla, lobo maldecido,
y devora tu rabia, atragantado.

     »No sin razón el viaje está emprendido:
se quiere en lo alto, do Miguel glorioso
tomó vindicta del estupro infido.»

     Cual vela inflada de aire tormentoso,
revuelta cae del mástil que ha flaqueado,
así cayó en el suelo aquel furioso.

     Y descendimos hasta el cuarto grado,
adentro del abismo doloroso
que todo el mal del mundo se ha tragado.

     ¡Oh, Dios, que en tu justicia, poderoso,
amontonas, cual vi, tanta tortura!
¿Por qué el fallo es aquí más riguroso?

     Cual de Scila y Caribdis a la altura,
onda con onda choca procelosa,
tal se choca esta gente en apretura.

     Aquí una turba hallé más numerosa,
que de una y otra parte, en sus revueltas,
con el pecho empujaba, clamorosa,

     pesos enormes; y en continuas vueltas
volvían hacia atrás, cuando chocaban,
gritando: ¿Por qué agarras? ¿Por qué sueltas?

     Así en el cerco tétrico giraban
del uno y otro lado retornando,
y las mismas injurias se gritaban.

     Y luego, el medio cerco contorneando,
se chocaban de nuevo. Yo afligido
sentí el pecho, la lucha contemplando.

     Dije al maestro: «Por favor te pido,
me digas si las sombras tonsuradas
sacerdotes en vida acaso han sido.»

     «Son viscas, como ves, tan dementadas
cual fueron», dijo, «en vida torticeras,
y en gastar su peculio inmoderadas.

     »Claro lo ladran sus palabras fieras;
y al venir de los dos puntos postremos,
su opuesta culpa lleva a sus esferas.

     »Esos sin pelo, que de un lado vemos,
fueron clérigos, papas, cardenales,
que la avaricia llevó a sus extremos.»

     Y pregunté al maestro: «Entre estos tales,
¿puedo quizá reconocer alguno
de los manchados con inmundos males?»

     Y él: «No podrás reconocer ninguno:
su mala vida, si antes fueron albos,
los cubre a todos con su tinte bruno.

     »Eternamente chocarán no salvos,
y aun en la tumba apretarán el puño
los unos, y los otros serán calvos.

     »Mal dar y mal tener, si dan terruño,
quitan el cielo, en riñas tan procaces,
que no merecen de palabra el cuño.

     »Así puedes ver, hijo, cuán fugaces
son los bienes que alarga la fortuna,
y de que son los hombres tan rapaces.

     »Todo el oro que está bajo la luna,
y el que esa grey de sombras retenía,
la paz no le dará, siquiera a una.»

     Y yo insistí: «Mas dime todavía:
esa fortuna de que tanto me hablas,
¿cómo aferra del mundo la cuantía?»

     Y él, sonriendo: «¡Qué cuestión entablas!
Quiero hacerte mamar una sentencia,
¡oh ignorante! y apúntala en tus tablas.

     »El Sapiente, en su vasta trascendencia,
hizo el cielo, y nombróle su regente,
que en todo resplandece su alta ciencia.

     »Distribuyó las luces igualmente,
y así alta potestad a los mundanos,
esplendores también dió providente.

     »Ella permuta vuestros bienes vanos
de gente en gente, y quita o los conserva,
maguer la previsión de los humanos.

     »A unos abate y a otros los preserva,
según la voluntad que yace oculta,
cual silenciosa sierpe entre la hierba.

     »No toma en cuenta vuestra ciencia estulta,
cuando juzga, dispone, da o cercena,
como deidad que sólo a sí consulta.

     »Ninguna tregua su carrera enfrena:
necesidad su marcha multiplica,
pues, cada instante, nueva cosa ordena.

     »De mala fama el mundo la sindica,
cuando debiera tributarle culto,
y el vulgo la maldice y crucifica.

     »Pero ella es buena; y sorda al torpe insulto,
leda con la criatura primitiva,
gira su rueda en medio del tumulto.

     »Entramos a región más aflictiva:
ya bajan las estrellas que alumbraban,
y la jornada debe ser activa.»

     Cruzamos los ribazos, que cerraban
los dos cercos, y hallamos una fuente
de hirvientes aguas turbias que bajaban

     por un barranco abierto en la pendiente:
orillando su margen enfangada,
descendimos por vía diferente.

     Esta triste corriente, despeñada,
forma en oscura playa maldecida
la laguna de Estigia nominada.

     Yo miraba con vista prevenida,
y vi gente fangosa en el pantano,
desnuda y con la faz de ira encendida.

     Golpeábanse entre sí, no con la mano,
mas con los pies, el pecho y la cabeza,
y se mordían con furor insano.

     El buen maestro dijo: «Aquí está presa
la grey de poseídos por la ira:
pero quiero que sepas con certeza,

     »que bajo el agua hay gente que suspira,
y la hace pulular, cual ahora vimos,
por donde quiera que la vista gira.

     »Fita en el limo, dicen: ¡Tristes fuimos,
bajo del sol que el aire dulce alegra!
¡De humo acidioso nuestro ser henchimos!

     »¡Ora lloramos en la charca negra!»
Este himno, balbuceado en voz traposa,
con el acento del dolor se integra.

     Por el contorno de la inmunda poza,
un arco recorriendo, así giramos,
viendo la turba, que en el fango goza;

     y hasta el pie de una torre al fin llegamos.




CANTO VIII


[ Los dos poetas divisan a lo lejos una torre elevada y ven brillar en ella una luz de señal a que responde otra lejana. Flegias acude con su barca, para transportarlos por la Estigia a la ciudad infernal de Dite. En el tránsito encuentran a Felipe Argenti enfangado. Los demonios de la ciudad maldita se oponen furiosos a su entrada. El maestro asegura que saldrá triunfante de la prueba, porque el auxilio divino está cercano. ]


     Digo que, prosiguiendo la jornada,
luego que de la torre al pie vinimos
fijamos en su cima la mirada.

     Dos lucecillas encenderse vimos,
y otra que a ellas al punto respondía,
tan lejana que apenas distinguimos.

     Y a aquel mar de total sabiduría,
interrogué: «¿Con quiénes corresponde
esta luz? ¿quién las otras encendía?»

     «Ya puedes ver», mi guía me responde,
«lo que aquí nos espera, si ese velo
de brumas del pantano no lo esconde.»

     Como el arco despide flecha a vuelo,
que el aire hiende toda estremecida,
miré venir un frágil barquichuelo,

     surcando la laguna corrompida,
bajo el solo gobierno de un remero,
que gritaba: «¡Llegaste, alma perdida!»

     «¡Flegias! ¡Flegias!, en vano, vocinglero,
serás por esta vez»; le dijo el guía.
«Nos pasarás tan sólo al surgidero.»

     Como quien engañado se creía,
burlado, Flegias, al tocar la orilla,
sofocaba el furor que en sí tenía.

     Descendió mi maestro a la barquilla
y me hizo entrar después junto a su lado,
mas sólo con mi carga hundió la quilla;

     así que el leño hubimos ocupado,
fué por la antigua proa el agua abierta,
con surco más profundo y nunca usado.

     Mientras cruzaba por el agua muerta,
«¿quién eres tú, que vienes antes de hora?»
Uno lleno de fango clamó alerta.

     Yo repuse: «Si vengo, es sin demora;
mas tú, ¿quién eres, ser embrutecido?»
Y él: «¡Mírame!, ¡yo soy uno que llora!»

     Y yo a él: «En luto, maldecido,
quédate con tus llantos inhumanos;
te conozco, aun de barro ennegrecido.»

     De la barca se asió con ambas manos,
y el guía dijo, pronto en el rechazo:
«¡Vete do están los perros, tus hermanos!»

     Luego ciñó mi cuello, en un abrazo,
y me besó, diciendo: «¡Alma briosa,
bendita sea quien te dió el regazo!

     »Esa que ves, un alma fué orgullosa,
sin la bondad que abona la memoria;
por eso vaga así, sombra furiosa.

     »¡Cuántos reyes de necia vanagloria,
como cerdos que buscan el sustento,
vendrán aquí, dejando vil escoria!»

     «Maestro», dije, «fuera gran contento,
hundirse verle en el inmundo cieno,
antes de que alcancemos salvamento.»

     «Antes que toques puerto más sereno»,
me dijo, «quedarás bien complacido;
tu deseo será del todo lleno.»

     Poco después vi al ente maldecido,
despedazado por fangosa gente.
¡Momento que por mí fue bendecido!

     Gritaban todos: «¡A Felipe Argente!»,
y el florentino espíritu, furioso,
en sí propio clavaba el fiero diente.

     Lo dejamos; y hablar de él es ocioso;
mas un clamor golpeábame el oído,
y abrí los ojos, y miré anheloso.

     Y el maestro me dijo: «Hijo querido,
es la ciudad de Dite; en insosiego
la habita inmenso pueblo maldecido.»

     «Ya veo sus mezquitas», dije luego,
«en el fondo del valle, enrojecidas,
cual si salieran del ardiente fuego.»

     Y él respondió: «Están así encendidas
por los eternos fuegos tormentosos,
que afocan sus entrañas maldecidas.»

     Cuando alcanzamos los profundos fosos
que cierran esta tierra desolada,
creí de fierro sus muros poderosos.

     No sin andar aún larga jornada,
llegamos do el remero gritó, alerto:
«¡Vamos! ¡Afuera! ¡Estamos en la entrada!»

     Como llovidas desde el cielo abierto,
vide almas mil gritar airadamente:
«¿Quién es aquel, que así, sin estar muerto,

     »va por el reino de la muerta gente?»
Y mi guía, sereno en el empeño,
hizo señal de hablar secretamente.

     Y gritaron, depuesto un tanto el ceño:
«Ven tú solo. Quien tuvo la osadía
de entrar vivo a este reino, sea dueño,

     »de retornar por la extraviada vía,
si es que lo puede; y tú, que lo has guiado,
quédate siempre en la mansión sombría.»

     Piensa como quedé desconsolado,
¡oh lector!, al oír esta sentencia.
¡Pensé no ver ya más el suelo amado!

     «¡Oh mi guía!, que has sido providencia,
al través de este mundo pavoroso,
del peligro salvando mi impotencia,

     »¡no me abandones!», díjele afanoso,
«y si avanzar no fuese permitido,
vuelve hacia atrás con paso presuroso.»

     Y él, que aparte me había conducido,
me dijo: «Nada temas, nuestro paso
no puede ser por malos impedido.

     »Espera aquí: reposa el cuerpo laso;
tu ánimo fortalezca la esperanza;
no pienses te abandone así al acaso.»

     Y fuése el dulce padre con bonanza,
y yo quedé en soledad sombría,
entre el sí y entre el no de la confianza.

     No pude oír qué cosa les decía,
pero temí de pronto algún siniestro,
al ver que aquella gente se escondía.

     Las puertas le cerraron al maestro,
sobre el pecho, con golpe estrepitoso;
y a mí volviendo, con el paso indiestro,

     con mirar abatido, no orgulloso,
al suspirar, exclama ensimismado:
«¿Quién me arroja del antro doloroso?»

     Y díjome: «Aunque me ves airado,
no temas nada; venceré esta prueba,
sea quien fuere el que se oponga osado.

     »Esa arrogancia para mí no es nueva:
me la mostraron en la entrada umbrosa
que cerradura para mí no lleva.

     »Viste allí la leyenda pavorosa,
de muerte. Viene, el que abrirá la puerta,
bajando solo a esta región sombrosa.

     »Sigue: la fortaleza será abierta.»




CANTO IX


[ Virgilio narra a Dante su anterior bajada a los infiernos y le explica los cuatro grados más que hay que descender. Aparición de las Furias en lo alto de la torre de Dite, que llaman a Medusa. Virgilio tapa los ojos de Dante para preservarlo de la vista maléfica de la Gorgona. Aparición de un ángel que interviene en favor de los poetas y abre con un golpe de su vara las puertas cerradas de Dite. Bajada de los poetas al sexto círculo. Los incrédulos y los heresiarcas. Tumbas ardientes con las tapas levantadas, donde yacen los sectarios del error. ]


     Mi palidez que el miedo reflejaba,
al ver que mi maestro se volvía,
contuvo la expresión que lo turbaba.

     Como quien oye y mira, así tendía
su mirada, no larga en el alcance,
en niebla espesa y en la noche umbría.

     «Pues vencer es forzoso en este lance...
a menos que...» prorrumpe; «está ofrecido...
¡mucho tarda el auxilio en este trance!»

     Bien comprendí que estaba confundido,
pues sus vagas palabras encerraban
doble contradicción en su sentido;

     pero, ellas, por lo mismo, me alarmaban,
y yo les di un sentido temeroso,
peor, tal vez, que el peligro que ocultaban.

     «¿Al fondo de este abismo misterioso,
alguno descendió del primer grado,
sin otra pena que esperar dudoso?

     »¿Y quiénes?» El maestro, interrogado,
respondió: «Pocas veces, como ahora,
hemos este camino transitado.

     »Verdad que alguna vez, y en otra hora,
bajé al conjuro de la Ericto cruda,
de sombras a sus cuerpos llamadora.

     »Mi alma estaba de carne ya desnuda,
cuando ella me hizo traspasar el muro,
buscando un alma en la mansión de Juda.

     »Es el cerco más bajo y más oscuro,
el más lejano de los altos cielos;
mas conozco el camino: está seguro.

     »Este pantano, con inmundos velos,
envuelve en torno la mansión doliente,
donde no se penetra sin desvelos.»

     Si algo más dijo, no lo tengo en mente,
pues de mis ojos la atención llamaban
los resplandores de la torre ardiente;

     y tres Furias, que súbito se alzaban,
tintas en sangre, formas espantosas
de miembros femeniles semejaban:

     ceñido el vientre de hidras muy verdosas,
y en las sienes, cual sueltas cabelleras,
cerastos y serpientes venenosas.

     Y él, que reconoció las mensajeras
de la que es reina del eterno llanto,
díjome: «¡Guarda! ¡Las Erinis fieras!

     »Esa es Megera, de siniestro canto;
Alecto es la otra, que a la diestra llora;
y en medio, Tisifone calla en tanto.»

     Laceraban, con uña torcedora,
sus pechos, y con furia tal gritando,
que me acogí a mi sombra protectora.

     «¡Venga Medusa!», grítannos, mirando.
«¡Será de dura piedra frío bulto,
de Teseo el asalto vindicando!»

     «Vuelve a la diestra, con el rostro oculto;
porque si viene, y ves a la Gorgona,
de este lugar no subirás exulto.»

     Así mi guía habló, y mi persona
hace girar, me coge de la mano,
y mis ojos cerrados precauciona.

     ¡Oh, los que sois de entendimiento sano,
comprended la doctrina que se encierra
de mi velado verso en el arcano!

     Sordo rumor, que el corazón aterra,
las ondas turbias puso en movimiento,
y estremecióse con fragor la tierra:

     no de otro modo el encontrado viento,
que del verano mueven los ardores,
sacude el bosque en soplo turbulento;

     los gajos troncha, lleno de furores,
y en polvareda los arrastra envueltos,
haciendo huir a fieras y pastores.

     Dejóme entonces ambos ojos sueltos,
mi guía, y dijo: «Ve la espuma antigua,
en esos humos densos y revueltos.»

     Como las ranas, cuando ven contigua
a la serpiente que se avanza astuta,
en fango ocultan su cabeza exigua,

     así también, toda la turba hirsuta
huyó delante de uno que avanzaba,
marchando por la Estigia a planta enjuta.

     Del rostro, el aire espeso se apartaba,
con la siniestra mano hacia adelante,
y al parecer, sólo esto le cansaba.

     Comprendí que del cielo era anunciante,
y el maestro, al mirarlo, me hizo seña
de quedo estar, y me incliné tremante.

     En torno suyo todo lo desdeña:
llega a la puerta, y con varilla leve
la abre al instante, y del umbral se adueña.

     «¡Desterrados del cielo!, ¡raza aleve!»,
así exclamó, sobre el umbral terrible.
«¿Qué loco intento esta arrogancia mueve?

     »La voluntad de Dios es invencible:
¿Por qué ponéis vuestro destino a prueba,
ante el que mide hasta la pena horrible?

     »¿Quién contra su alto fallo se subleva?
Recordad que, pelado todavía,
cuello y hocico el Cancerbero lleva.»

     Y retornóse por la inmunda vía,
sin fijarse en nosotros, con semblante
que un cuidado más íntimo mordía

     que el presente que estaba por delante.
Nos dirigimos a la ignota tierra,
fiados en su palabra dominante,

     adonde entramos sin señal de guerra;
y yo, anhelando conocer el centro,
y lo que aquella fortaleza encierra,

     al encontrarme de sus puertas dentro,
giro los ojos, y una gran campaña
llena de duelo y de tormento encuentro.

     Como en Arles, do el Ródano se encaña,
y en Pola de Quarnaro se relevan,
en el confín que a Italia cierra y baña,

     viejos sepulcros, que el terreno elevan,
tal en ella sepulcros se elevaban;
pero de más crueldad señales llevan.

     Las llamas, de uno a otro, serpenteaban,
y en fuegos más intensos abrasados,
que los que el hierro funden, se inflamaban.

     Los sepulcros estaban destapados
y del fondo salían, clamorosos,
los lamentos de tristes torturados.

     Pregunté: «¿Quiénes son los dolorosos
que, sepultados en ardientes arcas,
hacen oír gemidos tan penosos?»

     Y me dijo: «Ahí están los heresiarcas,
y turba de secuaces blasfemante,
y que son más de los que en mente abarcas.

     »Ahí están, semejante y semejante;
sus tumbas más o menos son ardientes.»
Y girando a la diestra, fué adelante

     entre muros y tristes penitentes.




CANTO X


[ Siguen los dos poetas su camino entre los muros y los sepulcros. Dante manifiesta el deseo de hablar con uno de los sepultados allí. Una sombra que se alza de uno de los sepulcros ardientes lo llama. La aparición de Farinata degli Uberti. Mientras habla Farinata con Dante, aparece la sombra de Cavalcante Cavalcanti, que pregunta por su hijo, amigo de Dante. Vuelve a hundirse en el sepulcro pensando que su hijo hubiese muerto. Sigue el diálogo entre Dante y Farinata, en que éste predice oscuramente su próximo destierro al primero. ]


     Ora el maestro sigue estrecha calle,
y yo sigo a su espalda con retraso,
entre el muro y los mártires del valle.

     «Suma virtud», prorrumpo, «que mi paso
guías en cerco impío, cual te place,
responde a mi deseo en este caso.

     »¿Puede verse la gente que aquí yace?
Cada tapa se encuentra levantada,
y nadie guardia a los sepulcros hace.»

     Y él: «Cada tumba quedará cerrada
cuando del Josafat el cuerpo yerto
vuelva a buscar el alma abandonada.

     »Yacen aquí los que creyeron cierto,
con Epicuro y todos sus secuaces,
que el alma muere con el cuerpo muerto.

     »En cuanto a la pregunta que tú me haces,
y aun a la que me callas, prontamente
satisfarán las tumbas, cuando pases.»

     Y yo: «Te abro mi pecho plenamente:
si acaso soy conciso en mi discurso,
en esto sigo tu lección prudente.»

     «¡Oh toscano, que sigues vivo el curso,
de esta mansión de fuego, tan discreto,
detén en este sitio tu trascurso!

     »Tu locuela me dice tu secreto:
has nacido en la tierra bien querida,
de que tal vez de males hice objeto.»

     De súbito, de un arca encandecida
salió esta voz, y yo, tímidamente,
junto a mi guía procuré guarida.

     El me dijo: «Retorna diligente;
contempla a Farinata levantado:
entero está mostrando cinto y frente.»

     Yo mi rostro tenía en él fijado:
él erguía su pecho y su cabeza,
como en desprecio del infierno airado.

     El maestro me impele con presteza
hacia la tumba, y dice cauteloso:
«¡En tus palabras pon gran sutileza!»

     Al llegar a su tumba, presuroso,
demandó: «¿Quiénes fueron tus abuelos?»,
mirándome con gesto desdeñoso.

     Yo, que de obedecer tenía anhelos,
no le oculté lo que saber deseaba,
y él contrajo las cejas con recelos.

     Luego me dijo: «Cuando yo bregaba,
fueron tus padres fieros adversarios:
tu familia por mí fué desterrada.»

     «Si fueron exilados por contrarios»,
le respondí, «volvieron del destierro:
este arte no aprendieron tus sectarios.»

     Surgió del borde de aquel duro encierro
otra sombra mostrando la cabeza,
y estaba arrodillada, si no yerro,

     cual si esperase ver, de duda presa,
algún otro mortal; y defraudado
viendo su anhelo, dijo con tristeza:

     «Tú que cruzas el mundo condenado,
a que por alto ingenio has descendido,
¿por qué no te acompaña mi hijo amado?»

     Y yo a él: «No solo aquí he venido:
ése que ves allí, mis pasos guía,
a quien tal vez menospreciaba Guido.»

     Su palabra, el dolor que le afligía,
revelaban el nombre del que hablaba,
por eso respondí con tal certía.

     De súbito clamó: «¿Menospreciaba,
dijiste? ¿Mi hijo no disfruta ahora
la dulce luz que el ojo le alumbraba?»

     Notando a su pregunta mi demora,
se desplomó en su fosa, lastimero,
y más no vi su faz conmovedora.

     Pero el otro, magnánimo, el primero
que me llamara, sin mudar semblante,
ni doblar la cerviz, alzóse fiero,

     y continuó: «Si un arte semejante
no aprendieron los míos en su vida,
más me duele que el lecho atormentante.

     »Cuando cincuenta veces, encendida,
gire su luz la reina de este imperio,
de tu arte la virtud verás fallida.

     »Y tú, al salir del mundo del misterio,
di: ¿por qué el pueblo en leyes sin templanza
contra los míos decretó el dicterio?»

     Y yo: «Por el ejemplo y la matanza
que enrojeció del Arbia la corriente,
se reza en nuestro templo la venganza.»

     Sacudió la cabeza, tristemente:
y dijo: «Solo, allí no estuve, y cierto,
no sin razón me puse frente a frente.

     »Empero, solo estuve en el acierto,
cuando quisieron arrasar Florencia,
y solo yo me opuse a rostro abierto.»

     «¡Pueda gozar de paz tu descendencia!»,
le dije, «más desata prevenido
el nudo que reata mi conciencia.

     »Paréceme, si acaso bien te he oído,
que tu vista los tiempos ultrapasa,
aunque el presente se halle oscurecido.»

     «Miramos, como el que es de vista escasa»,
dijo, «mas solamente lo lejano,
que aun esta luz del cielo nos abrasa.

     »Lo que existe o apremia de cercano,
nuestro intelecto a penetrar no acierta,
para saber de vuestro estado humano.

     »Y bien comprendes, yacería muerta
nuestra conciencia, desde el mismo instante
que nos cerrara el porvenir su puerta.»

     Entonces, de mi culpa contristante,
repuse: «Le dirás a ese caído
que su hijo de la luz es habitante.

     »Y que si mi respuesta he contenido,
fué porque mi cabeza preocupaba
la duda que tú me has esclarecido.»

     Mas viendo que el maestro me llamaba,
le demandé -razones abreviando-
decirme quién allí lo acompañaba.

     «Más de mil», dijo, «están aquí penando:
con Federico, al cardenal contiguo,
y otros que ni nombrar quiero, callando.»

     Y se acostó en su tumba, y al antiguo
poeta, me dirijo, meditando
sus predicciones de sentido ambiguo.

     Al seguir por la vía, caminando,
preguntóme: «¿Por qué vas desmarrido?»
Respondo, mi presagio relatando.

     «Guarda en tu mente lo que aquí has oído
en tu contra», me ordena aquel prudente.
«Ora atiende», agregó con dedo erguido.

     «Cuando el ojo te alumbre, dulcemente,
de LA que ve en el viaje de tu vida,
tú sabrás tu destino ciertamente.»

     A la izquierda del muro, de seguida,
tomamos por sendero que llevaba
a hondo valle de atmósfera podrida,

     cuya hediondez del fondo reventaba.




CANTO XI


[ Primer recinto del círculo séptimo, de cuyo fondo se desprenden hediondas exhalaciones. Tumba del papa Anastasio. Virgilio explica a Dante la condición de los tres círculos que tiene que recorrer, según el orden y la gravedad de los pecadores y de los pecados. En el primer círculo por recorrer, que es el séptimo en el orden general del infierno, están los violentos, dividido en tres jirones, en cada uno de los cuales son atormentados otras especies de violentos. El segundo círculo, o sea el octavo en el mismo orden general, es el de los fraudulentos. El tercer círculo, o sea el noveno, es el de los traidores, dividido en cuatro departamentos concéntricos. Virgilio explica a Dante la categoría de los pecados, según la distinción escolástica. ]


     Llegamos al extremo de una altura
que con peñas enormes circundaba,
donde se encierra una mayor tortura.

     La hediondez que del fondo reventaba,
nos obligó a buscar sitio abrigado
tras un peñón, que un túmulo marcaba.

     «Aquí el papa Anastasio está enterrado,
a quien desvió Fotín de su camino.»
Este epitafio estaba allí grabado.

     «Conviene descender con mucho tino»,
dijo el maestro, «a fin que nuestro olfato
a este aire se acostumbre tan dañino.»

     «Compensa», dije, «este momento ingrato,
y el tiempo aprovechemos útilmente.»
Y él: «En eso pensaba. Oye el relato:

     »Hijo mío, este círculo doliente,
tres circuitos comprende bien graduados,
cual los que antes bajamos en pendiente.

     »Están llenos de espíritus malvados:
y que te baste, al verlos en su duelo,
saber cómo y por qué son castigados.

     »Toda maldad es repugnante al cielo,
y, sobre todo, el fraude y la violencia,
que a otros causa desgracia o desconsuelo.

     »Y como vuestra humana fraudulencia
más desagrada a Dios, los fraudulentos
sufren en proporción mayor dolencia.

     »En el primero, yacen los violentos
y purgan tres delitos diferentes,
divididos en tres compartimentos,

     »A Dios, a sí y al prójimo, inclementes,
los hombres atropellan y las cosas,
cual te dirán razones evidentes.

     »Muerte violenta, heridas dolorosas,
en sí y en los demás, y en heredajes,
ruinas, incendio, expoliación dañosas;

     »el homicidio, el que comete ultrajes,
hiriendo o depredando, es tormentado
en el primer jirón, según linajes.

     »Al hombre que a sí mismo se ha matado,
no le vale el estar arrepentido,
y en el jirón segundo está enclavado.

     »Quien se priva del mundo en que ha vivido,
y el que juega o disipa patrimonio,
llora la dulce dicha que ha perdido.

     »Se hace violencia a Dios, cuando el demonio
nos hace blasfemar, dando al olvido
de bondadosa natura el testimonio.

     »Y yacen en jirón más reducido,
con signo de Cahors y de Sodoma,
los que en desprecio a Dios lo han ofendido.

     »Sigue el fraude, que muerde cual carcoma,
de que la buena fe no se recata,
y al desconfiado de sorpresa toma;

     »porque es fraude alevoso, que desata
el vínculo de amor que hace natura.
En el segundo cerco se maltrata:

     »la hipocresía, el robo, la impostura,
lisonja, augurios, dolo, simonía,
y rufianes, y toda acción impura.

     »Y como el fraude aleve, desafía
la ley de la natura, contra fianza
que el mutuo acuerdo hace nacer y cría,

     »bajo Dite, hasta el fondo que se alcanza
del universo, gimen los traidores,
en consunción, perdida la esperanza.»

     Y yo: «Son tus palabras resplandores
que alumbran este abismo tenebroso
y el rigor de estos grandes pecadores.

     »Mas dime: los que en lago cenagoso,
que lluvia y viento azotan duramente,
y chocan en lenguaje tan furioso,

     »¿por qué no están en la ciudad ardiente,
si los castiga del Señor la ira?
Si no, ¿por qué es la pena diferente?»

     Y de él a mí: «¡Cuál tu magín delira!,
niegas la ley que todo lo calcula,
porque tu mente vacilante gira.

     »Olvidas la lección que se formula
en tu Etica, que encierra tanta ciencia,
que en tres grados los crímenes regula:

     »bestialidad, malicia, incontinencia.
¿La incontinencia acaso es más solvente?
¿Ofende a Dios con menos reverencia?

     »Si meditas el punto atentamente
y recuerdas los tristes condenados
que en duelo arriba están, duelo inclemente,

     »ya verás por qué se hallan separados
estos perversos, que justicia eterna
martilla con sus golpes más airados.»

     «¡Oh sol!, ¡que sanas toda vista interna!
Es tu elocuencia para mí tan grata,
que en dudar y saber el gozo alterna.

     »Mas explica», añadí, «si no es ingrata
esta tarea, ¿por qué a Dios la usura
es más odiosa? El nudo me desata.»

     «Filosofía enseña al que la apura»,
replicóme, «y en más de una sentencia,
cual procede en su curso la natura,

     »del arte, en su divina inteligencia:
y hallarás, con tu Física en la mano,
con sólo hojear su texto, la evidencia,

     »que el arte vuestro tentaría en vano
de ser más que discípulo obediente,
que es cual nieto de Dios el arte humano.

     »El Genésis lo dice claramente
en su principio: Trabajar la vida
y progresar con ánimo valiente.

     »Ya ves cómo la usura maldecida
viola el precepto, y más a Dios ofende,
pues de natura la lección olvida.

     »Mas el Carro hacia Coro ya desciende,
y me place seguir nuestra jornada
al ver a Piscis que al oriente asciende;

     que larga del tramonte es la bajada.»




CANTO XII


[ La bajada del séptimo círculo. El Minotauro de Creta, guardián de los violentos. Virgilio recuerda el estado de la bajada antes de que pasase por ella Cristo a los limbos del infierno para rescatar las almas selectas. El río de sangre en que yacen sumergidos los violentos contra el prójimo y los tiranos sanguinarios, asaeteados por una legión de centauros. Los poetas siguen su camino por la margen del río sangriento conducidos por el centauro Neso, que hace la enumeración de los tiranos. El vado del río de sangre, acrecentado por las lágrimas de los condenados. ]


     Llegamos al lugar de la bajada,
y es tan hondo y alpestre su barranco
que la vista rehuye horrorizada.

     Como el derrumbe, que de Adige al flanco,
de este lado de Trento, se desploma,
por terremoto o sin apoyo franco,

     y de lo alto del monte, en que se aploma,
al contemplar aquel despeñadero,
no ve camino alguno el que se asoma,

     tal la cuesta de aquel derrocadero,
en cuya cima rota está acostado
el oprobio de Creta, monstruo fiero,

     que en torpe y falsa vaca fue engendrado;
y al mirarnos, mordióse furibundo,
por impotente rabia devorado.

     El sabio le gritó: «Engendro inmundo,
¿piensas mirar al príncipe de Atenas,
que con su mano te mató en el mundo?

     »¡Anda, bestia!, el que cruza tus arenas
no ha tomado lecciones de tu hermana:
viene tan sólo a ver las justas penas.»

     Cual hosco toro, que en su rabia insana
rompe sus lazos al sentirse herido,
y en brincos torpes al morir se afana,

     el Minotauro se sintió vencido;
y el guía me previno: «Salva el paso,
mientras el monstruo brama enfurecido.»

     Y descendimos por sendero eriazo,
entre espeso pedrisco que rodaba
bajo la extraña carga de mi paso.

     Iba pensando, y él, en tanto hablaba:
«Tu mente acaso por las ruinas gira,
que la domada bestia mal guardaba.

     »Quiero que sepas que en la antigua gira,
cuando bajara al fondo del infierno,
rota no era la roca que te admira;

     »pero poco antes, según bien discierno,
que AQUEL viniere, y hubo rescatado
grandes almas de Dite, a lo superno,

     »tembló todo este valle soterrado;
pensé que el universo palpitara
por el amor, que algunos han pensado

     »una vez más el mundo al caos tornara;
y entonces fue cuando esta vieja roca,
aquí, y aun más allá, se derrumbara.

     »Mas ve en el valle, que la cuesta toca
ese río de sangre en que se anega
la violencia que de otro el mal provoca.»

     ¡Oh ira loca! y ¡oh codicia ciega,
que aguijonea pasajera vida,
y aquí por siempre entre tormentos brega!

     Y una amplia fosa en arco vi extendida,
que en el llano sin fin se dilataba,
cual dijera mi escolta prevenida.

     En torno en fila, una legión giraba
de centauros, con arco y flecha armados,
como en el mundo a caza se aprestaba.

     Al vernos descender, quedan parados,
y avanzan tres, ligeros como el viento,
con las flechas en arcos preparados;

     y uno nos grita: «¿Cuál es el tormento
que buscando venís por esta cuesta?
Responded o disparo en el momento.»

     Y el maestro repuso: «La respuesta
daremos a Quirón, no a ti, poseso
del frenesí, que tanto mal te cuesta.»

     Tocóme el hombro y dijo: «Mira a Neso,
que murió por la bella Deyanira,
y en sí mismo vengó su loco exceso.

     »Ese del medio, que su pecho mira,
es el grande Quirón, ayo de Aquiles;
el otro es Folos, que aun palpita en ira.

     »Esos que en torno al foso van por miles,
asaetan las almas anegadas,
que exceden, según culpa, sus perfiles.»

     Cerca ya de estas fieras agitadas.
Quirón coge una flecha, con que choca
sus barbas, que echa atrás de las quijadas;

     y descubierto que hubo su gran boca,
dijo a los suyos: «¿Quién es el que advierto
que mueve todo cuando al paso toca?

     »De ese modo no marcha el pie de un muerto.»
Y mi guía, que el pecho había tocado,
de aquellas dos naturas en concierto,

     le respondió: «Un vivo que ha bajado
hasta el fondo del valle tormentoso,
no por placer, mas por deber llamado.

     »Una santa, que el cántico glorioso
suspendió de aleluya, dio este encargo:
no es un ladrón, ni soy un criminoso.

     »Por esa gran virtud, que sin embargo
mueve los pasos míos, dame un guía
que de enseñar la ruta se haga cargo,

     «y nos indique el paso de la vía,
llevando a la gurupa este viviente,
que no es sombra que al aire desafía.»

     Quirón volvió a la diestra prontamente,
y dijo a Neso: «Guárdalos cuidoso,
contra quien detener su marcha intente.»

     Con tal escolta, a paso presuroso,
recorrimos aquel lago bermejo,
de condenados sitio doloroso,

     que a unos la sangre llega al entrecejo;
y el gran centauro dice: «Son tiranos
de sangre y robo por su mal consejo,

     »que así lloran sus daños inhumanos:
Alejandro, Dionisio de alma fiera,
que tristes años dio a los sicilianos;

     »y esa frente de negra cabellera,
es Azzolino; el rubio que está al lado,
Obizzo de Este, que, por voz certera,

     »se dice por su hijastro asesinado.»
Y el poeta me dijo: «Yo te sigo:
ve delante por Neso custodiado.»

     A poco trecho, vi, por gran castigo,
gente anegada en sangre, que asomaba
a su lívida cabeza sin abrigo.

     Allí, una sombra solitaria estaba,
y el centauro me dijo: «Este malvado
partió el pecho que el Támesis amaba.»

     A muchos conocí, bien que turbado,
que asomaban no sólo la cabeza,
sino también el busto ensangrentado.

     Como el río de sangre va en bajeza,
y al pie de los centauros sólo alcanza,
esguazamos el vado muy de priesa.

     «Si ves que el río por aquí se amansa»,
me dijo Neso, «entiende que adelante
es más profundo cuanto más se avanza.

     »Allá en su fondo, yace agonizante
la tiranía, y anegada gime,
cual conviene a su especie malignante.

     »La divina justicia así reprime,
con Atila, flagelo de la tierra,
a Pirro y Sexto; y eternal exprime

     »su llanto en el hervor que el río encierra,
a uno y otro Rinier, que alevemente
hicieron en caminos tanta guerra.»

     Y el vado repasó ligeramente.




CANTO XIII


[ El bosque estéril. El nido de las arpías. Los árboles doloridos. Segunda zona de los violentos contra sí mismos y su castigo. Diálogo con Pietro della Vigna. Dos almas perseguidas por perros hambrientos. Castigo de los suicidas y de los destructores de bienes. Estado futuro y tormento perpetuo de los suicidas después del juicio final. ]


     No bien el río repasara Neso,
a un bosque entramos en la riba opuesta,
al que ningún sendero daba acceso.

     Fosco, sin el verdor de la floresta,
ni sus frutos, en ramas anudadas,
la ponzoñosa espina todo infesta.

     No más ásperas son ni enmarañadas,
de Cecina a Corneto, las sombrías
guaridas de las fieras ahuyentadas.

     Allí forman su nido las arpías,
que echaron de Estrofade a los Troyanos,
con amagos de tristes profecías.

     Tienen alas, con cuello y rostro humanos;
vientre plumoso, pies con garras duras,
y se quejan con gritos deshumanos.

     «Antes de penetrar a otras honduras,
debes saber», comienza el buen maestro,
«que, del segundo cerco, las tristuras

     »te han de seguir hasta arenal siniestro;
que, si bien ves, te servirán de guía,
para dar fe de la verdad de mi estro.»

     Doquier, hondos lamentos percibía,
sin ver a nadie en torno, de manera
que desmarrido el paso detenía.

     Yo creo que él creyó que yo creyera
que las voces las daban las gargantas
de gente que a la vista se escondiera,

     y así me habló: «Si de una de esas plantas
tronchas un gajo, tú verás cuán vanos
son los presentimientos que adelantas.»

     Rompí una frágil rama con mis manos:
en negra sangre las miré bañadas,
y el tronco nos gritó: «¿Por qué, inhumanos.

     »me destrozáis?» Y en voces desoladas,
vertiendo sangre, repitió lloroso:
«¿Por qué me herís con manos despiadadas?

     »Hombres fuimos en tiempo más dichoso;
lo debieras saber, más apiadado,
aun del alma de un áspid venenoso.»

     Tal como leño verde arde de un lado,
y llora por el otro, y juntamente
chirrea por el aire dilatado,

     de tal manera, el vástago doliente,
sangre y palabras a la vez vertía,
y lo solté como quien miedo siente.

     Y mi guía le dijo: «El no creía
que laceraba tu alma, despiadado,
porque acaso olvidara lección mía.

     »Si su mano inconsciente yo he guiado,
fué para hacerle creer en lo increíble:
perdona por haberte lastimado,

     »y dile quien tú fuiste, alma sensible,
para que pueda hacer, en desagravio,
en el mundo tu fama revertible.»

     Y el tronco dijo: «Tú hablas como sabio,
tan dulcemente con palabras graves,
que aun dolorido se desata el labio;

     »yo soy aquel que tuvo las dos llaves
del corazón de Federico, en ansa,
que abrían y cerraban manos suaves.

     »A todos alejé de su confianza,
y mi oficio cumplí con tal desvelo
que la vida gasté con la privanza.

     »La meretriz, que impúdica en su anhelo,
en los palacios, clava la mirada,
vicio de cortes y de todos duelo,

     »inflamó contra mí la turba airada,
y del favor del César despojado,
en luto mi fortuna fué trocada.

     »Y en mi despecho, al verme despreciado,
yo, pensando rehuir mi suerte triste,
injusto, contra mí, me he castigado.

     »Por la raíz del árbol que me viste,
juro fuí siempre fiel a los favores
del César, que de honor todo reviste.

     »Y si vuelves a ver los esplendores
del mundo, desagravia mi memoria,
que la envidia manchó con sus negrores.»

     «Pues que te habla con voz conciliatoria,
pregunta a tu sabor», dijo mi guía,
«aprovechando la hora transitoria.»

     Y yo a él: «Pregunta todavía
lo que debo saber, pues, persuasivo,
en mi congoja hacerlo no podría.»

     Y díjole: «Espíritu cautivo,
éste, por mi intermedio, te pregunta,
al acoger tu ruego, compasivo,

     »que, pues que tu alma doble ser asunta,
¿si, libre de nudosas ataduras,
puede volar del tronco a que se junta?»

     El árbol suspiró con ansias duras,
y convirtióse en voz aquel resoplo,
clamando: «Te diré mis amarguras.

     »Cuando un alma feroz lanza su soplo,
y abandona su cuerpo, Minos fiero
la echa al séptimo grado en que me acoplo:

     »cae en la selva, sin lugar certero,
allí, donde el acaso la derrama,
como grano de trigo tardatero.

     »Surge un arbusto de silvestre rama;
las arpías, que se hartan con su hoja,
abren ventanas al dolor que clama.

     »Como el alma del cuerpo se despoja,
la sombra buscará su vestidura,
que no es justo revista el que la arroja.

     »Aquí la arrastrará, y en la espesura
de la selva infernal será colgada
a la sombra del árbol de tortura.»

     A la espera que el alma atormentada
prosiguiese, rumor estrepitoso
sentimos con sorpresa en la enramada,

     como el que escucha cazador celoso,
cuando siente los perros y la fiera
y el ramaje crujir del bosque umbroso;

     que rompiendo a la izquierda la barrera,
vimos venir, desnudos y sangrientos,
dos condenados en veloz carrera.

     «¡Ven, oh muerte!», con lúgubres acentos
grita el uno, y el otro grita ansioso:
«Lano, tus pies no fueron tan violentos

     »de Toppo en el combate desastroso.»
Y exánime, la sombra retardada
confúndese con un arbusto hojoso.

     A la espalda, la selva vi poblada
de perras negras, flacas, deshambridas,
cual de lebreles, jauría desatada.

     que al mísero escondido, enfurecidas,
clavan el diente, y parten en pedazos,
y arrastran sus reliquias doloridas.

     Mi guía entonces me ofreció sus brazos,
y me mostró el arbusto, que vertía
llanto de sangre por sus hondos trazos.

     Jacobo Sant'Andrea le decía
a la sombra: «¿Por qué te has amparado
de mi tronco, si culpa no tenía?»

     Habló el maestro, y se paró a su lado:
«¿Quién fuiste tú, que por tus llagas lloras
con la sangre que sopla tu costado?»

     Y él respondió: «¡Oh! almas bienhechoras,
que contempláis este doliente estrago
y miráis esas hojas voladoras,

     »¡volvedlas al redor del tronco aciago!
Yo fuí de la ciudad que en el Bautista
cambió el primer patrón, quien con su amago,

     »por eso, siempre, en guerra, la contrista;
y a no ser que del Arno sobre el puente
aun quedan sus vestigios a la vista,

     »al refundarla su patricia gente,
sobre cenizas -que de Atila es traza-
habría trabajado vanamente.

     »Yo en horca mía convertí mi casa.»




CANTO XIV


[ Tercer jirón del círculo séptimo. El arenal estéril y la lluvia de fuego. Castigo de los violentos contra Dios, contra la naturaleza y contra el arte. Las sombras condenadas. Capaneo desafiando las penas del infierno. Río sanguinoso y bullente. Virgilio explica a Dante el origen de los ríos misteriosos del infierno. Los dos poetas continúan su viaje infernal. ]


     Por amor patrio y caridad movido,
recogí aquellas hojas esparcidas
y volvílas al árbol dolorido.

     Estamos en las zonas repartidas
del segundo jirón, que va al tercero,
que son de alta justicia las medidas.

     Y como bien manifestar yo quiero
cosas nuevas que vi, digo, llegamos
a una landa, de plantas no criadero.

     La dolorida selva que dejamos,
le sirve de guirnalda, a par del foso,
y el fatigado pie aquí asentamos.

     Era un espacio estéril y arenoso,
como lo fuera el campo que otros días
holló la planta de Catón famoso.

     ¡Oh, venganza del cielo! ¡Tú debías
el pecho estremecer de mis lectores,
al relatar estas visiones mías!

     Almas desnudas vi, que entre dolores
lloraban miserables, soportando,
de leyes diferentes los rigores.

     Las unas sin cesar andan girando;
yacen otras, tendidas en el suelo,
o sentadas, el cuerpo doblegando.

     Las del contorno sufren sin consuelo,
y las del centro menos, el tormento,
pero su lengua es más intensa en duelo.

     El arenal bañaba un fuego lento,
que llovía en tranquilas llamaradas,
como en los Alpes cae nieve sin viento.

     Como Alejandro contempló abrasadas,
de la India en las cálidas regiones,
las tierras por su ejército ocupadas;

     y ordenó prevenido a sus legiones.
a medida que el fuego les llovía,
sofocarlo debajo sus talones;

     así el eterno incendio descendía:
cual bajo el pedernal yesca se enciende,
el arenal doliente se encendía.

     De un lado y otro aquella grey se extiende,
para rehuir las llamas fulgurosas,
y con las pobres manos se defiende.

     «Maestro, pues que sabes tantas cosas,
salvo de Dite a los demonios fieros»,
le dije, «abrir las puertas sigilosas,

     «¿quién es aquel de gestos altaneros,
que el fuego desafía allá tendido,
sin quejarse, entre tantos lastimeros?»

     Como si hablara de él fuese entendido,
al maestro gritó, con ceño fiero:
«Como muerto me ves, tal he vivido.

     »Bien puede Jove fatigar su herrero,
al que el rayo le dio de punta aguda,
con que me hirió en momento postrimero:

     »que llame uno por uno, de remuda,
su negra gente, horror de Mongibelo,
y que grite: Vulcano, ¡ayuda!, ¡ayuda!

     »Como hizo en Flegra, en gigantesco duelo,
que por todos sus rayos fulminado,
nunca humillarme logrará su anhelo.»

     Con acento severo y esforzado,
dijo mi guía: «¡Ni aun aquí depones,
Capaneo, tu orgullo desalmado!

     »A tu arrogancia, tu castigo impones:
ningún martirio puede, en su clemencia,
alcanzar a la rabia que le opones.»

     Y vuelto luego a mí, con complacencia,
me dijo: «Es uno de los siete reyes,
que a Tebas asedió, y que su demencia

     »aun desprecia de Dios la altas leyes;
y por su propio orgullo es castigado.
Mas tú te cuida que la arena huelles;

     »rehuye el pie del círculo inflamado;
marcha siempre del bosque por la vera,
y sígueme con paso recatado.»

     Y vi brotando de la selva afuera
un arroyuelo de aguas sanguinosas,
cuya vista mi pecho estremeciera.

     Cual Bulicamo de aguas vaporosas,
que comparte entre sí la prostituta,
cruzaba aquellas playas arenosas,

     con márgenes y fondo en piedra bruta;
y vi que, libres de la ardiente arena,
por allí seguiría nuestra ruta.

     «De todo cuanto tu cabeza llena,
desde que entramos por la puerta aciaga,
cuyo umbral para nadie se cercena,

     »nada verás que tanto pensar te haga,
como las aguas del presente río,
que en su corriente toda llama apaga.»

     Estas palabras dijo el maestro mío,
y le rogué me diera, generoso,
el moral alimento por que ansío.

     «En medio al mar se halla un país ruinoso»,
me dijo entonces: «Creta era su nombre:
casto fué el pueblo bajo un rey famoso.

     »De Ida el monte está allí, con su renombre,
que antes tuvo sus aguas y verdores,
aunque al presente su aridez asombre.

     »La cuna allí de su hijo, en sus dolores,
puso de Rhea el material cuidado,
sus llantos apagando con clamores.

     »Dentro del monte, un viejo agigantado
se halla, la espalda hacia Damieta dada,
y a Roma como a espejo está encarado.

     »De oro puro la testa está formada;
los brazos son de plata, como el pecho,
y de cobre, del pecho a la horcajada.

     »De fierro el resto de su cuerpo es hecho,
excepto un pie, que lo es de tierra cota;
sobre él gravita, y éste es el derecho.

     »Esta armazón por grietas está rota,
-excepto el oro- y lágrimas derraman,
que la gruta perforan con su gota,

     »y a esta parte del valle se esparraman:
de aquí, Aqueronte, Estigia, y asimismo
el Flegetón, que al cabo se derraman

     »por un canal que baja hasta el abismo,
y forman el Cocito, triste lago,
y que muy pronto mirarás tú mismo.»

     Yo le observé: «Pues este arroyo aciago
deriva así de nuestro propio mundo,
¿por qué sólo aparece en curso vago?»

     »Esta región va en ámbito rotundo»,
repuso, «y vamos por su izquierdo lado,
antes de descender a lo profundo.

     »Aun el círculo entero no has andado;
y si algo nuevo acaso se presenta,
no debes tú quedar maravillado.»

     Y yo a él: «¿Dó Flegetón se asienta?
¿Dó el Leteo, que acaso has olvidado,
y el que con esta lluvia se acrecienta?»

     «Tu preguntar en mucho es de mi agrado»,
dijo; «mas el color del agua roja
debe haberte por mí ya contestado.

     »El Leteo verás, donde se arroja,
para lavarse, el alma arrepentida,
cuando la culpa ya no la acongoja.

     »Ya es hora que emprendamos la partida,
para salir del bosque; la pendiente
bajarás del arroyo en mi seguida,

     »que allí se extingue este vapor ardiente.»




CANTO XV


[ Marcha de los dos poetas por la margen de un arroyo, rodeando el séptimo círculo ardiente de la tercera sección del infierno. Castigo de los violentos contra la naturaleza, o los sodomitas. Encuentro con una banda de condenados. Brunetto Latini, maestro de Dante. Diálogo entre Dante y Brunetto Latini. Brunetto Latini predice a Dante su porvenir. Le da noticia de algunos doctos y literatos que lo acompañan en su tormento. ]


     Ora marchamos por la margen dura
sombrío arroyuelo, que humeante
salva del fuego el agua y su cintura,

     cual los flamencos, entre Bruge y Gante,
contra marea que su costa aventa,
forman reparos, y huye el mar delante;

     y como los paduanos en el Brenta
defienden sus hogares y sus muros,
antes que el Chiarentana calor sienta:

     a imagen tal, aquellos antemuros
eran, si no tan gruesos y elevados,
que labraron artífices oscuros.

     Ibamos de la selva distanciados,
tanto que al revolver la vista errante,
no alcanzara sus bordes sombreados.

     Encontramos aquí turba vagante
de condenados, que con vista alerta
parecía mirarnos, vacilante,

     cual de la nueva luna en luz incierta,
u ojo, que encoge su movible orilla,
de sastre viejo que a enhebrar no acierta.

     Al avistar a la infernal cuadrilla,
uno me conoció, y asió mi sayo,
y asombrado exclamó: «¡Qué maravilla!»

     Yo lo miraba en tanto de soslayo,
sin poder conocerlo por su aspecto,
tan renegrido estaba en su desmayo;

     mas de pronto alumbróse el intelecto,
y ante su faz tostada doblegado,
lo interrogué: «¿Sois vos mi seor Brunetto?»

     Y él: «Hijo mío, sea de tu agrado,
de Brunetto Latino en compañía,
ir detrás de esas almas apartado.»

     Yo dije: «Lo desea el alma mía;
y si quieres me siente aquí a tu lado,
lo haré, si acaso lo permite el guía.»

     «Hijo», repuso, «me hallo destinado
a no parar jamás, bajo condena
de cien años de fuego continuado.

     »Alargando un momento mi cadena,
yo seguiré, de tu sayal asido,
como quien llora su perpetua pena.»

     Como hombre de respeto poseído,
bajé la frente, sin dejar la vía,
por el muro del borde protegido.

     «¿Cómo, antes de tocar tu postrer día,
has podido llegar hasta esta arena?»
«¿Quién», dijo, «el ser que en ella así te guía?»

     «Allá en la tierra, en vida más serena»,
le respondí, «perdíme en selva umbría,
antes de hallar mi edad su cuenta plena.

     »Ayer mañana, al desandar la vía,
éste se apareció, me puso en ella,
y a casa me condujo, como guía.»

     Y él a mí: «Conducido por tu estrella
tú llegarás al glorioso puerto,
si bien pude augurar, en vida bella.

     »Y si no hubiese por entonces muerto,
al ver al cielo para ti benigno,
yo te hubiese alentado de concierto.

     »Mas ese pueblo, ingrato y tan maligno,
de Fiésola nacido, en su natura
aun es tan duro cual peñasco alpino.

     »Pagará tu virtud con amargura;
y es natural que en tierras esquivosas
de la virtud el higo no madura.

     »Tradiciones del mundo muy famosas
de sórdido y soberbio lo han tachado:
¡Guárdate de sus mañas envidiosas!

     »Te buscarán del uno y otro lado,
con avidez y honor; pero la hierba
a su pico será fruto vedado.

     »De Fiésola a las bestias, se reserva
su propio pasto, sin tocar la planta,
si alguna en sus eriales se conserva

     »en que reviva la semilla santa
de los romanos, cuando en sucio nido
se convierta de malicia tanta.»

     «Si el cielo mi plegaria hubiese oído»,
repúsele, «aun ledo gozarías
de la natura humana que has perdido.

     »Presente están en las memorias mías
tu cara imagen y tu amor paterno,
cuando enseñabas, en mejores días,

     »de cómo un hombre puede hacerse eterno;
y grato a tu enseñanza, mientras viva,
diré como en mi lengua lo discierno.

     »Cuando tu predicción mi mano escriba,
la guardaré, para que explique el texto,
santa mujer, si alcanzo más arriba.

     »En tanto, que te sea manifiesto
que la conciencia tengo sosegada,
y al vaivén de la suerte estoy dispuesto.

     »No es nueva a mis oídos tal llamada;
y así, ruede fortuna, de su grado,
y el labrador trabaje con su azada.»

     Volvió el maestro la cabeza al lado
y me dijo, mirando atentamente:
«Bien has oído y bien has anotado.»

     Yo continué mi plática pendiente
con seor Brunetto, y le pedí nombrara
los más famosos de su negra gente.

     «El tiempo es corto y la palabra rara
para tan largo cuento; pero es bueno
de uno de ellos tener noticia clara.

     »Todos chuparon del saber el seno,
y fueron literatos de gran fama,
que un mismo vicio revolcó en el cieno.

     »Entre esa turba que revuelta brama,
está Francisco Accorso con Prisciano;
y ese otro inmundo, que atención reclama,

     »que el siervo de los siervos soberano
trasladó desde el Arno a Bachigliones,
donde dejó sus nervios el malsano.

     »Aquí concluyo, y basta de sermones:
quisiera ser más largo, mas ya veo
surgir del arenal más nubarrones.

     »Gente viene que no es de mi apareo;
te queda mi Tesoro encomendado:
aun vivo en él, y nada más deseo.»

     Y se volvió, corriendo apresurado,
cual los que el paño verde de Verona
se disputan, y, en vez de condenado,

     fuése cual vencedor tras la corona.




CANTO XVI


[ Continuación del tercer aro del séptimo círculo. El rumor de las aguas que corren al Flegetón. Encuentro con otra mesnada de sodomitas. Tres florentinos ilustres manifiestan a Dante sus ideas sobre el estado político, moral y civil de su patria. Amarga respuesta del poeta. En el centro del círculo el agua del Flegetón se precipita en el vasto pozo del círculo inferior. La soga del poeta con que Virgilio atrae al monstruo del Flegetón. Aparición del monstruo del fraude. ]


     Llegué hasta un sitio en que el rimbombo oía
del agua, cual rumor de una colmena,
que a otro círculo oscuro descendía,

     y vi venir por la inflamada arena
tres sombras, que corrían juntamente,
bajo la áspera lluvia de la pena.

     Y gritaban de lejos: «¡Tú, detente!
que, según por el hábito colijo,
eres también de la perversa gente.»

     ¡Al recordarlo, con horror me aflijo!
¡Miré en sus miembros las sangrientas llagas
que el fuego abriera con afán prolijo!

     Dijo el maestro: «A esas tres almas vagas
espéralas al borde de esa meta,
a fin que sus deseos satisfagas.

     »Y a no ser de ese fuego la saeta,
que cruza el arenal, yo te diría
que buscarlas sería acción discreta.»

     Al pararnos, su queja repetía
el grupo de los tres, y aproximados
a nosotros, en rueda se movía.

     Como atletas desnudos, de óleo untados,
buscan aventajar al enemigo,
antes de combatir, precaucionados,

     tal se encaraban todas tres conmigo,
girando siempre, vueltas las cabezas
a inversa de los pies, por su castigo.

     «Si de este horrible sitio las crudezas
vuelve desprecio al ruego que te llama,
al contemplarnos de miseria presas,»

     una clamó, «que al menos nuestra fama
te apiade, y dinos cómo aquí has venido,
con pies de vivo por infierno en llama.

     »Este que ves, desnudo y consumido,
y cuyas huellas piso, poderoso,
más que lo piensas, en un tiempo ha sido.

     »Por la mente y la espada muy glorioso,
fué nieto de la púdica Gualdrada:
Guido Guerra es su nombre, asaz famoso.

     »El que sigue en la arena mi pisada
es Tejazo Aldobrandi, y su memoria
en el mundo debiera ser amada.

     »Y yo en cruz como víctima expiatoria,
Jacobo Rusticucci soy, que peno
por mi fiera mujer infamatoria.»

     De no tenerme el fuego, como un freno
con las sombras me habría yo mezclado,
y habríalo aprobado el maestro bueno;

     temor de ser con ellas abrasado
contuvo el movimiento generoso
que mis brazos llevaba de su lado.

     Respondí: «Sentimiento tan piadoso,
y no desprecio, inspira vuestro estado
que su recuerdo me será angustioso.

     »Cuando mi guía me hubo señalado
vuestras tres sombras, comprendí al momento
que erais gente de nombre levantado.

     »De vuestra tierra soy; yo siempre atento
vuestros nombres honré y altas acciones,
oyéndolas con grato sentimiento.

     «Dejo la hiel, y los más dulces dones
del fruto busco que me está brindado:
mas debo descender a otras regiones.»

     «¡Tu alma conduzca al cuerpo afortunado»,
repusieron, «y viva luminoso,
después de ti, tu nombre perpetuado!

     »Mas dinos si el coraje generoso
nuestra ciudad habita todavía,
o si sufrió destierro ignominioso,

     »pues Guillermo Borsier, que ha poco expía,
en nuestra compañía, su arrogancia,
nuevas nos da, que dan melancolía.»

     «La gente nueva, y súbita ganancia,
orgullo y desmesura han generado.
¡Oh, Florencia, ya lloras tu jactancia!»

     Así exclamé con rostro levantado,
y los tres se miraron tristemente,
cual mira el que verdades ha escuchado.

     «Si así siempre respondes a la mente,
con tan fácil palabra y noble anhelo,
¡seas feliz!», clamaron juntamente.

     «Si dejas la mansión de eterno duelo,
al contemplar la bóveda estrellada,
Yo estuve allí, dirás allá en el suelo.

     »¡Y habla de nuestra suerte malhadada!»
Y el cerco rompen y huyen velozmente,
como si su ágil planta fuese alada.

     No se dice un amén tan prontamente,
como tardara al grupo ver perdido.
El maestro partir creyó prudente.

     Iba tras él, y súbito el ruido
de un agua torrentuosa, que rugiente
cerca caía, asorda nuestro oído.

     Como el río que corre hacia el oriente
por la siniestra falda de Apenino,
y Aguaquieta es de Veso en la pendiente,

     hasta perder su nombre en el camino,
donde Forli se llama, y luego inquieto,
de nombre cambia, y baja en torbellino

     de los Alpes, do está San Benedetto,
rimbombando, en barranco soterrado
que a mil monjes daría albergue quieto,

     así, de un gran ribazo levantado,
caía despeñada el agua oscura,
cuyo fragor teníame asordado.

     Llevaba yo una cuerda a la cintura,
y con ella pensé ver enlazada
la onza de la pintada vestidura.

     Cuando del cinto estuvo desatada,
según me lo ordenara mi maestro,
se la entregué, revuelta y enrrollada.

     Volviéndose hacia el costado diestro,
tomó distancia, y, con potente brazo,
la echó en el fondo del raudal siniestro.

     Dije entre mí: Sin duda, raro caso
el ojo experto del maestro cela:
algo de nuevo se prepara al paso.

     ¡Cuán falible es del hombre la cautela,
que penetrar pretende lo imprevisto,
cuando otra mente su pensar devela!

     Dijo el maestro: «Acudirá bien listo:
aquí lo espero, y mirarán tus ojos
lo que sueñas, y es bueno sea visto.»

     Siempre que la verdad, en sus antojos,
muestre faz de mentir, callar se debe,
para no merecer tristes sonrojos:

     mas la verdad esta Comedia mueve,
y por sus versos, ¡oh, lector!, te juro
(que espero alcanzarán vida no breve)

     que vi venir por aquel aire oscuro,
nadando en el abismo, una figura
que asombraría al pecho más seguro:

     iba cual buzo, que surgir se apura,
cuando desprende un ancla del escollo,
u otra cosa en el mar, y que asegura

     brazos y pies en alternado arrollo.




CANTO XVII


[ Descripción del monstruo Gerión, imagen del fraude. Mientras Virgilio negocia con Gerión el pasaje del abismo, Dante va a visitar el último jirón del séptimo círculo. Los usureros, o sea los violentos contra sí y contra el arte (V. canto XI). Grupo de condenados bajo una lluvia de fuego con bolsas blasonadas colgadas al cuello. Retorna Dante a donde había dejado a Virgilio. Los dos poetas descienden al octavo círculo en hombros de Gerión. ]


     «¡Esta es la fiera de aguzada cola,
que montes pasa, rompe armas y muros,
que el mundo apesta y todo lo desola!»

     Así empezó el maestro sus conjuros
y a la fiera hizo seña de ir avante,
hasta la margen de peñascos duros.

     ¡Del fraude aquella imagen malignante,
vino, y sacó su testa con su busto,
mas la cola quedó siempre flotante!

     Era su cara la del hombre justo,
en lo exterior, y cual serpiente el resto,
de aire benigno y sin semblante adusto.

     Largo vello en el brazo sobrepuesto;
el dorso, el pecho, con sus dos costados
con pintado dibujo, bien apuesto.

     Turcos y tártaros nunca más pintados
paños lucieron, ni tejiera Aracna
con más primor los suyos, matizados.

     Como se ve en la playa una tartana,
una mitad adentro y otra afuera;
como entre tosca gente tudescana,

     el castor de su pesca está a la espera;
así la bestia, entre torrente y playa,
estaba con el medio cuerpo afuera.

     Su cola ponzoñosa al aire explaya,
con doble dardo de escorpión, que gira,
y que a uno y otro lado la soslaya.

     Y díjome el maestro: «Cuida y mira;
rodear conviene nuestra vía un tanto,
para alcanzar la bestia que se estira.»

     Tras sus huellas bajando me adelanto,
y unos diez pasos a derecha dimos,
por salvar de las llamas el espanto.

     Cuando la bestia cerca ya tuvimos,
más adelante, en la incendiada arena,
turba yacente en el abismo vimos.

     Dijo el maestro: «Una experiencia plena
debes llevar de este profundo grado:
ve a mirar los penados y su pena.

     »Cuida en palabras ser muy mesurado;
y mientras vuelves, yo a este monstruo pido
que nos preste su lomo reforzado.»

     Solitario, costeando pavorido
el séptimo jirón, fuí donde estaba
sentado aquel enjambre dolorido.

     A sus ojos la pena se asomaba;
de aquí, de allá, prestábanse la mano
contra el fuego que a todos abrasaba.

     No de otro modo el can, en el verano,
hocico y pata opone a mordeduras
de los insectos, con empeño vano.

     Contemplé más de cerca sus figuras,
sin conocer ninguno, tan surcado
su rostro estaba de hondas quemaduras.

     Del cuello de cada uno vi colgado
un saco de color, con cierto signo,
que contemplaban ellos con agrado.

     Al mirarlos, siguiendo mi camino,
un saco vi de leones blasonado,
de color amarillo y azulino.

     Y observando después con más cuidado,
ánade sobre tinta sanguinosa,
blanco más que la leche, vi pintado.

     Y uno de saco blanco, en que, azulosa,
noté preñada puerca, quien esquivo
preguntóme: «¿A qué vienes a esta fosa?

     »Vete de aquí; y pues te encuentras vivo,
sabe que mi vecino Vitaliano
a mi izquierda estará también cautivo.

     »Entre esos florentinos, yo paduano,
el oído me atruenan con su pico,
gritando: «Venga el rico soberano,

     »que la bolsa trará de triple-pico.»
Y contrajo la boca y sacó fuera
la lengua, como el buey lame el hocico.

     Temiendo que el enojo se acreciera
del que de mal talante había hablado,
dejé a estas almas en su pena fiera.

     Volví a mi guía, que encontré montado
a la grupa del monstruo y que decía:
«Aquí tu fuerza y tu valor osado!

     »No se baja por otra gradería:
yo iré en el medio; sube tú adelante;
no nos juegue su cola felonía.»

     Como el que la cuartana, tremulante,
mira en sus uñas pálidas, y el frío
lo hace temblar, dos veces vacilante,

     sentí del miedo el doble escalofrío;
mas la vergüenza sobrepuse al miedo,
ante un valor que confortaba el mío:

     de la fiera en la espalda, trepo quedo:
quiero decir: ¡Estrécheme tu brazo!,
pero un sonido articular no puedo.

     Y él, que por tantas veces con su brazo
me había prontamente preservado,
me sujetó con afectuoso lazo.

     Y a Gerión le gritó «Baja esforzado;
ancha es la ruta y la bajada suave:
cuida la nueva carga que te he echado.»

     Cual desatraca la pequeña nave,
retrocediendo, tal el monstruo fiero
deja la playa, que tenía cabe.

     Donde su pecho estaba, muy certero,
pone la cola, firme y extendida,
como la anguila, y muévese ligero.

     Más pavura no creo fué sentida,
ni por Faetón, cuando perdido el freno,
los cielos hizo arder en su caída,

     ni cuando Icaro, de alas en su estreno,
sintió correr la cera derretida,
gritando el padre: «¡No es camino bueno!»

     ¡Cómo fué mi temor en la partida,
en medio de los aires, sin aliento,
viendo sólo la bestia medio hundida!

     El monstruo navegaba, lento, lento;
unas veces subía, otras bajaba,
y arriba, abajo, me azotaba el viento.

     A mi diestra sentía que bramaba
el torrente bravío, y aterrado
bajé los ojos para ver do estaba.

     Entonces, mi terror fué redoblado:
fuegos miré, y percibí sollozos;
y contraje mi cuerpo quebrantado.

     Por los lejanos gritos dolorosos,
al girar y bajar, bien comprendía,
eran ecos de centros pavorosos.

     Como halcón, que en los aires se cernía,
baja sin ver el ave ni al señuelo,
en círculos girando todavía

     y burla al cazador en su desvelo,
y lejos de él, se aparta a la bajada,
y con desdén y enojo toca el suelo,

     Gerión, al pie de roca acantilada,
nos depuso en postrera sacudida;
y, del peso su espalda descargada,

     partió cual flecha de arco despedida.




CANTO XVIII


[ Descripción del octavo círculo, dividido en diez valles, o fosos circulares y concéntricos. En cada una de las comparticiones se castiga una especie de fraudulentos. En este canto se trata de los primeros dos valles. En uno de estos valles se castiga a los rufianes por manos de demonios con cuernos. En otro valle yacen los aduladores y las cortesanas. ]


     Malebolge es un sitio del infierno,
todo de piedra, de color terroso,
como el circuito del contorno externo.

     En el centro del campo malignoso
se encuentra un ancho pozo, oscuro y hondo,
que en su lugar describiré cuidoso.

     En diez valles divídese en el fondo,
y de este pozo hasta la roca dura
se dilata otro círculo en redondo.

     Cual de una fortaleza, la cintura
ciñen sus fosos alternadamente,
trazados en concéntrica figura,

     es su imagen inversa cabalmente;
y como se echan puentes en sus puertas,
por donde pueda transitar la gente,

     así también, las fosas descubiertas
tienen por puentes rocas suspendidas,
tendidas a sus bordes, cual compuertas.

     En tal lugar, con fuertes sacudidas,
nos depuso Gerión; y del poeta
mis pies siguieron cautos las medidas.

     Volví a la diestra la mirada inquieta;
nuevos verdugos vi, nuevos dolores,
de que esta prima fosa está repleta:

     en el fondo, desnudos pecadores;
unos que van con paso acelerado,
y otros vienen con pasos avizores.

     Tal los romanos van de lado y lado,
en su puente, durante el jubileo,
en dos filas el pueblo separado,

     para evitar de gente el hormigueo,
y a San Pedro unos marchan rectamente
y otros siguen al monte en su paseo.

     De aquí, de allá, de espaldas o de frente,
vi demonios con cuernos, gente fiera,
las almas azotando crudamente.

     ¡Cuál movían la pierna a la ligera!
Cuando el primer chasquido resonaba,
el segundo y tercero nadie espera.

     Fijé la vista en uno que allí estaba,
y al contemplarle tuvo mi barrunto.
no era primera vez que lo miraba.

     Como de mi maestro estaba junto,
él lo miró, y diome con agrado
venia para volver hacia aquel punto.

     Creyó esquivar el rostro el flagelado,
bajando la cabeza, en contorsiones,
y por ende le dije: «Tú, agachado,

     »si acaso no me engañan tus facciones,
Venedico eres tú, Caccianimigo.
¿Qué te trajo tan duras puniciones?»

     Y él respondió: «A mi pesar lo digo,
pero me obliga tu habla, porque en ella
percibo el eco de otro mundo amigo.

     »Yo soy aquel que cándida doncella
entregué del Marqués al apetito,
como se cuenta de Guisola bella.

     »No soy el solo boloñés contrito
que llora aquí, pues el lugar tan lleno
está de lenguas más que en el distrito

     »do dicen sipa entre Savena y Reno;
pues has de recordar, como se cuenta,
que, de avaricia, saco fué su seno.»

     Demonio armado de una verga cruenta
lo azota y grita: «¡Anda, rufián maldito!,
mujeres no hay aquí de compra-venta.»

     A mi guía volvíme en el conflicto,
y a poco andar un puente allí encontramos,
de roca, cual los que antes he descrito.

     Ligeramente, el puente atravesamos,
y volviendo a la diestra nuestra planta,
aquel eterno cerco abandonamos,

     y en la roca, que en arco se levanta,
para dejar pasar las condenadas:
«Contempla atento cuánta pena aguanta

     »esa turba de sombras malhadadas»,
dijo mi guía, «que mirar de frente
no has podido, siguiendo sus pisadas.»

     Y contemplé, desde el antiguo puente,
tropel de sombras por la opuesta banda,
azotadas por látigo inclemente.

     El maestro previno mi demanda:
«Y mira», dijo, «al que camina altivo,
sin que en sus ojos el dolor se expanda.

     »Tiene el aspecto que tenía aún vivo:
ése es Jasón, de astucia y valor lleno,
que a Colcos arrancó su oro nativo.

     »Pasó después por la ínsula de Lemno,
donde audaces mujeres inmolaron
a los hombres con fiero desenfreno.

     »Sus palabras a Hipsípila embaucaron;
como las de la joven, la confianza
de las otras mujeres, engañaron:

     »Sola, encinta, dejóla en desperanza;
y por tal culpa sufre su destino,
cumpliendo de Medea la venganza.

     »Con él están los que de engaño indigno
reos se hicieron. Baste esta enseñanza,
en este valle del penar condigno.»

     Llegamos a un extremo, donde alcanza
el arco con sus bordes a juntarse,
y es pilar de otro puente que se avanza;

     siento de allí una grita levantarse,
con bufidos de gente condenada,
y unos a otros coléricos golpearse.

     La pendiente está toda embadurnada
de sucio orín que la nariz ofende,
y que náuseas provoca a la mirada.

     En vano el ojo penetrar pretende
aquella hondura, sólo percibida
de la alta roca a cuyo pie desciende.

     Vimos allí una turba zabullida,
que chapoteaba en una cloaca inmunda,
a estercolar humano parecida;

     y en medio a la asquerosa baraúnda,
uno de ellos, que clérigo barrunto,
con excremento su cabeza inunda.

     «¿Por qué me miras», preguntó el del unto,
«y no a esos brutos?» Con el ojo fijo,
le respondí: «Porque eres un trasunto

     »de uno limpio de pelo, y bien colijo
eres Alessio Interminei, de Luca:
por eso en verte aquí me regocijo.»

     Y él, entonces, golpeándose la nuca,
dijo: «Aquí purgo la lisonja aviesa,
que con la lengua al prójimo embaüca.»

     «Ahora, adelanta un tanto la cabeza»,
dijo mi guía, «y mira hacia adelante,
para que tu ojo clave con fijeza

     »esa descabellada lujuriante
que se rasca con uñas de merdosa,
y se acuesta y levanta a cada instante

     »Esa es Thais, la puta licenciosa,
que al decir su cortejo: ¿Estoy en gracia?,
le contestó: ¡Y muy maravillosa!

     »¡Vamos, que tanta podredumbre sacia!»




CANTO XIX


[ Imprecación contra la simonía. Aro tercero del octavo círculo, donde son castigados los simoníacos. Prelados y pontífices enterrados en los antros ardientes, con excepción de los últimos, que tienen de fuera las piernas ardiendo. Suplicio del Papa Nicolás III, que espera para hundirse del todo la venida de Bonifacio VIII, y anuncio de la condenación de Clemente V. Discurso de Dante contra los simoníacos. Los dos poetas continúan su viaje infernal. ]


     ¡Oh Simón Mago, oh míseros secuaces,
que las gracias de Dios, dulces esposas,
dones de buenos, prostituís rapaces,

     por plata y oro, y sus sagradas cosas;
por vosotros, la trompa ahora retumba,
que estáis en la tercera de estas fosas!

     Ibamos ya por la siguiente tumba,
sobre el centro del puente, en cuya parte
el foso como a plomo se derrumba.

     ¡Oh gran sapiencia, que tu tino y arte
muestras en tierra y cielo, y el mal hondo,
y en cuanto justo tu virtud reparte!

     Yo vi, por los costados y en el fondo,
llena la piedra lívida de ahujeros
de igual tamaño, y cada cual redondo.

     Eran cual, más o menos, los fronteros
de mi bello San Juan, para bautismo
fuentes de bendición, y que ahogaderos

     de niños pueden ser, pues que yo mismo
uno rompí, porque uno en él se ahogaba;
y esto a todos de fe sirva asimismo.

     Fuera del borde, el pecador echaba
las piernas y los pies vueltos arriba,
y el resto bajo tierra se ocultaba:

     ambas plantas quemaba llama viva;
y así, con fuerza muscular vibrante,
trozar podría cuerda comprensiva.

     Tal como corre un fuego, que flamante
el aceite relame, tal corría,
desde el talón al calcañal, errante

     En uno, más rojiza llama ardía,
y pregunté: «¿Por qué más torturado,
en convulsiones con más rabia ansía?»

     «Si quieres que te cargue hasta su lado»,
dijo, «pues descender solo no puedes,
él te dirá su pena y su pecado.»

     Y yo a él: «Así cuan blando accedes
a mis deseos, sabes que no aparto
mi voluntad de lo que das o vedes.»

     Y luego entramos en el valle cuarto,
tornando hacia la izquierda, que acercaba
a estrecho abismo de forados harto.

     El maestro en sus hombros me llevaba,
y me depuso al borde de la fosa
de aquel que con las piernas se quejaba.

     «Seas quien fueres», dije, «alma llorosa,
que como leño estás medio enterrado;
habla si puedes, con tu voz quejosa.»

     Yo estaba como el fraile, que inclinado
confiesa en su hoyo al asesino reacio,
que quiere retardar su fin airado.

     Y él me gritó: «¿Llegaste, Bonifacio?
¿Ahí estás? Pues la cuenta me ha engañado;
pensaba que vinieras más despacio.

     »¿Tan pronto estás del oro ya saciado,
con dolo hurtado a la divina esposa,
que sin temor has tú vilipendiado?»

     Cual quien oye palabra dubitosa,
que a comprender no acierta,
así yo estaba, mudo, la faz bajada y ruborosa.

     Virgilio dijo entonces: «Pronto, acaba;
dile: no soy el que tu mente augura.»
Y respondí cual él me lo enseñaba.

     Ambos pies retorcióse en su tortura
el espíritu, y dijo en un sollozo:
«¿Qué me quieres?», con voces de amargura.

     «Si de saber quién soy estás deseoso,
y a saberlo a este sitio hayas venido,
sabe que el grande manto esplendoroso,

     »como hijo de la loba, he revestido.
Por colmar sus cachorros de riqueza,
y embolsar, en tal bolsa me han metido.

     »Otros están debajo mi cabeza,
simoníacos cual yo, que atarugados
han descendido por la grieta aviesa.

     »Allí iré con los otros sepultados,
cuando venga el que espero, que motiva
mis demandas y gritos irritados.

     »Tiempo ha que el pie me escuece llama viva,
con la cabeza abajo, penitente:
él tanto no estará piernas arriba.

     »Después vendrá, del lado del poniente,
pastor sin ley y de obras proditorias,
que tapará a los dos en la pendiente.

     »Nuevo Jasón, de que hablan las historias
del libro Macabeo, de la Francia
las voces le serán propiciatorias.»

     No sé si me faltó la tolerancia,
al pronunciar estas palabras graves:
«¿Me dirás qué tesoro o qué ganancia,

     »Nuestro Señor, al entregar sus llaves
dióle a San Pedro? Dijo solamente:
Sígueme, Pedro, como tú lo sabes.

     »Ni Pedro, ni los otros, torpemente,
de Matías dinero demandaron,
al nombrarlo en lugar del proditente.

     »Sufre, que con razón te castigaron,
y guarda la riqueza mal habida
que al denostar a Carlos te pagaron.

     »Si mi lengua no fuese contenida,
al recordar que las sagradas llaves
tuviste en otro tiempo, en leda vida,

     »mis palabras serían menos suaves,
por tu avaricia, que a la tierra atrista,
al malo leves, para el bueno graves.

     »De ti, Pastor, habló el Evangelista,
cuando habló de la impura que puteaba,
con reyes, en las aguas, a su vista;

     »la que diez cuernos por honor llevaba,
en sus siete cabezas, si el tesoro
de virtud al esposo le guardaba.

     »Habéis forjado un dios de plata y oro:
si uno tuvo la torpe idolatría,
vos cientos idolatráis, sin su decoro.

     »¡Ah, Constantino, cuánta apostasía
produjo, no tu conversión suprema,
sí tu riqueza, en el prelado, impía!»

     Y mientras yo cantaba sobre el tema,
él, por ira o conciencia remordido,
ambos pies agitó con furia extrema.

     Virgilio se mostraba complacido,
y, pienso, mis palabras atendía,
como verdad de un hombre convencido.

     Con ambos brazos me tomó mi guía,
y me estrechó sobre su blando seno
al remontar por la tortuosa vía.

     Sin fatigarse, de bondades lleno,
me condujo, solícito, hasta el puente
del quinto valle, con andar sereno.

     Su carga allí depuso suavemente,
en una roca yerma y escarpada,
que aun para cabras fuera muy pendiente,

     y otro valle descubre la mirada.




CANTO XX


[ Cuarto foso o valle del octavo círculo. Procesión silenciosa de los adivinos que caminan con las cabezas trastornadas hacia atrás. Virgilio hace relación a Dante de los más famosos impostores antiguos. La virgen Manto, fundadora de Mantua. Historia y descripción de Italia y de Mantua. Otros adivinos modernos. ]


     ¡Otros versos traerán nuevos dolores,
dando materia a este veinteno canto,
primero de enterrados pecadores!

     Dominaba el abismo del quebranto,
y vi su negro fondo al descubierto,
todo bañado en angustioso llanto.

     Y vide gentes por el valle abierto,
mudas llorando, como en letanía
la procesión se sigue de concierto.

     Como la vista hasta ellos descendía,
me parecieron todos invertidos,
desde el punto en que el cuello les nacía.

     Los rostros hacia atrás están torcidos;
van a tientas, marchando a reculones,
que de ver por delante están cohibidos.

     Parálisis quizás, o convulsiones,
de tal modo su cuerpo han trastornado.
No lo sé, y al dudar tengo razones.

     Si esta lección de Dios te ha aprovechado,
¡oh, lector, pensar puedes asimismo,
si pude yo también no haber llorado,

     al contemplar, en su fatal mutismo,
nuestro propio trasunto, que bañaba
con lágrimas las nalgas de sí mismo!

     ¡Ay!, en verdad, su vista me angustiaba,
y el guía a la conciencia dió su alerta,
preguntando si acaso dementaba.

     «Mora aquí la piedad que yace muerta.
¿Y quién es más culpable que el demente
que juzga a la justicia grande y cierta?

     »Alza la faz y mira al que, a la frente
de los tebanos, se tragó la tierra,
cuando todos gritaban: ¡Tente!, ¡tente!,

     »¿por qué desertas, Anfiarao, la guerra?
Y no paró hasta el valle, en que se hacina
la culpa, donde Minos nos aferra.

     »Pecho es su espalda en la dorsal espina,
porque quiso mirar muy adelante,
y por eso hacia atrás lento camina.

     »Mira a Tiresias, que trocó semblante
de macho en hembra, y en total mudanza
todos sus miembros abrazó el cambiante.

     »Para tornar a su viril pujanza,
las dos serpientes enroscó en su vara,
que le dieron su antigua semejanza.

     »Quien a su propio vientre tuerce cara.
Aronte fué, el de los lunios montes,
a cuyo pie se alberga el de Carrara:

     »de mármol, hizo gruta en los tramontes,
para mirar el mar, y los destellos
del cielo, en sus más vastos horizontes.

     »Y aquella a quien le bajan los cabellos
hasta los pechos, que a mirar no alcanzas,
la piel cubierta con espesos vellos,

     »Manto fué, que al través de sus andanzas,
pisó la tierra donde yo naciera.
-Ahora me place escuches enseñanzas-.

     »Cuando de Manto el padre pereciera,
y a la ciudad de Baco el hado aciago
esclavizó, del mundo fué viajera.

     »En lo alto de la Italia se halla un lago,
al pie del Alpe, que a Germania extraña
sobre el Tirol, con nombre de Benago.

     »Con fuente mil, y aun creo más, se baña,
en Camónica, valle de Apenino,
y de Garda se estanca en la campaña.

     »En su medio, el obispo tridentino
y el de Brescia y Verona, sin reclamo,
podrían bendecir este camino.

     »Peschiera se halla en el más bajo tramo,
bello y sólido arnés, que cubre el frente
de la tierra de Brescia y de Bergamo.

     »Como en torno, la costa va en pendiente,
se desborda en Benago, y se esparrama,
y en verdes prados sigue su corriente.

     »Desde allí, río Mincio se le llama,
no ya Benago, y hacia el Po desciende,
y en Governolo su caudal derrama.

     »Luego en lama palúdica se extiende,
y a la vez que su nombre se demuda,
en estío la peste allí trasciende.

     »Al cruzar por allí la virgen cruda,
halló una tierra en medio del pantano,
sin habitantes, de labor desnuda.

     »Y por huir todo consorcio humano,
para ensayar entre sus siervos su arte,
allí vivió, y dióle el cuerpo vano.

     »Extendidos los hombres a esa parte
reuniéronse en contorno, defendidos
por el lago, que sirve de baluarte.

     »Sobre sus viejos huesos carcomidos
una ciudad se alzó, Mantua llamada,
sin dar al nombre augurios consabidos.

     »Por numerosa gente fue habitada;
luego, por Casalodi en su locura,
por dolo a Pinamonte fué entregada.

     »Tal fué el origen de mi patria, y cura
que, si algún otro lo contrario enseña,
contra verdad no puede la impostura.»

     Y yo: «Maestro, tu palabra es dueña
de mi conciencia y toda la ilumina:
toda otra voz es apagada leña.

     »Mas di si entre esa gente que camina,
digno de ser notado, alguien figura,
pues sólo a ella mi intención se inclina."»

     Y él: «Quien a espaldas lleva barba oscura
fué augur de Grecia en su tremenda guerra,
cuando de varonil progenitura

     »sólo el niño en la cuna, quedó en tierra;
y en Aulida, con Calcas, mandó osado,
cortar el primer cable a la desferra.

     »Eurípile llamóse, y lo he cantado
en mi noble tragedia, en algún canto,
que tú sabes y el mundo no ha olvidado.

     »Y ese que sigue, desmedrado un tanto,
Miguel Escoto fué, que, ciertamente,
de magia artera poseyó el encanto.

     »Este es Guido Bonati; aquél, Asdente,
que a su cuero atenerse bien quisiera,
y a su alesna; mas ¡tarde se arrepiente!

     »Esas tristes, la aguja y lanzadera
y huso dieron, por vara de adivina,
con malas hierbas y artes de hechicera.

     »Ven: ya Caín el haz de espino inclina,
tras de Sevilla, y de la mar en la onda
uno y otro hemisferio determina;

     »la luna estaba anoche ya redonda:
Recuerda que benigna te ha alumbrado
más de una vez, en selva oscura y honda!»

     Así me habló, siguiendo lado a lado.




CANTO XXI


[ Quinto valle o fosa del octavo círculo. El lago de pez bullente. Un diablo negro. Los demonios y los barateros. E1 suplicio de los barateros. Los demonios se oponen al paso de los poetas. Virgilio parlamenta con ellos y le indican un nuevo camino. Los dos poetas siguen su marcha escoltados por demonios. La trompeta de los demonios. ]


     Así de puente en puente, platicando
de lo que mi comedia no se cura,
ambos llegamos a la cima, cuando

     nos detuvimos, a mirar la hondura
de Malebolge, entre quejidos vanos,
y asombrado quedé cuanto era oscura.

     Tal como en su arsenal los venecianos
hacen hervir la brea en el invierno,
al carenar sus buques no bien sanos,

     que no navegan, y en trabajo alterno
nuevos fabrican; sientan bien la estopa
al que hizo largos viajes con gobierno,

     golpeando ya de proa, ya de popa,
mientras que tuercen cables, labran remos,
con la mesana y artimón en topa,

     tal, sin fuego, por arte y fin supremos,
un espeso betún abajo hervía,
que llenaba el abismo en sus extremos.

     No veía su fondo, mas veía
el borbollón que en el hervor se alzaba,
se hinchaba y comprimido descendía.

     En tanto que hacia abajo ya miraba,
mi guía me previno: «¡Guarda! ¡guarda!»
Y del borde sombrío me apartaba.

     Volvíme entonces, como aquel que tarda
en ver el riesgo, que evitar debiera,
a quien pavura súbita acobarda,

     y aun viéndolo trepida y aun espera.
A un diablo negro vi, que descendía,
cruzando por las rocas de carrera.

     ¡Oh!, ¡cuán fiero su aspecto parecía!
¡Cuánta maldad en su ademán acerbo,
en su ágil paso, y ala que tendía!

     Sobre su agudo lomo, alto y superbo,
de ambas piernas cargado, conducía,
asiendo los jarretes, a un protervo.

     Desde el puente a los diablos les decía:
«De Santa Zita traigo aquí un anciano:
échalo abajo, más hay todavía:

     »tiene muchos la tierra del Lucano;
que barateros son, menos Bontura,
que cambió el no por sí con oro en mano.

     Lo echó al abismo; el escollo duro
volvió a subir, como mastín soltado
tras el ladrón, que corre con apuro.

     Zabulló, resurgiendo, el anegado,
y gritaba la turba endemoniada:
«Aquí la imagen santa no ha colado:

     »no como en Serchio por aquí se nada:
si no quieres probar nuestros rejones,
guarda de repetir otra empinada.»

     Y al pincharle con más de cien arpones,
gritaban: «Baila, y roba bien tapado,
si aun lo puedes hacer entre ladrones.»

     »No de otro modo, pinche aleccionado
hunde con tenedor, en el caldero,
carne que sobre el caldo se ha asomado.

     «Que no te vean, bueno considero»,
dijo el maestro, «y tras de alguna roca
debes buscar algún abrigadero.

     »No temo ofensa en lo que a mí se toca;
ya otra vez que bajara a esta morada,
halléme en semejante zafacoca.»

     El puente atravesó con planta osada,
y al borde negro de la sexta fosa,
mostró a todos su frente asegurada.

     Con el furor y la rabia tempestuosa
que entre los perros un mendigo mueve,
si pide caridad con voz quejosa,

     tal la infernal mesnada se remueve,
y endereza con furia sus rejones;
mas él grita: «Qué nadie sea aleve;

     »antes que me toquéis con los arpones,
que alguno se adelante; ya veremos
si se atreven después de mis razones.»

     «¡Que vaya Malacoda!», los blasfemos
gritan todos. Sólo uno se adelanta;
y el maestro pregunta: «¿Qué tenemos?

     »¿Piensas tú, Malacoda, que me espanta
llegar inerme a este lugar dañino?
¿Piensas que pueda aquí fijar la planta

     »sin el auxilio del favor divino?
Déjame continuar, que quiere el cielo
que a otro guíe en el áspero camino.»

     Dijo el maestro; y el demonio al suelo
dejó el arpón caer, amedrentado:
«¡No lo hieran!», gritando con recelo.

     Y el maestro siguió: «Tú que abrigado
te hallas bajo del arco de este puente,
ven, nada temas, todo está salvado.»

     Corrí a él con paso diligente,
y pensé fuese el pacto fementido,
al ver los diablos avanzar de frente.

     Así vide un ejército, rendido,
de Caprona salir, lleno de susto,
ante el contrario fuerte y prevenido.

     De mi maestro a la actitud me ajusto,
sin de su vista separar la mía,
ni de los diablos de semblante adusto.

     Unos gritan: «¿Acaso convendría
que probara el arpón?» Y en eco fiero
responden otros: «¡Bien, bueno sería!»

     Pero el demonio, aquel que habló primero
con mi guía, volvióse presuroso
y dijo: «¡Quieto, quieto, Escarmenero!»,

     y nos habló tranquilo y amistoso:
«Es necesario hacer una parada,
pues roto el puente está del sexto foso.

     »Mas si queréis seguir vuestra jornada,
montad de esa caverna los peldaños
junto a la roca donde está su entrada.

     »Mil doscientos sesenta con seis años,
desde ayer, con cinco horas del presente,
cuentan esos caminos soterraños.

     »Podéis subir por su áspera pendiente:
mando a los míos aclarar la vía,
mientras vigilo esta maldita gente.»

     Y a la vez a los suyos les decía:
«Alquino, Calcabrino, y tú, Cañazo,
y Barbarrecia que a vosotros guía,

     »tú también, Libicoco, y Dragonazo;
tú, Ciriato el dentudo, y Rubicente,
con Graficán y Farfarel, al paso

     »id en contorno de la pez hirviente,
y haced pasar a salvo, al otro lado,
a estos dos, del abismo por el puente.»

     «¡Ay, maestro!», exclamé desconsolado,
«¡prescindir de la escolta mejor fuera,
si sabes el camino antes andado!

     »Si es siempre tu prudencia tan certera,
¿no escuchas los chirridos que mascujan?
¿No ves su ceja que amenaza fiera?»

     Y él: «Nada temas; déjalos que rujan,
que se dirige el rechinar de dientes
contra las almas que en la pez estrujan.»

     A la izquierda tornaron diligentes,
haciendo al jefe, cual señal secreta,
un apretón de lengua con los dientes,

     y el jefe de su culo hizo trompeta.




CANTO XXII


[ Continuación del canto anterior. Siguen los poetas orillando el sexto círculo. Tormentos de los barateros y de los que bajo el favor de los príncipes trafican con la justicia. El baratero Ciampolo de Navarra. Reseña de los barateros que yacen sumidos en el lago de pez hirviente. Escenas grotescas entre diablos y barateros. Los poetas se alejan del lago hirviente. ]


     Ejércitos he visto alzar su campo,
y desfilar y combatir pujantes,
y algunas veces retirarse a escampo.

     He visto corredores merodeantes,
¡oh, Aretinos!, cruzando vuestra sierra,
y justas en torneos muy brillantes,

     con campanas o trompas de la guerra,
y tambores o señas de torreones,
con cosas nuestras o de ajena tierra;

     mas nunca vi jinetes ni peatones
(ni navío que guíe estrella o faro),
marchar con tal trompeta en procesiones.

     Los diez demonios eran nuestro amparo,
que, si se anda con santos en el templo,
ir con canalla en el figón no es raro.

     Y meditando en tan extraño ejemplo,
la gente que anda entre la pez montante,
desde la orilla atónito contemplo.

     Como el delfín que en arco va nadante,
indica tempestad en mar serena,
y pone precavido al navegante,

     así también, para aliviar su pena,
asoma el lomo el pecador ansioso,
y veloz, cual relámpago, se ensena.

     Y como al borde de inundado foso
sacan las ranas el hocico afuera,
celando el grueso bulto temeroso,

     la gente pecadora allí se viera;
mas cuando Barbarrecia aparecía,
se escondía en la pez a la ligera.

     El corazón con fuerza me latía
al ver al pecador que se atrasaba,
como suele la rana más tardía.

     Graficán, que de cerca lo acechaba,
lo cazó por el pelo embadurnado,
y una nutria en su garra asemejaba.

     Conocía a los diablos que he nombrado,
porque los observé muy fijamente,
cuando el jefe los hubo reseñado.

     «¡Rubiceno, desuella prontamente
con tus uñas el lomo del maldito!»,
gritaba aquella turba maldiciente.

     Y yo: «¿Quién sea el pecador aflicto,
puedes saber, que se halla condenado
a estar con sus verdugos en conflicto?»

     El buen maestro se acercó a su lado,
y al demandar su nombre, dijo acerbo:
«Fuí en el reino de Navarra criado.

     »A un señor entregóme como siervo
mi propia madre, y el engendro he sido
de un desalmado perillán protervo.

     »Del rey Tebaldo familiar valido,
me asocié con la gente baratera,
que a este bullente lago me ha traído.»

     Ciriato, cuya boca carnicera
muestra del jabalí el cruel colmillo,
le hizo sentir su mordedura fiera.

     Como suele caer un ratoncillo,
en las uñas de un gato, aprisionado,
Barbarrecia en sus brazos lo hizo ovillo.

     Volvió su rostro del maestro al lado,
diciéndole: «Pregunta lo que quieras,
antes que el otro lo haya destrozado.»

     Y el guía: «Entre esas almas lastimeras,
¿se halla bajo la pez algún latino?»
Y aquél dijo: «Poco antes que vinieras,

     »he tenido uno de ellos por vecino:
¡Ojalá, sin temor de arpón o garra,
aun nos cubriera el negro remolino!»

     Y Libicoco, con su arpón lo agarra,
bramando: «¡Por demás hemos tardado!»
Y con su garfio el brazo le desgarra.

     Dragonazo las piernas le ha tomado;
pero su decurión feroz mirada
pasea en torno en ademán airado.

     Cuando la turba estuvo apaciguada,
al que miraba su sangrienta herida
le interrogué con voz apresurada.

     «¿Quién era el que dejaste a la partida,
cuando pisaste el borde malhadado?»
Y dijo: «Fray Gomita se apellida.

     »Fué de Gallura; vaso desbordado
de todo fraude, que faltó a su dueño,
habiendo a sus contrarios contentado,

     »que presos tuvo, y que, por torpe empeño,
suelta les dio de llano, por el oro,
y fué de barateros gran diseño.

     »Miguel Zanche también, de Logodoro,
está con él, y hablando de Cerdeña,
las dos lenguas no cesan de hacer coro.

     »Más os diría, pero ved que enseña
ese diablo los dientes, y me temo
que otra vez quiera escarmenar mi greña.»

     El demonio de mando allí supremo,
a Farfarel que el ojo revolvía,
gritó: «Vete, alimaña, al otro extremo.»

     «Si gentes de Toscana y Lombardía
ver queréis», díjonos el condenado,
« ellas vendrán a haceros compañía.

     »Mas los demonios, que se estén a un lado,
a fin de que no teman arriesgarse;
y en tanto, aquí yo quedaré sentado.

     »Por uno que yo soy, siete juntarse
veréis al punto, cuando dé un silbido,
toda vez que llegaren a asomarse.»

     Cañazo, con hocico contraído,
movió la testa y dijo: «¡Qué malicia,
la que para escaparse ha discurrido!»

     El otro, que ocultaba su pericia,
repuso: «Debo ser muy malicioso,
cuando a otros llamo a soportar sevicia.»

     Alquino prorrumpió, muy impetuoso:
«Si piensas escapar y te resbalas,
no sólo a pie te seguiré afanoso:

     »hasta la pez extenderé las alas.
Quédate aquí: bajemos a la cuesta.
Veremos si a carreras nos igualas.»

     ¡Oh, tú que lees, verás qué buena apuesta!
Vuelven todos sus ojos a los lados,
y el más cruel a más crueldad se apresta.

     El navarro, con pasos bien contados,
fijó en tierra la planta, y con desgarro
saltó ligero, y los dejó burlados.

     Se alborota de diablos el cotarro,
echándose la culpa; y tras él vuela
Alquino, que le grita: « ¡Ya te agarro!»

     Más que las alas pudo la cautela:
mientras el pecho de uno el aire hiende,
el otro entre la pez presto se cuela.

     Así el pato en el agua se defiende,
a vista del halcón, y el ave fiera,
avergonzada, nuevo vuelo emprende.

     Calcabrino, a quien mucho le escociera
la burla, aunque del lance complacido,
con Alquino renueva la quimera.

     Cuando en la fosa al pecador ve hundido,
echa la zarpa al propio compañero,
y luchan sobre el lago derretido.

     Alquino entonces, cual milano fiero,
le hunde las uñas, y los dos, por junto,
descienden de la pez al hervidero.

     El gran calor los apacigua al punto;
mas no pueden volar alicaídos:
presas están sus alas en el unto.

     Barbarrecia, a los suyos condolidos,
manda que cuatro diablos, con arpones,
socorran a los diablos afligidos.

     Los demonios, en grandes confusiones,
tienden sus garfios a los dos cocidos
entre la pez, que hervía a borbollones;

     y en la pez los dejamos sumergidos.




CANTO XXIII


[ Los dos poetas continúan solitarios su marcha. Dante y Virgilio discurren sobre las consecuencias de la gresca entre los diablos y el baratero. Los demonios furiosos persiguen vanamente a los dos poetas, por estarles vedado salir de su cerco infernal. Bajada a la sexta fosa o valle. Castigo de los hipócritas, que van cubiertos con pesados mantos de plomo, dorados al exterior. Coloquio con dos boloñeses de la orden de los gaudentes. Los fariseos, perseguidores de Cristo, yacen sobre el camino extendido en cruz, hollados por los otros condenados de este valle en su lenta y continua marcha. Uno de los condenados les indica el modo de salir de la fosa, diciéndoles que han ido engañados por los demonios en el camino que llevan. ]


     Solos, callados, sin compañía fiera,
vamos uno tras otro, lentamente,
como frailes menores en hilera.

     La fábula de Esopo vi presente,
que la gresca me trajo a recordanza,
en que al topo y la rana pone enfrente.

     Un caso y otro tienen semejanza,
como el hora y ahora, si se atiende
al principio y al fin que bien se alcanza.

     Y como en sucesión surge y trasciende
una idea que es hija de otra idea,
doble temor el corazón me prende.

     Pensaba así: Esta infernal ralea
debe estar con nosotros irritada,
pues dimos ocasión a la pelea.

     Por su maldad, tal vez aconsejada,
vendrá tras de nosotros con anhelo,
como perros tras liebre fatigada.

     Sentí erizarse de pavor el pelo,
y, mirando hacia atrás muy receloso,
dije al maestro: «¡Por el santo cielo!

     »Si no andamos con paso presuroso,
pienso ser por los diablos alcanzado...
ya los veo llegar, y estoy medroso.»

     Y él a mí: « Si cristal fuese emplomado,
no sería la idea que te asalta,
de lo que pienso más cabal traslado.

     »Ese mismo temor me sobresalta,
y pues los dos pensamos igualmente,
igual consejo del pensar resalta.

     »Bajando por la diestra esta pendiente,
hasta llegar a la cercana fosa,
nos salvaremos de su fiero diente.»

     A esta sazón, vimos llegar furiosa
la cuadrilla de diablos, que, volando,
de echarnos garra se mostraba ansiosa.

     Mi guía me apretó en su seno blando,
como madre amorosa que despierta
en medio de un incendio, y que, cargando

     al hijo, huye con él, y sólo acierta
a salvarlo, abnegada, y ni se cura
si de leve camisa va cubierta.

     Se deslizó de la escarpada altura,
hasta tocar el pie de la pendiente,
que cierra de aquel valle la cintura.

     No baja por canal más raudamente
agua que mueve rueda de molino,
cuando hiere sus palas la corriente.

     Me llevaba estrechado en el camino,
como a un hijo más bien que a compañero,
a quien confiara el cielo su destino.

     Ya en el fondo de aquel despeñadero,
los demonios ocupan la eminencia;
mas no tememos ya su avance fiero.

     Por voluntad del alta providencia,
del cerco quinto, guardas enclavados,
los encierra fatal circunferencia.

     Aquí encontramos seres muy pintados,
que giraban muy lenta, lentamente,
llorando, y por la pena marchitados.

     Capa con capuchón lleva esta gente,
cual por los monjes de Colonia usada,
y les cubre los cuerpos y la frente.

     Por fuera, resplandece muy dorada,
pero es toda de plomo, y pesa tanto,
que la de Federico era aliviada.

     ¡Oh, cuán eterno y fatigoso manto!
Nos dirigimos por la izquierda nuestra,
de ellos al son y de su triste llanto.

     Bajo el peso de capa tan siniestra,
y con su andar tan lento, en su mesura,
cada paso otra sombra al lado muestra.

     Yo dije a mi maestro: «Ver procura
si hay alguno de nombre conocido,
y caminando mira a la ventura.»

     Uno, que habla toscana hubo entendido,
al punto nos gritó: «Tened el paso,
los que vais por el aire ennegrecido:

     »puedo llenar vuestro deseo acaso»
Mi guía me miró y me dijo: «Espera:
sigue a compás de su marchar escaso.»

     Me aparejé con dos, en que advirtiera
ansia grande estar junto conmigo,
aunque el peso y la senda lo impidiera.

     De cerca, míranme como enemigo,
sin pronunciar una palabra sola;
y ambos parecen consultar consigo.

     «Este», dicen, «respira por la gola.
¿Si son muertos, cuál es el privilegio
que no los cubre con la grave estola?»

     Y a mí: «Dinos, toscano, hasta el colegio
de los tristes hipócritas venido,
¿quién eres?, sin desdén ni sortilegio.»

     y yo: «Nací en Florencia y he crecido
del Arno en la ribera deliciosa,
y tengo el mismo cuerpo que he tenido.

     »¿Vosotros, quiénes sois de faz llorosa,
que lleva el sello del dolor impreso,
y qué pena os irrita y os acosa?»

     Y uno de ellos responde: «Es tan espeso
este manto de plomo reluciente,
que el cuerpo oscila, cual balanza al peso.

     »Boloñeses, de la orden del Gaudente,
somos, yo Catalano, él Loderingo:
ambos, en vuestra patria, juntamente

     »jueces fuimos, y el caso bien distingo:
fué para hacer la paz, y las señales
de nuestra paz se ven junto a Gardingo.»

     Yo comencé: «Hermanos, vuestros males...»,
mas no pude acabar, que vi en el suelo
uno crucificado en tres puntales.

     Al verme, retorcióse con anhelo,
y resoplando, con furor suspira.
Catalano me dijo: «Sin consuelo,

     »ése, que ahí en aflicción se mira,
al fariseo aconsejó, dañino,
votar a un hombre de la plebe a la ira.

     »Desnudo, atravesado en el camino,
como lo ves, el duro paso siente,
y el peso de los que andan de contino.

     »Como él, su suegro yace penitente
en esta fosa, y todo aquel concilio,
que de Judea fue fatal simiente.»

     Muy sorprendido se quedó Virgilio,
ante aquel pecador, crucificado
tan duramente, en el eterno exilio;

     y dijo al fraile que tenía al lado:
«Decidnos, por favor, en esta cuita:
¿Hacia mano derecha existe un vado

     »que salir de este foso nos permita,
sin que guíe la marcha que emprendemos
de ángeles negros la legión maldita?»

     Al punto respondió: «Sí, conocemos
una roca que cerca se desprende,
y los valles abarca en sus extremos;

     »pero está rota aquí, y no comprende
todo este valle; mas de ruina en ruina,
hasta el valle cercano va y asciende.»

     Mi guía un tanto la cabeza inclina,
y prorrumpe: «¡Qué mal me ha enderezado
el que allá abajo al pecador domina!»

     Y el fraile: «Allá en Bolonia me han hablado
de los vicios del diablo, y que es doloso,
y padre de mentiras, me han contado.»

     Movió mi guía el paso presuroso,
su faz un tanto de ira demudada,
y al dejar aquel grupo pesaroso,

     sigo la huella de su planta amada.




CANTO XXIV


[ El año nuevo, el fin del invierno, la primavera y la turbación de Virgilio. Los dos poetas, después de salir del sexto círculo, ascienden penosamente por las ruinas de un puente roto hasta dominar el valle del cerco séptimo. Desaliento de Dante y animosas palabras de Virgilio. Los poetas descienden el séptimo cerco y encuentran las sombras de los ladrones atormentados por serpientes. Vanni Fucci, ladrón sacrílego, picado por una víbora, es reducido a cenizas y vuelve a asumir su anterior forma. Confesión y predicciones de Vanni Fucci. ]


     Cuando en el joven año se atempera
del sol la cabellera, bajo Acuario,
y día y noche mide igual carrera;

     reviste a imagen de su blanca hermana,
cuando la helada, manto cinerario,
de que es trasunto débil y precario;

     el pastor, sin forraje, en la mañana,
se levanta y contempla la llanura
blanquear toda en contorno, y más se afana:

     vuelve a su choza lleno de amargura,
sin atinar qué hacer, desatentado;
mas luego ríe, y esperanza augura,

     al ver al mundo en horas transformado;
y abre el redil, y suelta su manada,
que hace pacer, y empuña su cayado.

     Así encontróse mi alma conturbada,
al ver del guía la nublada frente;
mas luego por el mismo fue aquietada.

     Cuando alcanzamos el ruinoso puente,
volvióse a mí, con el semblante amigo
que al pie del monte vi tan dulcemente.

     Abrió sus brazos, me brindó el abrigo;
miró en contorno, examinó la ruina;
y, ya resuelto, me llevó consigo.

     Como el que cauto en su trabajo atina,
y de todo peligro se previene,
así me hizo trepar a la colina.

     Sobre movibles rocas bien se tiene
y al asentar el pie me prevenía:
«Tienta bien, por si acaso se mantiene.»

     Para los emplomados no era vía,
pues nosotros, con peso más ligero,
apenas si la planta se movía.

     De haber sido más largo el derrotero,
como lo fuera el recorrido, pienso
que, al menos yo, quedara en el sendero.

     Mas como Malebolge va en descenso,
hacia el pozo del centro, la avenida
de un valle al otro, de aquel cerco inmenso,

     alterna en la bajada y la subida;
y al fin tocó la cima nuestra planta
en la postrera piedra suspendida.

     Oprimida sentía mi garganta,
y faltándome el aire en los pulmones,
sentéme a descansar de pena tanta.

     «No es bueno de este modo te apoltrones»,
dijo el maestro, «que entre seda y pluma
no se va de la fama a las regiones.

     »Quien en el ocio su existir consuma,
no dejará más rastros en la tierra
que humo en el aire y en el agua espuma.

     »¡Arriba, sin cansancio, como en guerra
triunfa el alma luchando por la vida,
si vence al flaco cuerpo que la encierra!

     »Mas larga es de la escala la subida;
no es lo bastante haber aquí llegado,
para que mi lección sea entendida.»

     A estas palabras me sentí animado,
y alzándome, aunque sin mucho brío,
dije: «¡Vamos!, que soy fuerte y osado.»

     Y continuamos por aquel desvío,
que era estrecho, difícil, peligroso,
más escarpado aún que en el bajío.

     Para aquietar al corazón medroso,
hablaba sin cesar, cuando un acento
percibí que se alzaba desde el foso.

     No distinguí el sentido, en el momento
de alcanzar hasta el arco que se encumbra,
mas tenía de cólera el aliento.

     Miro hacia abajo; el ojo no vislumbra
con mirada de carne el fondo oscuro,
y así dije: «Maestro, a la penumbra

     »llegar deseara, hasta bajar el muro
del otro cerco, pues aquí no entiendo
lo que en la vana mente me figuro.»

     «A tus deseos en silencio atiendo»,
me respondió, «pues a demanda honesta
se contesta callando y defiriendo.»

     Estábamos del puente en la otra cresta,
y descendimos al septeno foso,
en que su hondura queda manifiesta.

     Un enjambre allí vimos, espantoso,
de fieras sierpes de diversas menas,
que aun me hiela la sangre temeroso.

     No se jacte la Libia en sus arenas,
tener quelidrios, fáneas y lagartos,
y cancros y culebras anfribenas.

     ¡No tanta pestilencia, ni tan hartos,
los bordes del mar Rojo con la Etiopia,
vieron jamás tantos monstruosos partos!

     Entre esta cruda y venenosa copia
corren seres desnudos y espantados,
sin esperar alivio ni heliotropia.

     Por detrás van con sierpes maniatados,
que en su riñón hunden cabeza y cola,
y por delante, en nudos enroscados.

     Vemos venir errante un alma sola:
una serpiente brava o atraviesa,
donde la espalda se une con la gola.

     Dos letras no se escriben más apriesa,
cual tardara en arder el condenado
y quedar reducido a una pavesa.

     Su ceniza en el suelo se ha juntado,
y por sí mismo, el mísero deshecho,
la primitiva forma ha recobrado.

     Los sabios aseguran que es un hecho
que así perece el Fénix y renace
de cinco siglos en prefijo trecho:

     no come grano ni en la hierba pace,
vive de incienso, lágrimas y amomo,
y en mirra y nardo al espirar se place.

     Como el que cae y que no sabe cómo,
por obra del demonio que lo estira,
o por otras dolencias al abromo,

     y al levantarse en su contorno mira,
por la pasada angustia desmarrido,
y quebrantado con dolor suspira,

     tal se mostraba el pecador erguido.
¡Oh, potencia de Dios, y cuán severa
contra la culpa tu venganza ha sido!

     El buen maestro demandó quién era,
y él respondió: «Llovido de Toscana,
caí no ha mucho en esta gola fiera.

     «Mi vida fué bestial, no vida humana:
Vanni Fucci llamáronme, la Bestia,
y en Pistoya habité cueva malsana.»

     Dije al maestro: «Impónle la molestia
de estar quedo, que bien lo he conocido:
fué sanguinario y torpe en su inmodestia.»

     El pecador, no obstante haberme oído,
volvió hacia mí con su alma, su semblante,
por la triste vergüenza compungido.

     «Me duele más estar de ti delante
que mi miseria», dijo, «y que la muerte
que me arrancó del mundo bienandante.

     »Mas fuerza es confesar, al responderte,
que por robar los vasos consagrados
en el infierno me hallo de esta suerte;

     »que a otros fueron mis robos imputados;
pero que no te huelgue mi tormento
si sales de estos sitios condenados.

     »Escucha mis pronósticos atento:
ya Pistoya de Negros se empobrece;
Florencia cambia modo y regimiento.

     »Vapor de Marte en Val-de-Magra crece,
en nube que el turbión lleva en su seno;
con tormenta impetuosa que aparece

     »se peleará en el campo de Piceno,
y de repente, allí, la niebla espesa
todos los Blancos herirá de lleno.

     »Te lo digo por darte gran tristeza.»




CANTO XXV


[ Continuación de la séptima sima de los ladrones. Blasfemia y castigo de Vanni Fucci. Aparición de Caco. Otros condenados. Metamorfosis de hombres y serpientes. Cianfa, Añelo, Brunelleschi y Puccio Squianto. ]


     Dejó de hablar aquel ladrón nefando,
ambas manos alzó, hizo dos higas,
miró al cielo, y gritó: «¡Eso te mando!»

     Cual diciendo: ¡No quiero que más digas!,
una sierpe se enrosca a su pescuezo.
Son de entonces las sierpes mis amigas.

     Otra sus brazos ciñe y queda opreso:
lo envuelve por detrás y por delante,
y como bulto inmóvil queda tieso.

     ¡Ah, Pistoya, Pistoya, por qué humeante
no eres cenizas, si tu fuego impuro
fomenta tu semilla malignante!

     En los circuitos del infierno oscuro
no vi ante Dios un ente más superbo,
ni el que cayó bajo el tebano muro.

     Huyó después sin pronunciar un verbo,
y un centauro rabioso, en su procura,
llegó gritando: «¿Dónde está el acerbo?»

     No creo yo que la Marisma impura
contenga más serpientes enroscadas,
como él, del anca a la humanal figura.

     Tras de su nuca, de alas estiradas
iba un dragón, que todo arder hacía,
vomitando en su encuentro llamaradas.

     «Este es Caco», me dijo mi buen guía,
«que las rocas al pie del Aventino
en un lago sangriento convertía.

     »No sigue de los suyos el camino,
porque robó con fraude el gran rebaño
que tenía a la mano de vecino.

     »Puso fin a sus hurtos y a su engaño
Alcides con cien golpes de su clava,
de que diez no sintió, maguer su amaño.»

     Mientras tanto, la sombra se alejaba
y tres nuevos espíritus llegaron,
de que la mente muy distante estaba,

     hasta que muy de cerca nos gritaron:
«¿Quiénes sois?» Y cesó la conferencia,
que ellos tan sólo la atención llamaron.

     Si no los conocí, por inferencia,
al continuar hablando, y por acaso,
tuve del nombre de uno la evidencia.

     El uno dijo: «Cianfa está en atraso.»
Y yo, para advertir a mi buen guía,
puse el dedo en el labio y en el naso.

     Si eres, lector, de creencia algo tardía,
por lo que diga, no es extraña cosa,
pues mi vista lo vió, y aun desconfía.

     Espiando, con mirada cuidadosa,
serpiente con seis pies, veo que avanza,
y a uno de ellos se enrosca presurosa.

     Hunde las patas medias en la panza,
con las de arriba ciñe brazo y brazo,
y con las uñas hasta el rostro alcanza;

     las patas bajas, con cerrado lazo,
toman los muslos, y la cola erguida
entre ambos mete, y roza el espinazo.

     Jamás la hiedra a un árbol adherida
se asió a su tronco y gajos, cual la fiera
con los miembros del hombre confundida,

     pues derretidos, cual caliente cera,
uno y ninguno en forma y colorido,
era uno otro de lo que antes fuera;

     así el papiro en brasas encendido
se retuerce, tomando tinta oscura,
que no es negra ni blanca como ha sido.

     Los otros dos miraban con pavura,
y, «¡Cuál cambias, Añel!», ambos gritaban,
«¡Dos no son, ni uno solo, en su figura!»

     Una sola cabeza ambos formaban,
en un solo semblante se fundían,
bien que rasgos perdidos aun mostraban.

     De cuatro brazos, dos aparecían:
pecho, piernas y vientre, al deformarse,
a miembros nunca vistos parecían.

     El primitivo aspecto al transformarse,
de ninguno y los dos, bulto malvado,
a lento paso comenzó a arrastrarse.

     Cual lagarto, en verano, apresurado
cruza el camino de otra mata en busca,
que parece relámpago animado,

     así, cual grano de pimienta fusca,
lívida sierpecilla que ira enciende,
la panza de los otros dos rebusca.

     A uno su dardo viperino hiende
por do se toma la primer comida;
salta ligera y a sus pies se extiende.

     La sombra, con la vista amortecida,
de pie la mira, y sin cesar bosteza,
como de fiebre o sueño poseída.

     Sierpe y sombra se miran con crudeza;
una por boca y otra por la llaga
humo despiden, como nube espesa.

     Calle Lucano, que al cantar propaga
los cambios de Sabelio y de Nasidio,
que otro cambio los suyos deja en zaga.

     No hable de Cadmo y Aretusa 0vidio,
que si al uno en serpiente y otra en fuente
su musa convirtió, no se lo envidio;

     pues jamás dos naturas, frente a frente
trasmutaron su esencia con su forma,
ni en materia, de modo tan repente.

     Hombre y bestia se arreglan a otra norma:
se bifurca en la cola la serpiente,
y el cuerpo del herido se deforma.

     Ambas piernas se adhieren fuertemente
y cierran de tal modo la juntura,
que ni señales de la unión presente.

     La bifurcada cola, la figura
toma del pie, con su pellejo flaco,
y la una piel se ablanda y la otra endura.

     Vi los brazos hundirse en el sobaco,
y a la vez de la sierpe vi extenderse
de uno y otro costado el pie retaco:

     sus pies traseros como cuerda tuerce,
y en el hombre, aquel miembro que se cela,
en dos patas rampantes le destruerce.

     Mientras el humo al uno y otro vela,
al hombre la serpiente da su escama,
y se cubre del pelo que repela.

     El uno sobre el otro se encarama;
y con mirada en que la llama ardía,
cada cual un hocico se amalgama.

     El erguido hacia abajo contraía
las sienes, y la carne rebosante
en orejas y cara convertía.

     Con la materia posterior sobrante
una nariz sobre la faz se planta,
y los labios engruesan lo restante.

     Su hocico el abatido solevanta,
y las orejas salen de su testa
como sus cuernos caracol levanta.

     La lengua, que antes era unida y presta,
se parte en dos, y la otra dividida,
se reúne, y el humo contrarresta.

     El alma, así en culebra convertida,
se escapa por el valle, y va silbando;
el de pie le despide su escupida;

     le da la espalda, y dice al otro hablando.
«Quiero que corra, que se arrastre Boso,
cual yo fuí por los suelos arrastrando.»

     Vi de esta suerte, en el septeno foso,
de otras almas la forma trasmutada;
y que lo nuevo excuse lo enojoso.

     Si tenía la vista algo ofuscada,
y el alma absorta, empero no fué tanto,
de las sombras no ver la desbandada,

     y pude conocer a Puccio Squianto,
el solo que de forma no cambiara.
¡El otro era una sombra que de llanto,

     desdichada Gaville, te inundara!




CANTO XXVI


[ Octavo foso del círculo infernal. Los dos poetas, desde la altura de un puente de rocas, dominan el cerco octavo. Suplicio de los consejeros del fraude. Las llamas animadas que giran en torno del valle o foso, encerrando cada una de ellas uno o más pecadores. La llama que encierra a Ulises y Diomedes, formando en su cresta dos lenguas de fuego que hablan, es interrogada por los poetas. Ulises narra su viaje más afuera de las columnas de Hércules, hasta descubrir una nueva tierra, y su naufragio. ]


     Goza Florencia de tu fama grande,
que en mar y tierra con sus alas vuela,
y que tu nombre en el infierno expande.

     Entre ladrones de la grande escuela
cinco hijos tuyos vi, yo avergonzado,
que por cierto no abonan tu clientela.

     Mas si en el alba es cierto lo soñado,
pronto verás el odio que te aguarda,
como en el Prato, de uno y otro lado.

     Y si viniese con la marcha tarda,
como que ha de venir, toda mi vida
me ha de pesar, en cuanto más se atarda.

     Remontamos la rápida subida,
sobre escombros a modo de escollera,
la marcha por mi guía precedida.

     Seguimos solitarios la carrera,
por entre riscos, que a no ser la mano,
nuestro pie remontarlos no pudiera.

     Cuando pienso en aquel mundo inhumano
y en lo que vi, me siento más doliente;
mi espíritu refreno, y más me afano

     en ir tras la virtud derechamente,
que me dió buena estrella, o mejor cosa,
y no debo envidiarme el bien presente.

     Como mira el labriego que reposa,
en la grata estación en que el sol brilla,
y más tarde en venir la noche umbrosa,

     cuando la mosca cede a la mosquilla,
las lucernas que todo el valle alumbran,
campo de la vendimia y de la trilla;

     tal las llamas chispeantes ya relumbran,
de aquel octavo cerco entre los fosos,
al tiempo que mis pies la roca encumbran.

     Como el que fué vengado por los osos,
el carro vió de Elías en su vuelo,
llevado por caballos fulgorosos,

     sin poderlos seguir en su desvelo,
viendo sólo doquiera viva llama,
que como nube remontaba al cielo,

     así en el valle el fuego se derrama,
y cada llama oculta un penitente,
en cuyo seno sin cesar se inflama.

     Miraba absorto, al borde del gran puente,
y, de no haberme de un peñasco asido,
al abismo cayera ciertamente.

     Mi guía, al observarme así abstraído,
«Un espíritu», dice, «en cada hoguera,
de lo que lo devora va vestido.»

     Respondí: «Tu palabra verdadera
confirma la verdad por mí sentida;
pero, además, bien penetrar quisiera

     «quién es aquel que, en llama bipartida,
surge, como en la pira que a los manes
de Eteocle y Polinice fué encendida.»

     Y respondió: «Del fuego en los afanes,
Ulises y Diomedes, como hermanos,
pagan a la ira eterna sus desmanes.

     »Lloran porque en su muro, a los troyanos,
con doloso caballo, abrieron puerta,
por do salió la estirpe de romanos.

     »Lloran el fraude, que Deidamia muerta
aun deplora de Aquiles, su alma triste,
y el paladión que hurtó su mano experta.»

     «Si dentro de la llama que los viste
hablar pueden,» le dije, «yo te ruego,
y te vuelvo a pedir por cuanto existe,

     »no me niegues hablarles desde luego,
pues la llama de cuernos coronada
me llama con deseos sin sosiego.»

     Y él a mí: «Tu plegaria es alabada,
y por eso la acojo complacido;
mas debe ser tu lengua moderada;

     »déjame hablar, pues bien he comprendido,
lo que deseas, porque fueron griegos,
y tu idioma les es desconocido.»

     Al acercarse los cornudos fuegos,
cuando al maestro pareció oportuno,
en esta forma dirigió sus ruegos:

     «Vosotros, los que vais de a dos en uno,
dentro del fuego, por lo que hice en vida,
si recordáis que en verso, cual ninguno,

     »fué por mí vuestra fama trascendida,
parad, y por el fuego que atestigua
vuestra muerte, decidme do fué habida.»

     El alto cuerno de la hoguera antigua,
como la llama que fustiga el viento,
al par que estaba inmóvil la contigua,

     se agitó con activo movimiento,
como lo hace al hablar la lengua humana,
y echó hacia afuera su escondido acento:

     «Cuando libre de Circe la inhumana,
que más de un año en Gaeta me retuvo,
do antes de Eneas era soberana,

     »ni el cariño por mi hijo me contuvo,
ni de mi viejo padre la ternura,
ni el amor de Penélope me abstuvo,

     »de correr por doquier a la ventura,
por conocer el mundo como experto,
y al hombre con sus vicios y cultura.

     »Lancéme sin temor en mar abierto,
con sólo un leño, y tuve por compaña
pocos hombres, mas todos de concierto.

     »Vi las costas del mar hasta la España,
en Marruecos, y en la isla de los Sardos,
y las comarcas que en contorno baña.

     »Mis compañeros, viejos y ya tardos,
cual yo también, llegamos al Estrecho
donde Hércules plantó firmes resguardos,

     »para marcar al hombre fatal trecho;
Ceuta dejé de un lado a la partida,
y Sevilla quedó por el derecho:

     »¡Hermanos, que entre riesgos sin medida,
tocáis, dije, el extremo de occidente,
en la corta vigilia de la vida,

     »aprovechad la fuerza remanente!
No os privéis de la máxima experiencia,
de hallar en pos el sol mundo sin gente.

     »De noble estirpe es vuestro ser esencia:
para alcanzar virtud habéis nacido,
y no a vivir cual brutos sin conciencia.

     »De los míos, el ánimo aguerrido
esta arenga conforta, y su osadía,
nadie, ni yo, la hubiera contenido.

     »La popa vuelta adonde nace el día,
en alas locas vueltos nuestros remos,
vamos a izquierda siempre, en nuestra vía.

     »Del otro polo, las estrellas vemos
en la noche, y abajo no aparecen
del horizonte nuestro los extremos.

     »Cinco lunas renacen y decrecen,
con la luz por debajo de la luna,
desde el gran paso en que los mares crecen,

     »cuando aparece una montaña bruna
por la larga distancia, levantada
cual hasta entonces no era vista alguna.

     »¡Oh, alegría, que en llanto fué trocada!
Que de la nueva tierra un torbellino
bate la proa la nave tormentada.

     »Tres vueltas la hace dar en remolino;
sube la popa al enfrentar la tierra,
baja la proa, y el querer divino

     »al fin el mar sobre nosotros cierra.»




CANTO XXVII


[ Continuación del cerco octavo. Otra llama animada. Diálogo de Dante con el conde Guido de Montefeltro sobre el estado político de la Romaña. Guido de Montefeltro hace relación de su vida y del consejo que dio a Bonifacio VIII bajo previa absolución, que fue la causa de su condenación. Discusión casuística entre San Francisco y un ángel negro. Las almas condenadas y los cuerpos vivos. ]


     Dejó de hablar la llama enhiesta y quieta,
y prosiguió, girando por su vía
con venia del dulcísimo poeta,

     cuando otra llama que a él se dirigía
me hizo volver los ojos a su altura
por confuso rumor que despedía.

     El siciliano toro dió tortura,
como era justo, en su primer mugido,
a quien lo modeló con lima dura,

     mugiendo con la voz del afligido;
que aunque de bronce estaba fabricado,
de dolor parecía estremecido;

     así el acento en llamas encerrado,
con su rumor mezclaba su lenguaje,
convertido en la queja del penado.

     Mas luego que hubo completado el viaje,
la flamígera lengua, claramente,
a una voz lastimera dió pasaje:

     «Tú, quienquiera que seas, ser clemente,
que has dicho con el habla de lombardo:
¡Anda en paz! ¡No te atizo, penitente!

     »Aunque me acerque a ti con paso tardo,
mi voz escucha, por piedad te ruego:
ya ves que quieto estoy, si en llamas ardo.

     »Si recién llegas a este mundo ciego,
y acaso vienes de la dulce tierra
de donde vine hasta el eterno fuego,

     »dime si la Romaña se halla en guerra:
yo soy de la montaña que en Urbino
desprende el Tíber, cuyo valle encierra.»

     Escucho atento y la cabeza inclino,
cuando mi guía, blando me amonesta,
y me dice: «Háblale, que es un latino.»

     Yo, que tenía pronta la respuesta,
le respondí cuando callado se hubo:
«Alma infeliz, a quien la llama tuesta,

     »la Romaña jamás en paz estuvo
en el alma feroz de sus tiranos:
tiene la triste paz que de antes tuvo.

     »Los Polenta, cual siempre, soberanos
son de Rávena, y su águila atrevida
con sus alas proteje a los Cerbianos.

     »La tierra, que en su prueba sostenida
francos mató a montones, yace opresa
del verde león en garras, sometida.

     »El dogo viejo, y el que nuevo empieza,
en Verrucchio, matando en desgobierno
como a Montaña, siempre muerden presa.

     »Los pueblos de Lamorne y de Santerno
rige el leoncillo azur en nido blanco,
que bando cambia de verano e invierno.

     »La ciudad a que el Savio baña el flanco,
que entre el llano y el monte está fundada,
de opresión y licencia es campo franco.

     »Ora tu nombre di, tan apiadada
cual otras almas en martirio han sido,
y sea tu memoria prolongada.»

     La llama ardiente despidió un rugido,
y su punta, cual lengua, lanzó afuera,
de aquí, de allá, y habló como un soplido:

     «Si yo creyese mi respuesta fuera
dada a quien pueda retornar al mundo,
inmóvil esta llama se estuviera;

     »mas como nadie, hundido en lo profundo
de este valle, ha salido vivo y sano,
sin temor a la infamia, lo difundo.

     »Fuí guerrero; después fuí franciscano,
con su cordón creyendo hacer enmienda;
y, cierto, mi creer no fuera vano,

     »si el grande sacerdote ¡Dios lo hienda!,
no me volviese a la primera culpa;
y como fué yo quiero se me entienda.

     »Mientras que forma fuí de hueso y pulpa,
que la madre me dió, la vida mía,
no de león, de zorro se la inculpa.

     »La torticera y encubierta vía
supe tan bien, que a fuer de mis amaños
mi nombre por la tierra se extendía.

     »Cuando hube entrado en los maduros años,
que la vela aferrar y atar el cable
hacen al hombre, tristes desengaños,

     »lo que antes me agradó fué detestable;
y contrito y confeso, mi deseo
de remisión llenara ¡miserable!

     »El príncipe del nuevo Fariseo,
en guerra a inmediación de Lateranos,
no con el Sarraceno y el Judeo;

     »que eran sus enemigos muy cristianos,
pues ni uno en Acre renegó su creencia,
ni fuera mercader con egipcianos,

     »faltó a su fe llevado a la eminencia;
no respetó el cordón, ni la pedestre
orden santa de ayuno y penitencia.

     »Cual Constantino demandó a Silvestre
para curar su lepra de Sorate,
llamóme por mi mal, como maestre,

     »para curar su fiebre de combate;
pidióme su consejo: hice desecha,
porque ebrio parecióme aquel magnate.

     »Luego dijo: Destierra la sospecha:
si me enseñas, te absuelvo de antemano,
como pueda a Penestra ver maltrecha.

     »Todo se abre y se cierra por mi mano,
en los cielos, pues tengo las dos llaves,
que mi predecesor tuvo en desgano.

     »Ante estos argumentos hartos graves,
pensé que lo peor era callarme,
y dije: ¡Oh, padre!, pido que me laves

     »del pecado que el alma va a mancharme,
cuando te digo: Triunfarás de cierto,
con prometer sin dar en el desarme.

     »Francisco me buscó cuando fuí muerto;
mas dijo negro querubín caído:
No te lo lleves, que me harás entuerto.

     »Bajar debe a mi centro maldecido,
porque ha dado consejo fraudulento,
y ya lo tengo de la crin asido.

     »No hay perdón sin final repentimiento:
arrepentirse y reincidir no es dado:
contradicción no admite el argumento.

     »¡Pobre de mí!, cuál me sentí penado,
cuando al asirme, dijo: ¡Ciertamente,
que tan lógico fuera no has pensado!

     »A Minos me llevó, quien, imponente,
ocho repliegues dió a su cola luego,
y, mordiendo la punta con el diente,

     »gruñó: ¡Merece que lo esconda el fuego!,
y aquí me ves perdido en el infierno,
envuelto en llamas, sin ningún sosiego.»

     Después de hablar, siguió su giro eterno
aquella alma quejosa y dolorida,
torciendo al aire su flamante cuerno.

     Trepamos del otro arco la subida
que cruza el foso y fuimos adelante,
donde paga otra turba maldecida

     el cargo de discordia malignante.




CANTO XXVIII


[ Invocación al lenguaje escrito y hablado. Evocación a los muertos. Noveno cerco, donde son atormentados los cismáticos y promotores de discordias. Aparición de Mahoma y de Alí. Reminiscencia de fray Dolcino. Las almas en pena de Pedro de Medicina, Curione y el Mosca. Beltrán del Bornio, que lleva su cabeza en las manos a manera de una linterna con que se alumbra. ]


     ¿Quién podría, ni en voces no rimadas,
decir la sangre y llagas que he mirado,
y, de lleno, dejarlas retrazadas?

     Todo idioma sería muy menguado,
porque a nuestra palabra y nuestras mentes
tanto en su seno comprender no es dado.

     Si se adunaran las extintas gentes
que, de la Apulia, la infelice tierra
bañaron con su sangre de dolientes,

     con el romano en prolongada guerra,
que tanto anillo diera por despojos,
cual dice Tito Livio, que no yerra;

     si a ellas se uniesen los que en sangre rojos
cayeron contrapuestos a Güiscardo,
y los huesos que aun miran nuestros ojos

     en Ceperano, donde fué bigardo
cada Pullense; y los de Tagliacozzo,
donde inerme triunfara el viejo Alardo;

     cuando todos, en grupo lastimoso
presentan cada miembro mutilado,
nada serían, ante el nono foso.

     Jamás tonel sin duela o desfondado
vióse como uno allí, todo él abierto,
desde la barba al vientre, el desdichado.

     Su corazón se muestra a descubierto;
sus intestinos cuelgan, y es su saco
de excrementos depósito entreabierto.

     Lo seguía al través del aire opaco,
y al mirarme exclamó, rasgando el pecho:
«Ve cómo las entrañas me resaco.

     »Mira a Mahoma aquí, todo deshecho:
más adelante, Alí sigue llorando,
y su cabeza abierta es un desecho.

     »Y los otros que ves aquí girando,
de escándalo y de cisma sembradores
fueron en vida, y así están penando.

     »Un diablo se halla atrás, que en sus furores
nos parte con el filo de su espada,
renovando cruelmente los dolores

     »en cada vuelta, a la doliente estrada;
porque se cicatriza nuestra herida,
antes de repasar la vía andada.

     »Mas ¿qué haces tú sobre esa roca erguida?
¿Tal vez retardas el suplicio airado
por la culpa en el mundo cometida?»

     »Aun no ha muerto ni viene condenado»,
dijo el maestro; «busca la experiencia,
no el tormento que en lote le ha tocado.

     »Yo un muerto soy, y doile mi asistencia
al recorrer los cercos tenebrosos:
y como te hablo, es esto una evidencia.»

     Más de cien almas se alzan de los fosos
para mirarme como extraño caso,
olvidando sus golpes dolorosos.

     Sigue Mahoma: «Pues que estás de paso
y vas a contemplar el sol en breve,
di a fray Dolcino, si no quiere acaso

     »acompañarme aquí, cuide la nieve,
que la vitualla ataja, pues podría
bien suceder que el Novarés la lleve.»

     Así Mahoma, al tiempo que partía,
dejó de hablarme con la planta alzada,
volviendo a andar por la doliente vía.

     Otro que trae la gola agujereada,
cortada la nariz hasta la ceja,
y que muestra una oreja mutilada,

     fijo me mira, pero no se queja
como los otros, y abre su garguero,
en chorro al destilar sangre bermeja.

     «¡Oh!, tú que exento del tormento fiero,
y en tierra conocí que fué latina»,
dijo, «según de tu semblante infiero,

     »acuérdate de Pedro Medicina,
si tornases a ver el dulce llano
que de Vercello a Marcabó se inclina;

     »a los dos buenos únicos de Fano
y Angiolelo, dirás, también a Guido,
si el predecir aquí no es un don vano,

     »que serán, de un bajel desprevenido,
arrojados al mar frente a Cattólica,
dentro de un saco, por tirano infido.

     »Entre la isla de Chipre y la Mayólica,
nunca verá pirata igual Neptuno,
tal crimen cometer en tierra Argólica.

     »El traidor, cuyos ojos ven con uno,
en el país que uno que está conmigo
no quisiera haber visto en tiempo alguno,

     »los llamará para tratar consigo,
y hará tal que ni el viento de Focara
ni las preces los pongan al abrigo.»

     Y yo a él: «Dime antes y declara,
si he de ser de tus nuevas mensajero,
¿quién tan amarga vista no deseara?»

     La quijada empuñó de un compañero,
abrir la boca con sus manos le hizo,
gritando: «Un mudo que mostrarte quiero.

     »Este exilado a César indeciso,
aliento dió al decirle: Mucha espera
nos pierde sin salir del compromiso.»

     ¡Cuán consternada su apariencia era,
con la lengua a raíz despedazada,
de aquel Curión, que la movió tan fiera!

     Con una y otra mano mutilada,
otro alzó sus muñones, y en luz hosca
mostrándome su cara ensangrentada,

     clamó: «¡También acuérdate de Mosca!
Yo fuí quien dije: ¡Acabe lo empezado!,
germen de males de la gente tosca.»

     «¡Y muerte de tu raza!», dije airado.
Y como loco que el dolor perturba
se fué con doble duelo acumulado.

     Quedé a mirar la condenada turba,
y cosa vi que me causó pavura,
y que el solo contarla me conturba;

     mas la firme conciencia me asegura,
como fiel compañera que da aliento
bajo el albergue de una mente pura.

     Yo vi cierto, y lo veo en el momento,
un busto sin cabeza ir caminando
en medio de aquel triste agrupamiento.

     La cabeza del pelo iba colgando
en sus manos, a modo de linterna,
y: «¡Ay de mí!», exclamaba sollozando.

     De sí mismo era tétrica lucerna.
¡Y era cual todo en uno o dos en una!...;
como fuera, no es fácil lo discierna.

     ¡Lo sabe aquel que todo lo coaduna!
Al pie del puente alzóse la cabeza,
movió los labios de su boca bruna,

     y díjome: «Contempla esta crudeza,
tú que vivo visitas a los muertos,
que en nadie más que en mí la culpa pesa.

     »Para llevar de mí comentos ciertos
que soy Bosnio Beltrán saber tú debes,
que aconsejó al rey Juan en sus entuertos.

     »Al hijo y padre convertí en aleves,
cual David y Absalón tan fementido,
que de Aquitófel son las culpas leves.

     »Por dividir lo que se hallaba unido
tengo así dividida la cabeza,
principio de este cuerpo amortecido;

     »y culpa y pena así se contrapesa.»




CANTO XXIX


[ Comparación entre los grandes dolores de la tierra y del infierno. Al salir del noveno cerco, Dante entrevé a su pariente Geri del Bello, que se esquiva airado de su vista. Diálogo entre Virgilio y Dante. Los dos poetas entran en el décimo valle o foso del octavo círculo. Tormento de los falsificadores y de los alquimistas, devorados por llagas asquerosas. Coloquio de los dos poetas con una sombra. El volador de Siena, Capocchio. ]


     Con tanta gente en llaga dolorida,
mi vista estaba de dolor colmada,
que tanta pena a lagrimar convida;

     mas Virgilio me dijo: «¿Tu mirada
por qué sigue tan fija y tan ansiosa,
en la sombra, a esa turba mutilada,

     »que antes paseabas triste y vagorosa?
Nadie contar sus almas se imagina,
que millas veintidós mide su fosa.

     »Mas ya la luna a nuestros pies se inclina:
corto es el tiempo que me está acordado
y hay más que ver en la mansión maligna.»

     »Si bien me hubieses antes observado,
me dieras la razón», dije a mi guía,
«y la partida un tanto retardado.»

     El, entretanto, su ágil pie movía,
caminando, sin darme la respuesta,
mientras yo continuaba: «En esta impía

     »mansión del duelo la mirada puesta,
de mi sangre, un espíritu que llora
pienso haber visto, y lo que culpa cuesta.»

     Dijo el maestro entonces: «Si deplora
tu corazón la vista del doliente,
mayor dolor verás; déjalo ahora;

     »lo he visto cuando estabas sobre el puente,
que con desdén feroz te amenazaba,
Geri-Bello, llamándolo la gente.

     »Tu atención por entonces se fijaba
en el señor que fué del alto fuerte,
y no has visto al que al lado se esquivaba.»

     «¡Oh!, mi maestro, su violenta muerte»,
le respondí, «que sin venganza yace,
por los que oprobio parten con su suerte,

     »quizás motive su desdén y le hace
ocultarse de mí, como lo hacía,
y más piedad del corazón me nace.»

     Así hablando los dos en compañía,
llegábamos del puente hasta la altura,
do con más luz el valle se veía;

     y al penetrar a la última clausura
de Malebolge, vimos ya cercanos
los conversos de aquella negra hondura.

     Fuertes lamentos suben inhumanos
que lastiman con puntas aceradas;
y el oído tapé con ambas manos.

     Valdechiana no vió nunca hacinadas
de julio hasta septiembre, en hospitales,
ni la Marisma y la Cerdeña aunadas,

     más miserias y pestes ni más males:
tal era la infección que se exhalaba
de los corruptos cuerpos infernales.

     Bajamos por el borde en que estribaba
el largo puente, hacia la mano indiestra,
donde la vista el valle dominaba.

     Y abajo vi, con su severa muestra
del Ser supremo el fallo justiciero,
que da castigo a la maldad siniestra.

     No creo fuese el padecer más fiero,
cuando de Egina el aire tan malsano
postró doliente todo un pueblo entero,

     que desde el hombre al mísero gusano
todos murieron, y la antigua gente,
según dan los poetas por certano,

     renovó con hormigas su simiente;
y era de ver en esta oscura fosa
languidecer, por hatos, grey doliente.

     Quien sobre el vientre, quien de espalda posa;
y unos sobre los otros se arrastraban
a gatas por la vía dolorosa.

     Mudos los dos, las plantas nos llevaban,
mirando y escuchando a los penados,
que en vano erguir los cuerpos intentaban.

     A dos vi sobre el suelo, que adosados,
cual una olla a otra junta se calienta,
de pies a la cabeza lacerados;

     no de un mancebo mano turbulenta
mueve con más empeño la almohaza,
ante el amo, que espera y se impacienta,

     cual un alma y la otra se ataraza
con sus uñas, moviéndose rabiosas,
sin alivio al ardor que las abrasa.

     Rascábanse las costras pustulosas,
cual con cuchillo escámase el pescado,
con uñas aceradas y filosas.

     Y hablando a un leproso condenado,
dijo mi guía: «¡Oh, tú, que te destrozas
y en tenazas tus manos has trocado!,

     » dime si entre estas sombras dolorosas
se encuentra algún latino; ¡y que le baste
uña eterna a tus manos trabajosas!»

     «Latinos somos; en eterno guaste
los dos estamos», prorrumpió gimiendo.
«Mas, ¿quién eres, que así lo demandaste?»

     Y el maestro: «Soy uno que desciendo
con un vivo, de piedra en piedra dura,
y mostrarle el infierno, bien entiendo.»

     Al oírlo, rompieron su apretura,
y trémulo cada uno me examina,
con los otros que oyeron aventura.

     El maestro hacia mí blando se inclina;
miróme y dijo: «A tu sabor demanda»
Y hablé obediente a voluntad benigna:

     «¡Sea vuestra memoria memoranda
en el humano mundo de la mente,
y viva muchos soles y se expanda!

     »Decidme quiénes sois, y de qué gente,
si vuestro mal y lastimosa pena
no lo impide, y habladme libremente.»

     «De Arezzo fuí, donde Albero de Siena»,
el uno dijo, «asóme en vivo fuego;
mas no es ésta la causa de mi pena.

     »Es verdad que una vez dije, por juego,
que volar por los aires yo podría,
y él, de muy poco seso, y harto lego,

     »quiso le demostrase el arte mía,
y porque no hice un Dédalo, a la hoguera
me echó un obispo que por hijo había.

     »De la diez, a la fosa postrimera
Minos me condenó, maguer mis preces,
porque alquimista allá en el mundo fuera.»

     Dijo al poeta: «Son, estos sieneses,
todo de natural tan vanidoso,
como más no lo son ni los franceses.»

     A estas palabras, que escuchó, un leproso
me respondió: «Cierto es, menos Estrica,
que fué en gastos tal vez parsimonioso;

     »y Nicolás, el que la usanza rica
del jirofle nos dió, que en país lejano
su simiente nativa multiplica;

     »y la cuadrilla de Cación de Asciano,
que viña y bosque disipó sin cuento;
y Abbagliato, que fué de juicio sano.

     »Y has de saber que el que hace este comento
contra el Sienés, y que tal vez te asombra,
si bien miras, tendrás conocimiento

     » que en la tierra Capocchio se le nombra,
falseador de metales por alquimia;
y debes recordar, al ver mi sombra,

     »que a natura imité con arte eximia.»




CANTO XXX


[ Los males y sufrimientos en la tierra y en el infierno. Continuación del último valle del octavo círculo. Otros falsificadores por trasmutación de la propia persona. Presa de una demencia furiosa. Mirra. Juan Esquico. Un falsificador de moneda. Adán de Brescia. Los falsificadores de la palabra. Disputa entre el hidrópico Adán de Brescia y el griego Sinón, devorado por la fiebre. Diálogo entre los dos poetas en que Virgilio reprocha a Dante entretenerse en atender palabras soeces. ]


     En el tiempo en que Juno, despechada,
con Semele y la raza del tebano
mostróse como siempre malairada,

     Atamante tornóse tan insano,
que al ver a sus dos hijos con su esposa,
llevados cada uno de una mano,

     «¡A las redes!», gritó con voz furiosa.
«¡Leona y cachorros juntos he tomado!»
Y cual zarpa tendió mano impiadosa.

     Y a uno de ellos, que Learco era llamado,
lo estrelló en una roca, furibundo,
y ella se echó con otro al mar airado.

     Y cuando la fortuna, a lo profundo
bajó a Troya, tan alta y tan osada,
y rey y reino se borró del mundo,

     y Hécuba, la cautiva desolada,
después de ver a Polixena muerta,
de Polidoro vió la paz amada,

     cadáver triste sobre playa yerta,
y ladró como can, con pena insana
oscura el alma y la razón desierta;

     no la furia tebana y la troyana
atormentara con más penas crudas
los animales y la especie humana,

     cual vi dos sombras pálidas, desnudas,
correr, morder, cual del chiquero afuera,
el puerco, con sus fauces colmilludas.

     Una alcanza a Capocchio en su carrera,
y al nudo de su cuello el diente hendiendo
lo hace barrer el suelo en ira fiera.

     El Aretino, a golpe tan tremendo,
«Este espíritu», exclama: «es Juan Esquico,
que así rabioso a todos va mordiendo.»

     Y yo a él: «Decirme te suplico,
cual sea la otra sombra vagarosa
¡y puedas preservarte de su hocico!...»

     Y él: «Es ésa la sombra criminosa
de Mirra antigua, que, el pudor violando,
se enamora del padre, y que incestuosa

     »peca con él, su ser falsificando,
porque en otra persona se transforma;
como ése que con ella va penando,

     »quien, por yegua ganar de buena forma,
Buoso Donati se llamó, doloso,
por testamento en ajustada norma.»

     Luego que hubo pasado el par rabioso
que mantenía absorta la mirada,
la extendí por el cerco doloroso,

     y a modo de laúd, mal conformada
una sombra miré, que tal sería
si la parte inferior fuese cortada.

     El humor de una grave hidropesía
de su cuerpo los miembros deformaba,
y a su rostro no el vientre respondía.

     De arriba abajo el labio se apartaba,
cual la boca del hético, sedienta,
desde la barba a la nariz temblaba.

     «Alma que estás de toda pena exenta,
no sé por qué, del valle en el secuestro»,
me dijo, «pasa y toma triste cuenta

     »del pobre Adamo, mísero maestro:
todo lo tuve, y hoy de agua una gota
fuera más grata en mi penar siniestro.

     »El arroyo que el fresco valle acota,
al descender del verde Casentino,
y en el Arno sus aguas desagota,

     »ante mis ojos siempre me imagino,
y su imagen risueña me deszuma
más que el mal se descarna de contino.

     »La rígida justicia que me abruma,
castigame por donde yo he pecado,
y mi talento se transforma en bruma.

     »En Romena, por mí falsificado
fué el dinero sellado del Bautista;
por ende, el cuerpo allí dejé quemado,

     »mas si viese que el alma aquí se atrista
de Guido, de Alejandro, o de su hermano,
por Fonte-Branda diera yo esa vista.

     »Uno ha venido ya o está cercano,
si no miente la voz de esta morada,
pero ¡ay! atado estoy de pies y mano.

     »Si en cien años pudiese una pisada
adelantar con cuerpo más ligero,
me echaría a la vida condenada:

     »lo buscaría en este valle fiero,
bien que tenga once millas de circuito,
y media de ancho mida por entero.

     «Por ellos sufro este dolor maldito:
ellos me hicieron acuñar florines
de tres quilates falsos, con delito.»

     «Te pido», dije, «que a ésos denomines,
que cual la húmeda mano en el invierno
humean de este valle en los confines.»

     «Allí los vi cuando bajé al infierno»,
repuso, «y nunca, nunca se han movido:
y así estarán por tiempo sempiterno.

     »Una mintió a Josefo y su marido.
Otro es Sinón en Troya mal famado:
y es su vapor, su aliento corrompido.»

     Uno de aquellos dos, así tachado,
golpeó con puño firme y avizoro
del hidrópico Adamo el vientre inflado,

     que retumbó como tambor sonoro;
pero, con mano por igual pujante,
gritándole: «¡Ni aun este oficio ignoro!»,

     maltratóle furioso su semblante;
y agregó: «Bien que me halle aquí tullido,
mi brazo, para ti, aun es bastante.»

     Y el otro replicó: «Cuando sumido
te hallabas en las llamas, no tan presto
eras, como al forjar florín mentido.»

     Y el hidrópico dijo: «Cierto es esto;
pero no fué tan fiel tu testimonio,
cuando en Troya te fuera a ti requesto.»

     «Verdad; mas no fué puro tu antimonio»,
gritó Sinón. «Si entonces he mentido,
lo has hecho tú más que ningún demonio.»

     «Recuerda aquel caballo fementido»,
repuso el otro, aquel de vientre hinchado,
«reo por todo el mundo maldecido.»

     «Tú», dijo el griego, «eres el más penado;
con panza inflada y con la lengua seca,
el mirarte y beber te está vedado.»

     Y el monedero: «Tu mentir te obceca,
que si padezco sed y tengo humores,
a ti fiebre maligna te reseca.

     »Es tu cabeza presa de dolores,
y lamer el espejo de Narciso
bien quisieras en medio a tus ardores.»

     La disputa escuchaba, y de improviso
el buen maestro prorrumpió: «¡Pues, mira!
¡Que estoy por enojarme!» Yo, indeciso,

     al escuchar aquel acento de ira,
por tal vergüenza me sentí turbado
que todavía en mi memoria gira.

     Y como el que desgracias ha soñado,
o aun soñando desea que falsía
sea lo que entre sueños ha mirado,

     tal yo también, que ni aun hablar podía,
con palabras mi falta no excusaba,
y me excusaba, y sin saber lo hacía

     «Culpas más graves que la tuya lava
ese rubor», dijo el maestro amado,
«de la virtud, que todo desagrava.

     »Y piensa que estaré siempre a tu lado
si otra vez te encontrases con tal gente,
que encuentre en semejante plato agrado;

     »que es bajeza el oírla solamente.»




CANTO XXXI


[ La lengua de Virgilio y la lanza de Aquiles. Aparición de los titanes que emergen con la mitad del cuerpo sobre la octava fosa o valle a la manera de torreones de fortaleza. Los dos poetas dan la espalda al octavo círculo y se dirigen al pozo central del infierno, que está encima del noveno y conduce a él. Nemrod, Efialtes y otros titanes. El gigante Anteo. Discurso de Virgilio suplicando a Anteo que los haga descender al noveno círculo. Anteo toma a Virgilio y Dante en sus manos, y como un lío los hace descender al último abismo. ]


     La misma lengua que mordió enojosa
y dióme de vergüenza la semblanza,
la medicina me brindó piadosa;

     así cuentan curaba aquella lanza
de Peleo y Aquiles al herido;
de un lado dura y por el otra mansa.

     Dejamos aquel valle dolorido,
contorneando del cerco el alto muro,
mudos y el pensamiento contenido.

     Era entre día y noche, un claro oscuro,
y en la sombra mi vista vacilaba,
cuando un cuerno sonó, con son tan duro

     que todo otro sonido sofocaba;
y el oído la vista encaminando,
atento a un solo punto, concentraba.

     Tras de la rota dolorosa, cuando
Carlomagno perdió la santa gesta,
no tan terriblemente el cuerno de Rolando.

     En mi camino, al revolver la testa,
de muchas altas torres vi semejos,
y al guía pregunté: «¿Qué tierra es ésta?»

     Y respondió: «No puedes ver de lejos,
y te ofuscan en medio a las tinieblas
de lo que tú imaginas los reflejos.

     »Lo que lejano con engaños pueblas,
claro verás, estando más cercanos;
apura el paso y pasarán las nieblas.»

     (Y dulcemente me tomó las manos.)
«Antes que en esta vía te adelantes,
y se disipen tus mirajes vanos,

     »sabe que no son torres: son gigantes
hundidos en la fosa, y esto explica
que sus bustos se yergan arrogantes.»

     Como cuando la niebla se disipa,
poca a poco la vista transfigura
lo que un denso vapor diversifica,

     así, rompiendo densa bruma oscura,
al acercarme al borde misterioso,
huyó el engaño y vino la pavura;

     pues como en torno a muro poderoso,
Montereggión de torres se corona,
así el recinto que circunda el pozo;

     y así también, a medias la persona
se alza de los gigantes, que amenaza
Júpiter con sus rayos, cuando atrona.

     Veo una faz que al muro sobrepasa,
la espalda, el pecho y de su vientre parte,
y a un lado y otro el brazo que rebasa.

     Hizo natura bien dejando el arte
de procrear tamaños animales,
pues de tales soldados privó a Marte.

     Ballenas y elefantes dan señales
que, si bien no del todo se arrepiente,
aun en esto sus juicios son cabales;

     porque si a la potencia de la mente
se juntara la fuerza maliciosa,
el hombre a resistir fuera impotente.

     Era larga la faz y era anchurosa,
como la piña de San Pedro en Roma,
y su armazón, en proporción huesosa.

     El muro, como túnica le toma
medio cuerpo, y el resto, levantado
de la cintura a la cabeza asoma;

     tres frisones no hubieran alcanzado,
pues treinta grandes palmos yo veía,
adonde el hombre tiene el manto atado.

     «¡Rafele maí, amec zabí almía!»,
a gritar empezó la fiera boca,
que allí no suena dulce salmodía.

     Increpóle el maestro: «Anima loca,
sopla tu cuerno, y con su son desfoga
la ira o la pasión que te sofoca.

     »En torno al cuello encontrarás la soga
que por siempre te amarra, alma confusa,
y que, cruzada al pecho, cruel te ahoga.»

     Y mirándome dijo: «Así se acusa:
éste es Nemrod, que por su loca empresa,
la misma lengua el mundo ya no usa.

     »No perdamos el tiempo, que interesa;
porque el lenguaje que habla, nadie entiende,
ni él tampoco lo que el nuestro expresa.»

     El buen maestro su camino emprende;
gira a izquierda, y a tiro de ballesta
otro gigante desde el foso asciende.

     Quién con sus fuerzas su furor arresta,
no podría decir; pero amarrados
ambos brazos robustos manifiesta,

     por cadena de fierros muy pesados,
que el cuerpo cinco veces le ceñía
desde el cuello a los miembros empinados.

     «Este soberbio tuvo la osadía
de medirse con Jove, y en sí lleva
merecido castigo», dijo el guía.

     «Es Efialtes, que puesto a la gran prueba,
con gigantes, los dioses espantara:
no es fácil que sus brazos más remueva.»

     «Maestro», díjele, «yo deseara
ver, si es posible, al colosal Briareo,
y que su imagen por el ojo entrara.»

     Y él a mí: «Vamos a ver a Anteo,
cerca de aquí, y que habla y se halla suelto,
y ha de bajarnos donde gime el reo.

     »El que tú quieres ver se encuentra envuelto
en cadenas, cual éste semejante,
salvo el rostro feroz y más resuelto.»

     No trema el terremoto más pujante,
al sacudir el torreón más fuerte,
como Efialtes se agita amenazante.

     Jamás miedo mayor sentí de muerte,
y me la diera el pecho congojoso,
a no saber que, atado, estaba inerte.

     Seguimos a lo largo de aquel foso,
donde Anteo, su busto levantado,
cinco brazas afuera está alteroso.

     «¡Oh tú!, que en aquel valle afortunado,
donde heredó Escipión eterna gloria,
fué Aníbal y Cartago derrotado,

     »leones mil tuviste por memoria,
¡y que de haber estado tú en la guerra
de tus hermanos, lauro de victoria

     »coronara a los hijos de la tierra!
Bájanos hasta el hondo precipicio
donde el Cocito su frialdad encierra.

     »No nos dirijas a Tifón ni a Tizio;
éste que ves, dar puede lo que se ama,
si te inclinas con gesto más propicio,

     y por el mundo pregonar tu fama,
que vivo está y aun tiene vida larga
si antes de tiempo el cielo no lo llama.»

     Dijo Virgilio, y el gigante alarga
presto las manos que Hércules sintiera,
y entre sus brazos al maestro carga.

     Virgilio, que coger así se viera,
díjome: «Haz de modo que te prenda.»
Y de los dos Anteo un haz hiciera.

     Cual parece, al mirar a Carisenda
bajo el declive, que una nube leve
mueve en contra su fábrica estupenda,

     tal me parece Anteo, que se mueve
al inclinarse, y cierto que en tal hora
quisiera andar por vía menos breve.

     Mas, levemente, al fondo que devora
a Lucifer y Judas, nos llevó:
doblegado un momento se demora,

     y cual mástil de nave se irguió.




CANTO XXXII


[ Invocación a las vírgenes que ayudaron a Anfión a levantar los muros de Tebas. La raza maldita de los traidores. Entrada de los dos poetas al noveno y último círculo. Dante pisa en la oscuridad, con su pesado cuerpo de hombre vivo, las sombras de los condenados, que se quejan. El lago helado donde son atormentados los traidores enterrados desde el cuello hasta los pies. La Antenora, una de las cuatro comparticiones del noveno círculo, que son la Caína, la Antenora, la Tolomea y la Judeca. Suplicio y enumeración de los traidores a la patria, que penan en el hielo. Al entrar a la región Antenora Dante ve asomar dos cabezas sobre el hielo, una de las cuales devora la otra. ]


     Si tuviese una rima áspera y bronca,
como a este triste foso convendría,
que sustenta las rocas con que entronca,

     yo el jugo de mi mente exprimiría
más plenamente; pero no me alabo,
pues con temor doy suelta a mi osadía.

     Empresa fácil no es llevar a cabo
lo más hondo explicar del universo,
ni es de lengua que aún dice mamma y babbo.

     Ayuda, como Anfión, pide mi verso
a las donas de Tebas fundadoras.
¡No sea el hecho y el decir diverso!

     Plebe vil, entre razas malhechoras,
¡mejor que ser de lo que hablar es duro,
fuerais cabras y ovejas baladoras!

     Así que entramos en el pozo oscuro,
a los pies del gigante desdoblado,
miré la altura del soberbio muro.

     Clamó una voz quejosa: «¡Ay!, ¡ten cuidado!
¡Y no maltrates, con tu planta impía,
la frente de un hermano desdichado!»

     Volví los ojos do la voz salía,
y un lago vi, que, convertido en hielo,
más que de agua de vidrio parecía.

     Nunca en invierno más espeso velo
cubrió en Austria el Danubio congelado,
ni vió el Tanáis bajo su frío cielo,

     como el que vi, que a haberse derrumbado
sobre él Apuana y Tabernich unidos,
sus orillas ni en ¡cricch! hubieran dado.

     Como la rana lanza sus graznidos
con el hocico fuera, cuando sueña
la espigadera frutos más crecidos;

     lívidas, do vergüenza el rostro enseña,
yacen las sombras en el lago helado,
batiendo el diente a modo de cigüeña.

     Su rostro hacia los suelos inclinado,
su boca fría y su mirar transido
dan testimonio de su triste estado.

     Cuando la vista en torno hube corrido,
miré a mis pies, y vi dos condenados
el pelo de uno y otro confundido.

     «¿Quiénes sois los de pechos apretados?»,
pregunto, y ellos alzan sus semblantes,
y a mí tuercen los cuellos doblegados.

     En sus ojos, que blandos eran antes,
al asomar la lágrima se cuaja,
y se cierran, de hielo semejantes.

     Cual leño a leño ciñe férrea faja,
así los dos, revueltas sus guedejas,
cual cabras topan con la frente baja.

     Uno de ellos, perdidas las orejas
por el frío, pregunta, el rostro yerto:
«¿Por qué en nosotros tu mirada espejas?

     »Quiénes son esos dos, sabrás de cierto:
donde Bisenzio su corriente inclina,
fueron señores con su padre Alberto.

     »Hijos son de una madre; en la Caína,
que ora atraviesas, no hay sombra malvada
que más merezca estar en gelatina;

     »ni el que Arturo rompió de una lanzada,
cuerpo y sombra de un golpe traspasado,
ni Focaccio, ni esa otra condenada

     »cuya testa mi vista ha interceptado,
y Sassol Mascheroni se llamaba:
si eres toscano, ya te lo he mentado.

     »Pocas palabras, y el sermón acaba.
Fuí Camición de Pazzi, y aquí espío
a Carlín, que descargue mi alma prava.»

     Después, amoratados por el frío
vi rostros mil, que aun miro tiritando,
presente siempre aquel helado río;

     y mientras vamos hacia el pozo andando,
donde el peso del mundo se coaduna,
y entre el eterno frío iba temblando,

     no sé, si por destino o por fortuna,
marchando entre cabezas condenadas,
golpeó mi pie en el semblante a una,

     que llorando gritó: «Si tus pisadas
no son de Mont' Aperti la venganza,
¿por qué así me maltratan despiadadas?»

     Dije al maestro: «Para nuestra andanza;
quiero salir de dudas, que en seguida
haré cuanto me dicte tu templanza.»

     Paróse el guía, y dije a la dolida
sombra, que horrible blasfemaba ora:
«¿Quién eres tú de boca maldecida?»

     «¿Y tú quién, replicó, «que en la Antenora
golpeando vas los rostros duramente,
cual un vivo, con planta pesadora?»

     Y respondí: «Yo soy un ser viviente,
y si grata te puede ser la fama,
quizás tu nombre entre los otros cuente.»

     «¡Por lo contrario mi miseria clama!»,
replicó, «y eres tú mal lisonjero
al aumentar mi pena en esta lama.»

     Así el cabello de aquel ser tan fiero,
diciéndole: «Tu nombre me confiesa,
o te pelo y repelo todo entero.»

     «Puedes», dice, «pelarme con franqueza;
no te diré mi nombre, y te lo juro,
aunque estrujes mil veces mi cabeza.»

     De una mecha bien firme lo aseguro,
y empezaba a pelarle ya la coca,
en tanto que él ladraba su conjuro.

     Mas uno grita: «¿Qué te pasa, Bocca?
¿No te basta que suene tu quijada,
que aun ladras? ¿Qué demonio el que te aloca?»

     «Ora, tu confesión es excusada,
traidor», le dije, «queda con tu afrenta;
de ti daré noticia no falseada.»

     «Vete», repuso, «y lo que quieras cuenta,
mas no olvides decir que al lado mora
el que su lengua puso a retroventa,

     »y aun el dinero del francés deplora.
Llorar he visto a Buoso de Düara
do helada está la turba pecadora.

     »Y si alguno por otro demandara,
a Becchería tienes a tu lado,
a quien Florencia el cuello le segara.

     »Soldanier más allá creo enterrado,
con Ganello, y Tribaldo, traicionero
que entregara a Faenza, al sueño dado.»

     Más lejos vimos, en glacial ahujero,
de dos sombras heladas la cabeza,
que la una de la otra era sombrero.

     Como el hambriento muerde el pan apriesa,
así hundía su diente un condenado
en la nuca del otro que era presa.

     Cual Tideo, de rabia trasportado,
de Menalipo devoró la frente,
así roía el cráneo descarnado.

     «¡Oh!, tú», le dije, «que con fiero diente
muerdes una cabeza ya reseca,
¿cuál es el odio que tu pecho siente?

     »Si no es bestialidad la que te obceca,
di quién eres. ¿Por qué tan iracundo?
Si la lengua con que hablo no se seca,

     »la razón que tú tengas diré al mundo.»




CANTO XXXIII


[ Hugolino narra su emparedamiento en la torre de Pisa, juntamente con sus hijos y nietos. Su sueño fatídico. La agonía de los jóvenes y su muerte por hambre. Hugolino sobrevive a ellos, y ciego, desatendido, puede en él más el hambre que los sentimientos naturales. Imprecación del poeta contra Pisa. La región de la Tolomea, donde sufren tormentos otros traidores políticos. Fray Alberigo Manfredi. Branca D'Oria. Anticipación de la pena a las demás almas de los traidores, cuyo cuerpo permanece todavía en la tierra. ]


     La boca levantó del fiero pasto,
el pecador, limpiándola en el pelo
del cráneo, por detrás ya casi guasto.

     Y comenzó: «¡Quieres renueve el duelo
que, el corazón, impío me atormenta,
y antes de hablar me oprime sin consuelo!

     »Mas, si al traidor que muerdo, cría afrenta
mi palabra cual germen encarnado,
hablaré como el que habla y se lamenta.

     »No sé quién eres, ni cómo has bajado;
mas, por tu acento, tú eres florentino;
y lo pienso, después que te he escuchado.

     »Saber debes fuí el conde de Hugolino,
y éste fué el arzobispo de Ruggiero:
ahora sabrás por qué soy su vecino.

     »Por los amaños de su genio artero
confiéme de él, y a muerte condenado,
bien se sabe, fuí, triste prisionero.

     »Mas no sabes el modo despiadado
que hizo la muerte para mí más cruda:
oye, y sabrás cómo yo fuí agraviado.

     »Una estrecha ventana de La Muda,
que es hoy torre del hambre, y todavía
a otro afligido encerrará sin duda,

     »más de una luna ya mostrado había,
cuando en sueños miré correrse el velo
que el futuro a mis ojos escondía;

     »y a éste vi, cual señor con crudo anhelo
cazar lobo y lobeznos, en montaña
que de Luca y de Pisa parte el suelo.

     »Con perras flacas, dadas a esta maña,
los Gualando, Sismondis y Lanfranco,
corrían tras sus huellas la campaña.

     »En corto trecho, con cansado tranco,
soñé que a hijos y padre devoraban
las perras, con su diente hendiendo el flanco.

     »Al despertar, mis hijos allí estaban,
y los sentí, en sueños más crüeles,
que me pedían pan, y que lloraban.

     »¡Serás muy cruel si de mi mal no dueles,
pensando en lo que el alma me anunciaba!
Si no lloras, ¿de qué llorar tú sueles?

     »Despiertos ya mis hijos, se acercaba
la hora del alimento acostumbrado,
y aun soñando, cada uno vacilaba.

     »Sentí clavar la puerta: sepultado
quedé en la horrible torre, y vi maltrecho
el rostro de mis hijos; y callado,

     »¡yo no lloraba, empedernido el pecho!
Ellos lloraban, y Anselmuccio dijo:
¡Cómo me miras, padre! ¿Qué te han hecho?

     »Ni lloré entonces, ni repuse a mi hijo;
todo aquel día y en la noche, opreso,
hasta que al mundo un nuevo sol bendijo.

     »¡Débil rayo de luz el aire espeso
bañó de la prisión, y estremecido,
vi en cuatro rostros mi semblante impreso!

     Mordíme las dos manos dolorido,
y mis hijos, pensando que me embiste
hambre voraz, prorrumpen en quejido:

     »¡Será para nosotros menos triste
que comas nuestra carne miserable!
Tú puedes despojarla; tú la diste.

     »Por consolarlos me mostré inmutable:
quedamos todos en mudez sombría...
¿Por qué no me tragó tierra implacable?

     »Así llegamos hasta el cuarto día:
Gualdo me dijo: ¡Ven, ¡ay!, en mi ayuda!
Y se tendió a mis pies en agonía.

     ¡Gualdo murió; y vi, con lengua muda,
uno a uno morir los tres, hambrientos,
el quinto y sexto día, en ansia cruda!

     »Ciego busqué sus cuerpos macilentos...
tres días los llamé desatentado...
¡El hambre sofocó los sentimientos!»

     Con ojo torvo, así que hubo callado,
volvió a roer el cráneo con su diente
como hace el can en hueso destrozado.

     ¡Ay! ¡Pisa, vituperio de la gente,
del bello país en donde el sí se entona!,
pues que el castigo viene lentamente,

     ¡muévanse la Caprera y la Gorgona,
cierren su boca al Arno, y su corriente
pueda anegar en ti toda persona!

     Pues si Hugolino, según voz de gente,
tus castillos vendió, no te era dado
martirizar sus hijos crudamente;

     que a Hugo y Brigata y ambos que he cantado,
su edad temprana inculpes declaraba,
¡oh nueva Tebas, de crueldad traslado!

     El lago a la distancia se ensanchaba,
y otra turba de sombras se veía,
cuya cabeza al dorso se inclinaba.

     La misma queja resonar se oía,
y su llanto, que paso no encontraba,
sobre el helado corazón caía;

     pues la lágrima al ojo se agolpaba,
y cual visera de cristal helado,
en los párpados dura se fijaba.

     Bien que fuese cual callo inanimado,
por el frío, y que todo sentimiento
en mi rostro estuviese anonadado,

     me pareció sentir ligero viento,
y al guía interrogué: «¿Quién esto mueve?
¿No está el Cocito de vapor exento?»

     Y él respondió: «Ya lo verás en breve:
tu ojo a tu boca le dará respuesta,
al ver la causa que este soplo llueve.»

     Y un triste que en el frío se molesta,
a los dos nos increpa: «Almas tan duras,
que merecéis esta mansión funesta,

     »quitadme estas heladas veladuras,
antes que vuelva a congelarse el llanto,
que el corazón impregna de torturas.»

     «Si quieres», dije, «alivio a tu quebranto,
di quién eres, y tu ojo desabrigo;
o en el fondo del hielo te suplanto»

     El respondió: «Yo soy fray Alberigo;
soy aquél de la fruta de mal huerto,
y aquí cosecho dátiles por higo.»

     Y yo a él: «¿Estás en cuerpo muerto?»
Y respondió: «Que el mundo el cuerpo vea
puede ser, pues de todo estoy incierto.

     »Es privilegio de esta Tolomea
que, con frecuencia, el ánima caída
de Atropos anticipe la tarea.

     »Por que ablandes mi vista endurecida,
con mejor voluntad, diré que al punto
que un alma cual la mía es ya perdida,

     »al cuerpo le es quitada, y su trasunto
viste un demonio atroz que lo gobierna,
antes que llegue la hora del consunto.

     »Y mientras su alma baja a esta cisterna
queda en el mundo el cuerpo semivivo,
como esa sombra que a mi lado inverna.

     »Saberlo debes, si lo has visto vivo:
es Branca D'Oria, que hace algunos años
aquí cayó, y aquí quedó cautivo.»

     «Creo», le dije, «son puros engaños,
pues Branca D'Oria vive todavía,
y come, bebe, duerme y viste paños.»

     Y él: «Malebolge no tragado había
a Miguel Zánchez en la pez hirviente,
cuando esa alma perdida aquí caía;

     »y un demonio ocupaba el ser viviente,
y de un prójimo suyo, alma maligna,
que cual D'Oria pecó traidoramente.

     »Ahora extiende hacia mí mano benigna,
y abre mis ojos.» Los dejé cerrados,
¡y noble fué con él mi acción indigna!

     ¡Ah, Genoveses!, hombres mixturados,
de usos diversos, llenos de magaña,
¿por qué no sois del mundo desterrados?

     Junto del alma peor de la Romaña,
por sus obras se encuentra allí cautivo,
uno vuestro, que ya el Cocito baña

     y aun en el mundo el cuerpo se halla vivo.




CANTO XXXIV


[ Cuarta y última esfera del círculo noveno. Los traidores sumergidos en el hielo. El abismo de la Judeca. Aparición de Lucifer. Bajada y subida de los dos poetas. El centro de atracción de la tierra. Salida a otro hemisferio. El riveder de las estrellas. ]


     «El rey con las banderas del infierno
está cercano; mas primero mira»,
dijo el guía, «si ves lo que discierno.»

     Como cuando entre nieblas se respira,
o que al anochecer la luz decrece,
se ve un molino que a lo lejos gira,

     grande fábrica así ver me parece.
Contra el viento que viene, busco abrigo.
Y mi guía a su espalda me lo ofrece.

     Estaba (en metro con temor lo digo)
do las sombras se ven en transparencia,
cual paja que el cristal lleva consigo;

     donde entre el hielo sufren penitencia,
de pie o cabeza, en arco contraído
el cuerpo, pies y rostro en adherencia.

     Siguiendo por mi guía conducido,
hasta donde le plugo al fin mostrarme
a la criatura de esplendor perdido,

     me detuvo, y atrás hizo quedarme,
diciendo: «Mira a Dite; es el momento
de que tu pecho de energía se arme.»

     Cómo quedara helado y sin aliento,
no preguntes, lector, ni yo lo escribo,
pues que todo decir es vano intento.

     No estaba muerto, mas no estaba vivo,
y puede imaginarse un ingenioso
lo que es un semimuerto y semivivo.

     El que impera en el reino doloroso
está en el hielo, a medias soterrado;
y más bien me igualara yo a un coloso,

     que un gigante a su brazo desdoblado.
¡Cual sería de pies a la cabeza
su gigantesco cuerpo levantado!

     Si su fealdad iguala su belleza
cuando contra el Creador alzó los ojos,
¡razón hay de llorar en la tristeza!

     ¡Oh!, ¡qué maravilla en sus despojos,
cuando le vi tres caras en la testa!
Una delante, de colores rojos,

     y otras dos, ayuntadas con aquesta,
que desde el medio de cada ancha espalda
se reunían en lo alto de la cresta.

     La diestra era entre blanca y entre gualda,
y la izquierda, cual son tales y cuales
los que del Nilo nacen a su falda.

     Llevan las tres dos alas colosales,
cual de tamaño pájaro en el vuelo.
¡Jamás el viento infló velas iguales!

     Eran sin plumas, mas tenían pelo:
¡Murciélago infernal!, ¡con que aventaba
tres vientos varios de perenne hielo,

     con que el Cocito todo congelaba!
Por seis ojos y seis mejillas llora,
y mezcla el llanto a sanguinosa baba.

     En cada boca un pecador devora,
con sus colmillos, de espadilla a guisa:
de un alma es cada boca torcedora.

     La del frente algo menos martiriza,
pero su garra, cual de acero dura,
la piel hace pedazos triza a triza.

     «Aquel que sufre la mayor tortura»,
dijo el maestro, «es Judas Iscariote,
cabeza adentro y piernas en soltura.

     »De esos cabeza abajo, en otro lote,
el que pende del negro befo es Bruto,
que sufre sin que el labio queja brote.

     »El otro es Casio, fuerte como enjuto.
Mas ya la noche viene y es la hora
de la partida, en la mansión del luto.»

     Me abracé de mi sombra protectora,
y al tentar Lucifer un nuevo vuelo,
pisó el lomo con planta previsora:

     y en seguida, pisando pelo y pelo,
de vello en vello descendiendo fuimos,
entre la helada costra y denso pelo.

     Cuando al anca del monstruo descendimos,
en donde el muslo a compartirse empieza,
en angustia, mi guía y yo nos vimos;

     él puso el pie do estaba su cabeza,
y del pelo se asió, cual si volviera
una vez más al antro más apriesa.

     «¡Guarda!», dijo, «¡que no hay más escalera!»,
como hombre que perdiese ya el aliento.
«¡Partir conviene de mansión tan fiera!»

     Por peñasco horadado en su cimiento,
salió, y al deponerme al otro lado,
me dió la explicación del movimiento.

     Alcé los ojos, y quedé asombrado
al ver arriba al infernal coloso
que las piernas había trastornado.

     Cual yo quedé confuso y afanoso,
puede pensarlo el vulgo que no entiende,
como salí del paso trabajoso.

     «¡De pie!», dijo el maestro, «que aun se
extiende, en larga vía el áspero camino,
y ya a la media tercia el sol asciende.»

     No era, por cierto, un sitio palatino
aquel recinto, triste y desolado,
sin luz, y el suelo duro y salvajino.

     «Al dejar el abismo condenado»,
poniéndome de pie, dije a mi guía,
«sácame del error que me ha turbado.

     »¿Do está el cielo? ¿Cómo éste que se erguía,
nos muestra su estatura trastornada?
¿Cómo la noche se convierte en día?»

     Y él a mí: «Tu cabeza preocupada
estar piensa en el centro en que me viste
asir el pelo del que al mundo horada.

     »Mientras que yo bajaba, allí estuviste,
y al revolverme, descendiste, al punto
que todo peso atrae de cuanto existe.

     »Ahora, de otro hemisferio te hallas junto,
que es por la Tierra Santa cobijado,
bajo de cuya cima fué consunto.

     »EL que nació y viviera sin pecado:
tienes los pies sobre la estrecha esfera
que la Judeca forma al otro lado;

     »aquí, amanece; allá, la sombra impera;
y éste que por escala nos dió el pelo,
está lo mismo que antes estuviera.

     »A esta parte cayó del alto cielo,
y la tierra, al principio dilatada,
con espanto tendió del mar el velo,

     »y a este hemisferio vino arrebatada;
y dejando vacío el centro roto
aquí formó montaña levantada;

     »y abajo, allá, de Belzebut remoto,
del largo de su tumba una rotura,
que no se ve, mas que cercana noto

     »por el son de arroyuelo que murmura,
bajando lento con andar tortuoso,
y en la roca ha cavado su abertura.»

     Entramos al camino tenebroso,
para volver a ver el claro mundo,
y, sin cuidarnos de ningún reposo,

     subimos, él primero y yo segundo,
hasta del cielo ver las cosas bellas:
por un resquicio de perfil rotundo,

     a contemplar de nuevo las estrellas.




PURGATORIO
 
 
 
CANTO I
 

     Por correr mejor mar, alza la vela
la navecilla de mi ingenio errante,
que deja tras de sí tan cruel procela.

     Canto el segundo reino, en que anhelante
se purifica el alma humana, en vía
de alzarse digna al cielo bienandante.

     Resurja aquí la muerta poesía,
¡oh, santas Musas que me dais confianza!
¡Alce Caliope un tanto su armonía,

     y acompañe mi canto la pujanza,
con que de nuevo Urrucas el respiro,
ahogó, de remisión, sin esperanza!

     Dulce color del oriental zafiro
que en el sereno espacio difundía
el éter, hasta el fin del primer giro,

     de nuevo deleitó la vista mía,
fuera del aura muerta y sus dolores,
que ojos y pecho contristado había.

     Bello planeta que conforta amores
hacía sonreír todo el oriente,
velando en luz los Peces precursores.

     Volvíme a diestra mano, y puse mente
al otro polo, y vide cuatro estrellas
que sólo vió la primitiva gente.

     Parecía gozarse el cielo en ellas.
¡Oh, viudo septentrión entristecido,
que estás privado de mirar aquéllas!

     Cuando su luz de vista hube perdido,
volvíme un poco hacia el opuesto polo
donde el Carro se había sumergido,

     y cerca vi de mí un anciano solo,
que al verle, reverencia era debida,
cual la que el hijo al padre da tan sólo.

     Larga barba, algún tanto emblanquecida,
llevaba, y cabellera semejante,
en trenzas sobre el pecho repartida.

     Las santas luces de esplendor radiante
alumbraban su rostro con su fuego,
como si el sol tuviera por delante.

     «¿Quiénes sois, que subiendo el río ciego,
salido habéis de la prisión eterna?»,
dijo, y la noble barba movió luego;

     y siguió: «¿Quién os guía? ¿qué lucerna
os alumbró en la noche que allá enluta
el valle siempre negro en que se inferna?

     »Del hondo abismo ¿qué su ley inmuta?,
¿o ha revocado el cielo su decreto,
que, malditos, venís hasta mi gruta?»

     Mi guía, entonces, me cogió discreto,
y con señas, con voces y con mano,
me hizo de hinojos tributar respeto.

     Y luego respondió: «Virtuoso anciano,
yo no vengo por mí; mujer del cielo
me ha pedido que acorra a un ser humano.

     »Si el saber quiénes somos es tu anhelo,
lo diré con palabra verdadera,
que al decirlo, de ti nada recelo.

     »Este que ves, no vió noche postrera;
por su demencia se encontró afligido,
tanto, que en su camino se perdiera,

     »si en su auxilio no hubiese yo acudido;
y como no hay más vía en la jornada
que la seguida, por aquí he venido.

     »Le he mostrado la gente condenada,
y mostrar los espíritus pretendo
que purgan bajo ti, su alma manchada.

     »Largo es, cómo decir, y no me extiendo:
de arriba baja la virtud que ayuda
para verte y oírte conduciendo.

     »Que tu valer en su favor acuda:
busca la libertad, que sabe cara,
quien por ella de vida se desnuda.

     »Lo sabes tú, que amarga no encontrara
en Utica la muerte, en que has dejado
la carne, que el gran día hará preclara.

     »Ningún decreto eterno hemos violado:
éste es un vivo, y Minos no me manda.
Donde los castos ojos me han mirado,

     »de Marzia, estoy, y aun te demanda,
gran corazón, la tengas por esposa.
Acoge por su amor nuestra demanda.

     »Déjanos ir por tu región piadosa,
de siete reinos; que éste, agradecido,
de ti en la tierra hará mención honrosa.»

     «Marzia», dijo, «a mis ojos grata ha sido
mientras viví en el mundo en otra hora,
y consiguió de mí cuanto ha querido.

     »Si más allá del Aqueronte mora,
yo aparte estoy del mal, por ley dictada,
cuando salí del limbo en buena hora.

     »Mas si te guía Bienaventurada,
como lo dices, ella te asegura;
que tu demanda sea propiciada.

     »Anda, y ciñe de un junco la cintura
de ese mortal, y lava su semblante,
para quitarle toda mancha impura.

     »No es bueno se presente así delante,
con sombras que sorprendan la mirada,
del que es del paraíso el anunciante.

     »En torno de esta islilla, a la bajada,
por el costado que la bate la honda,
el junco crece, en playa empantanada:

     »ninguna planta que produzca fronda
o pueda endurecerse, tiene vida,
cuando inflexible a percusión responda.

     »No renovéis la senda recorrida:
el sol que nace os mostrará el camino,
y de este monte la mejor subida.»

     Y desapareció, y acto contino
miré en silencio, de mi guía al lado,
escrutando en sus ojos mi destino.

     «Mis pasos», díjome, «sigue, hijo amado:
volvamos hacia atrás, que aquí declina
esta llanura que hemos contorneado.»

     El alba vence la hora matutina,
que huye delante de ella, y aun lejano
percibo el tremolar de la marina.

     Seguimos solitarios por el llano,
como quien busca la perdida estrada,
y, mientras tanto, todo es tiempo vano.

     Al llegar a la parte resguardada,
que pugna con el sol, donde el rocío
no evapora la luz de la alborada,

     ambas manos impuso el maestro mío
sobre la húmeda hierba, blandamente;
y yo que penetré su intento pío,

     mis mejillas tendíle prontamente,
en llanto humedecidas; y borrado
el infernal color quedó en mi frente.

     Llegamos hasta el borde desolado,
donde mortal que al mundo retornara
en sus aguas jamás ha navegado.

     Y como el buen anciano aconsejara,
me ciñó la cintura con un junco;
y, ¡oh, maravilla», al punto retoñara

     la humilde planta, de su gajo trunco.




CANTO II
 

     Ya estaba el sol al horizonte junto,
que cubre con su cerco meridiano
Jerusalén en su más alto punto.

     La noche, opuesta en círculo lejano,
sale del Ganges con la fiel Balanza,
que al levantarse el sol cae de su mano;

     y del blanco y del rojo la semblanza,
marcando el paso de la bella aurora,
pasa al fin del dorado a la mudanza.

     Aun cerca de la mar estamos ora,
tal como aquel que piensa en su camino
con deseos, y el cuerpo se demora;

     y como vese en cielo matutino,
de Marte, entre el vapor, la luz rojiza,
al ocaso bañar campo marino,

     así me pareció venir de prisa
una luz por el mar, y que volaba,
tal que un ala veloz fuera remisa.

     Y mientras al maestro interrogaba,
apartando mi vista, al remirarla
vi que con más fulgor la luz brillaba.

     Por ambos lados puede contemplarla,
y vi una blanca forma reluciente,
y abajo, otra más blanca, al observarla.

     Mudo el guía, miraba atentamente,
y al ver el ala blanca en la barquilla,
al nauta conoció distintamente.

     Y exclamó: «¡Dobla en tierra la rodilla:
es el ángel de Dios: plega las manos!
Ministro de divina maravilla,

     »ve cual desdeña bártulos humanos;
no emplea remos; cual celeste vela,
su ala cruza los mares más lejanos.

     «Ve cuan erguido sobre el agua vuela,
batiendo el aire con eterna pluma,
que no es mortal cual pelo que se pela.»

     Así miro avanzar entre la bruma
aquella ave divina de luz viva,
tan deslumbrante que su vista abruma.

     Doblo la faz; y entonces a la riba
toca el esbelto esquife, tan ligero
que apenas roza el agua fugitiva.

     Viene a la popa el celestial nauclero,
de beatitud el signo en él inscripto,
con cien almas que trae al surgidero.

     «¡In exitu Israel», cantan, «de Ægypto!»,
las almas a una voz, fervientemente,
con todo lo demás del salmo escrito.

     De la cruz hizo el signo reverente,
y, dejando en la playa a los viajeros,
volvió, como al venir, rápidamente.

     Parecía que fuesen forasteros,
pues, asombrados, todo lo miraban,
cual quien mira con ojos noveleros.

     Rayos de sol los cielos saeteaban,
y sus certeras flechas al poniente
a Capricornio del cenit lanzaban.

     Cuando la nueva turba alzó la frente,
se vino hacia nosotros, preguntando:
«¿Por dó al monte se va derechamente?»

     Virgilio respondió: «Estáis pensando
que almas somos del sitio habitadoras;
pero vamos también peregrinando.

     »Hemos llegado aquí no ha muchas horas,
por vía que es tan áspera y tan fuerte,
que estas breñas nos son halagadoras.»

     Al verme sin el signo de la muerte,
y respirando como lo hace un vivo,
palideció la grey, quedando inerte.

     Mas luego, como al ramo del olivo
que levanta de nuevas mensajero,
nadie se muestra de acudir esquivo,

     así corrieron con el pie ligero,
las fortunadas almas adelante,
olvidando hermosear su ser primero.

     Una de ellas llegó de mí delante,
y me abrazó con tan cordial afecto
que movióme a cariño semejante.

     ¡Oh, sombras vanas, fuera de su aspecto!,
tres veces a su espalda eché los brazos,
y otras tantas hallé sólo aire escueto.

     En mi rostro de asombro vió los trazos
la sombra, y sonrióse levemente;
y yo, siguiéndola, fuí tras sus pasos.

     Que parara, me dijo dulcemente:
la conocí; pedí se detuviera
para hablarme, aunque fuese brevemente.

     Y respondióme: «Así cual te quisiera,
con mi carne mortal, te amo sin ella.
Mas ¿dónde vas con planta tan ligera?»

     «Casella mío», repliqué, «la huella
sigo a que he de tornar en otro viaje:
pero tú, como muerto, ¿por qué estrella,

     »tanto tardaste?» Y él: «Ningún ultraje,
si por acaso retardó el permiso
de realizar hasta ahora este pasaje,

     »el que pudiera hacerlo, a mí me hizo:
que en tres meses seguidos ha pasado
a todo aquel que en santa paz lo quiso.

     »Me hallaba donde el Tíber es salado,
cuando sus aguas en el mar derrama,
y allí benigno me acogió a su lado.

     »Su ala hacia el Tíber otra vez lo llama,
do se ve todo espíritu arribado,
que el Aqueronte oscuro no reclama.»

     Y yo: «Si nueva ley no te ha privado
de la memoria de amoroso canto,
que a veces en un tiempo me ha encantado,

     »consuélame, si bien te place, un tanto,
porque el ánima mía y mi persona
se han llenado en el tránsito de espanto.»

     «¡Amor che nella mente mi ragiona!»,
a cantar comenzó tan dulcemente,
que la dulce canción aun mi alma entona.

     Mi buen maestro y yo, y aquella gente,
parecíamos seres bien contentos,
sin cuidados ningunos en la mente.

     Sus notas escuchábamos atentos,
cuando el viejo de cara respetuosa
gritó severo: «¡Espíritus, que lentos

     »os detenéis en negligente posa,
id al monte, limpiando la impureza
que os oculta de Dios la faz piadosa!»

     Cual palomas que en medio a la dehesa
trigo y cizaña tienen por pastura,
tranquilas, sin arrullos de braveza,

     y que, si algo las turba, con pavura
súbitamente dejan la comida,
porque mayor cuidado las apura;

     tal la nueva mesnada sorprendida
el canto abandonó, y a la ribera
corrió cual quien no atina con la huída.

     Nuestra fuga no fué menos ligera.




CANTO III
 

     Así que hubo las almas dispersado
La subitánea fuga en la campaña,
hacia el monte que purga del pecado,

     yo me estreché contra mi fiel compaña.
¿Cómo sin él habría yo corrido?
¿Quién me habría llevado a la montaña?

     Me pareció de sí desavenido:
¡Oh, conciencia tan digna como pura!
¡Cómo tan leve falta te ha dolido!

     Al verle detenerse en la premura
que despoja la acción de su nobleza,
mi mente, en un principio algo insegura,

     se dilató, volviendo la cabeza
al monte que mi vista concentraba,
y que en la tierra sube a más alteza.

     El sol, detrás de mí, rojo flameaba,
y, rompiendo sus rayos mi figura,
adelante mi sombra proyectaba.

     Yo me volví hacia un lado, con pavura
de abandonado estar, cuando veía
delante mí sólo la tierra oscura.

     Mas, confortándome, dijo mi guía:
«¿Por qué tu desconfianza? ¿Tú has pensado
que no te guíe siempre en compañía?

     »Vésper está do se halla sepultado
mi cuerpo, que antes sombra proyectara,
y Nápoles a Brindis ha quitado.

     »Si ora ninguna sombra a mí se encara,
no te admire, que no es propio del cielo
que rayo a rayo asombre su luz clara.

     »Para sufrir tormento en fuego y hielo
Dios del cuerpo nos da la semejanza,
Guardando su secreto a nuestro anhelo.

     »Insensato quien tenga la esperanza
de hallar razón en la infinita vía,
que en uno y tres substancia es y semblanza.

     »Basta a la humana gente con el quia,
pues, si todo supiese en absoluto,
no era preciso el parto de María.

     »Aspiraron a más, pero sin fruto,
los que, perdiendo anhelo sosegado,
alcanzaron tan sólo eterno luto.

     »De Platón y Aristóteles he hablado
y de otros, muchos más.» Y aquí su frente
inclinó silencioso, asaz turbado.

     Al pie de la montaña, en su pendiente,
vimos rocas tan ásperas e inciertas
que atajaran al pie más diligente.

     Entre Lerice y Turbia, más desiertas
no son las sendas figurando escalas,
pues, a éstas comparadas, son abiertas.

     «¿Por dónde este camino tendrá calas»,
dijo el maestro, el paso reposando,
«si se puede subir sin tener alas?»

     Mientras tanto, su rostro doblegando,
recorría el camino con la mente,
e iba en torno la roca contemplando;

     cuando a la izquierda apareció una gente,
que eran almas de andar tan retardado,
que venían muy lenta, lentamente.

     «Alza la vista», dije al maestro amado.
«He aquí quien darnos puede cierta seña,
si es que acaso te encuentras extraviado.»

     Miróme entonces, y con grata seña
dijo: «Vamos, pues vienen tan despacio:
y tú, hijo mío, la esperanza empeña.»

     Lejos estaban con su andar reacio,
y después de mil pasos recorridos,
a buen tiro de piedra en el espacio.

     Vimos a los espíritus reunidos
estrecharse a la roca titubeantes,
como quien sitios ve desconocidos.

     «¡Oh, espíritus, selectos bienandantes»,
dijo Virgilio, «por la paz benigna,
que creo alcanzaréis perseverantes,

     »decidnos, donde el monte aquí se inclina,
si es posible subir al alto risco;
que es triste perder tiempo, al que imagina!»

     Cual corderas que salen del aprisco,
una, dos, tres, y el resto quieto espera,
con timidez y gesto medio arisco;

     Y hacen todas lo que hace la primera,
se detienen o van atropelladas,
sin saber el porqué que las moviera,

     de tal suerte las almas fortunadas
vi yo moverse en pos su cabecera
púdico el rostro, honestas las pisadas;

     pero la sombra que cabeza hiciera,
al ver la luz, en tierra interceptada,
y que mi sombra a diestra se extendiera,

     se detuvo y quedó maravillada:
y el resto de la banda, símilmente,
sin saber el porqué quedó parada.

     «Sin que lo preguntéis: es un viviente»,
el guía dijo por calmar su anhelo;
«y por eso oscurece el sol luciente.

     »Y no os asombre, pues lo quiere el cielo,
que pueda traspasar esta barrera,
por especial virtud, fuera del suelo.»

     Y aquella gente digna respondiera:
«Tornad y de nosotros id delante»,
y saludó con mano placentera.

     Y uno de ellos, llegando a mí delante,
así empezó: «Quién seas no pregunto:
mira bien si conoces mi semblante.»

     Lo miré con fijeza en su conjunto:
rubio era y bello y de gentil aspecto,
mostrando un golpe, de la ceja junto.

     Humildemente confesé mi aprieto:
no lo reconocí, y él dijo: «¡Cuida!,
de la imperial Constanza soy el nieto.»

     (Y sobre el pecho me mostró una herida.)
«Soy Manfredo», agregó: «yo te suplico
que si llegas a ver a mi hija querida,

     »de Aragón y Sicilia, timbre rico,
generatriz que fué de su corona,
le digas la verdad, cual la publico.

     »Cuando fué traspasada mi persona
por mortales heridas, repentido
me consagré lloroso al que perdona.

     »He muy grandes pecados cometido;
mas la bondad de Dios es infinita,
y en sus brazos acoge al convertido.

     »Si el pastor de Cosenza, que en mi cuita
mandó Clemente a perseguirme, en su hora,
leído hubiese de Dios la ley escrita,

     »yacerían aún mis huesos ora
a la entrada del puente en Benevento
bajo pesada losa protectora.

     »Hoy la lluvia los baña y mueve el viento,
fuera del reino, casi sobre el Verde,
enterrados con cirios de escarmiento;

     »pero el eterno amor nunca se pierde
por maldición contra la eterna gracia,
mientras florece la esperanza verde.

     »Verdad es que quien muere en contumacia
de nuestra Iglesia y tarde se arrepienta,
debe sufrir su pena y su desgracia

     »en este sitio, tantas veces treinta,
sobre la edad en que murió obstinado,
si con un ruego, remisión no cuenta.

     »Por eso, si me atiendes con agrado,
cuenta por caridad a mi Constanza
cómo me has visto y cómo estoy penado,

     »que aquí la prez del mundo mucho alcanza.»




CANTO IV
 

     Cuando por el placer o la congoja
que alguna facultad nuestra comprenda,
el alma bien a su interior se acoja,

     no es posible a ninguna otra se extienda,
y esto prueba ser falsa la doctrina.
que un alma sobre otra alma luz encienda;

     porque al mirar y oír se determina
cosa que el alma absorba arrebatada,
y corre el tiempo que a medir no atina;

     que a una potencia afecta la escuchada,
y a la otra aquella que en el alma impera;
pues una es libre, la otra aprisionada.

     De esto tuve experiencia verdadera,
al espíritu oyendo y admirando,
cuando a cincuenta grados de la esfera

     estaba el sol sin yo notarlo, y cuando
varias almas gritaron de la altura:
«Aquí tenéis lo que venís buscando.»

     No es mayor de la viña la abertura
que cierra el viñador con un espino
cuando la uva negrea de madura,

     cual era aquel estrecho salvajino
en que el maestro y yo fuimos entrando
y las sombras nos dieron por camino.

     De Noli a San León se va bajando,
y en Bismantova súbese a la cumbre
con los pies; pero aquí sólo volando

     con alas que contrasten pesadumbre;
mas me las dió el deseo, y el buen guía,
que era de mi esperanza única lumbre.

     Por una rajadura se subía,
y era tan escabrosa su estrechura,
que de los pies y manos me valía.

     Cuando llegamos a pisar la altura
y dominar la playa descubierta,
clamé: «¿Qué nos reserva la ventura?»

     Y de él a mí: «Sigue mi paso alerta
hasta alcanzar el punto culminante,
donde encontremos una escolta cierta.»

     Y era la altura tal, que trepidante
la vista se ofuscaba, y sus costados
como una línea a plomo del cuadrante.

     Yo sentía los miembros extenuados,
y dije al dulce padre: «Vuelve y mira,
que voy sólo a quedar con pies cansados.»

     «Hijo», me dice, «anímate y respira.»
y me mostró una peña dominante
que en el contorno de aquel monte gira.

     Me espoleó su palabra confortante,
y a gatas me arrastré en su seguimiento
hasta pisar la roca circundante.

     Ambos tomamos al llegar asiento
y volvimos la vista hacia el levante,
que ver camino andado es un contento.

     Miré primero el fondo colindante,
y luego el sol, y mucho me admiraba
ver a izquierda su rayo centellante.

     Dijo el poeta al ver que absorto estaba
viendo del carro las chispeantes huellas
que entre nosotros y Aquilón pasaba:

     «Si de Cástor y Pólux las estrellas
se hallaran en compaña de ese espejo
que esparce en las esferas luces bellas,

     »rotar verían con fulgor bermejo
el zodíaco a las Osas muy cercana,
si recorriese su camino viejo.

     »Si quieres penetrar bien este arcano,
recapacita y piensa, que este monte,
aunque opuesto a Sión y en mar lejano,

     »tienen ambos idéntico horizonte
en los dos hemisferios, que es la senda
que con su carro no acertó Faetonte;

     »y por eso conviene que se atienda
que ambos montes están de opuesto lado,
a fin que tu intelecto bien me entienda.»

     «Comprendo», respondí, «que no he mirado
con ojos claros, y ahora bien discierno
lo que antes mi razón no hubo alcanzado.

     »Este es el semicírculo superno
del movimiento, el Ecuador llamado,
que siempre está entre el sol y entre el invierno,

     »de suerte que - según me has explicado -
se acerca al Septentrión, cuando el Hebreo
puede mirarlo del candente lado.

     »Mas si te place, colma mi deseo:
¿Mucho hay que andar en la áspera subida?,
porque su fin ni en lontananza veo.»

     Y él: «La montaña se halla repartida
de tal manera, que el comienzo es grave,
Y más arriba, a más subir convida.

     »Más adelante has de encontrarla suave
y sentirás tu paso tan ligero
como con viento en popa anda la nave.

     »Hallarás al final de este sendero
tregua a tu afán: en tanto, aquí reposa.
Y nada más, que esto es lo verdadero.»

     Y en pos de esta palabra cariñosa
se oyó cerca una voz que nos decía:
«Tal vez será la ruta fatigosa.»

     Y al volvernos notamos que salía
a la izquierda de un risco vigoroso
que aun ni uno ni otro percibido había.

     Al acercarnos vimos silencioso
un grupo de su sombra cobijado,
como en el suelo se echa el perezoso:

     uno me pareció más fatigado,
que ocultaba en sus brazos la cabeza
de sus propias rodillas abrazado.

     «Maestro», pregunté, «¿qué sombra es ésa
que entre las otras es más indolente,
cual si fuese su hermana la pereza?»

     En nosotros, la sombra puso mente,
por debajo la pierna el ojo echando,
y dijo: «Sube tú, que eres valiente.»

     Quién era entonces conocí, y aun cuando
la angustia del cansancio me afligía,
me aproximé a su lado jadeando;

     Y él la cabeza apenas si movía,
diciendo: «¿Has visto el sol cuando se mueve
y hacia el hombro siniestro el carro guía?»

     Su floja acción y su palabra breve
a sonreír me habían provocado,
y comencé: «No a compasión me mueve,

     »Bellacqua, tu penar. ¿Por qué sentado
estas aquí? ¿Aguardas algún guía,
o es que has vuelto a tu ser acostumbrado?»

     Y él: «En subir yo nada ganaría:
ángel de Dios que vela en la portada
ir al martirio no me dejaría.

     »Antes que al purgatorio tenga entrada,
dispone el cielo que transcurra un giro
igual al tiempo de la vida andada;

     »y la expiación aplaza hasta el suspiro,
a menos que plegaria de alma humana
a tanta penitencia dé un respiro.»

     «El sol alcanza ya su meridiana»,
dijo el maestro, que adelante iba;
«ven, que la noche se halla muy cercana,

     »pisando de Marruecos la otra riba.»




CANTO V
 

     Y a las sombras se habían disipado:
yo seguía las huellas de mi guía,
cuando delante a mí, con dedo alzado,

     una gritó: «¡Ved cual apaga el día
el que a la izquierda va por el costado:
que es viviente tal vez parecería!»

     Volví mis ojos al que había hablado,
y vi a la turba ver, maravillada,
a mí, tan sólo a mí, y el sol quebrado.

     «¿Por qué sientes el alma conturbada»,
dijo el guía, «y tu marcha es insegura?
¡Qué importa lo que diga esa mesnada!

     »Sigue y deja esa gente que murmura;
sé fuerte como torre en el embate,
que el viento no conmueve y la asegura;

     »que el hombre que entre ideas se debate,
trepida y su potencia debilita,
y pierde su objetivo en el combate.»

     ¿Qué podía decir con alma aflicta,
sino empezar? «Te sigo avergonzado,
con rubor que perdones solicita.»

     En tanto, y de través al otro lado,
vi gente de la vía en el entronco
cantando un Miserere compasado:

     al acercarse y ver que con mi tronco
apagaba los rayos planetarios,
trocóse el canto en ¡oh! muy largo y ronco.

     Y dos de ellos a modo de emisarios
se avanzan y preguntan asombrados:
«¿Quiénes sois? ¿De dó sois originarios?»

     «Volved», dijo mi guía a los enviados,
«y decid que es de carne verdadera
el cuerpo de este ser. Id sosegados.

     »Si por su sombra ver, estáis a espera,
basta que os diga: le debéis honores,
que él puede hacer la pena más ligera.»

     Nunca vi de la tarde los fulgores
tan pronto atravesar cielo sereno,
ni sol de agosto penetrar vapores,

     como a las sombras vi volver de lleno
al punto de partida, y darnos frente,
cual jinetes corriendo en desenfreno.

     «Avanza hacia nosotros muchas gente
y viénente a rogar», dijo el poeta:
«no te pares y escucha atentamente.»

     «Alma que vas a la mansión selecta,
y con los propios miembros que has nacido»,
llegó clamando: «un tanto el paso aquieta:

     »mira si alguna nuestra has conocido,
para dar en el mundo buena cuenta.
¿Por qué te vas?, deténte complacido.

     »A todas nos hirió muerte violenta:
pecadoras, al fin de última hora
en que la luz celeste nos alienta.

     »En paz con Dios salimos en buena hora,
de la vida, y a tiempo arrepentidas
invocando su gracia bienhechora.»

     Yo respondí: «Me son desconocidas
vuestras faces, fijando las miradas;
pero por vuestras almas bien nacidas,

     «serán vuestras demandas propiciadas,
en la paz que yo busco con mi guía,
de mundo en mucho en tierras encontradas.»

     Y uno de ellos repuso: «En ti se fía
cada uno, sin que le hagas juramento,
que de tu buen querer no desconfía.

     »Yo, que te hablo con pío sentimiento,
te ruego que, si ves el caro suelo
que entre Carlo y Romaña tiene asiento,

     »me otorgues tu plegaria de consuelo,
en Fano, descargando el alma mía
de culpas que aquí lloro en desconsuelo.

     »Allí nací; después la sangre mía
brotó por mis heridas, cuando estaba
en Antenoria, donde asilo había;

     »y donde más seguro me juzgaba
matóme el duque d'Este lleno de ira,
el derecho violando que amparaba.

     »¡Ah!, si me hubiese refugiado en Mira
cuando en Oriaco fuera yo alcanzado,
gozara el aire que tu mundo aspira;

     »mas corrí a las lagunas desalado,
donde entre fango y cañas, ¡que aun lo veo!,
en un lago de sangre caí postrado.»

     Y otro habló: «Que se cumpla el gran deseo
que te conduce a este elevado monte;
que al mío ayudarás lo pienso y creo.

     »Yo soy de Montefeltro: soy Buonconte:
nadie, no, ni aun mi Juana, de mí cura,
porque hoy mi baja frente nada afronte.»

     Y yo a él: «¿Qué fuerza, qué aventura
te hizo desaparecer de Campaldino;
pues se ignora cuál fué tu sepultura?»

     Y él respondió: «Al pie del Casentino
hay un río que llaman el Arquiano,
y sobre el Yermo nace en Apenino,

     »y que pierde su nombre en el rellano:
allí llegué la gola traspasada
huyendo a pie y ensangrentando el llano;

     »ciego, con la palabra anonadada,
murmuré el dulce nombre de María,
y allí cayó mi carne mutilada.

     »Te diré la verdad, por si algún día
ruegas por mí: un ángel del infierno
a un ángel celestial que me acogía,

     »gritó: Me quitas tú lo que es eterno
por una lagrimilla en recompensa;
pero este cuerpo es mío y lo gobierno.

     »Bien sabes que en el aire se condensa
el húmedo vapor, que agua se vuelve
del alto frío en la región inmensa.

     »Allí el genio del mal, que el mal resuelve,
mueve maligno el humo con el viento
por el poder que su natura envuelve.

     »Iba ya a oscurecer, y en un momento,
de Prato al monte nube tempestuosa
llenó el valle, toldando el firmamento.

     »El aire se volvió lluvia copiosa,
y al descender corrió por las pendientes
la que no se bebió la tierra ansiosa.

     »Y reunidas las rápidas corrientes
a las del Arno, todo fué arrastrado
con fuerza irresistible de torrentes.

     »El Arquiano arrastró mi cuerpo helado
hasta el Arno, y deshizo enfurecido
la cruz que, con mis brazos, figurado

     »había yo, por el dolor vencido;
me llevó por su cauce a lo profundo,
y entre su fango me dejó sumido.»

     Siguió un tercer espíritu al segundo:
«Cuando descanses de tu larga vía
y vuelvas otra vez a ver el mundo,

     »acuérdate de mí: yo soy la Pía:
Siena me hizo, y me mató Marema;
lo sabe aquél que, en nuevo anillo, un día

     »puso en mi dedo desposoria gema.»




CANTO VI
 

     Cuando termina el juego de la zara,
y el que pierde, retírase doliente,
repitiendo las suertes que compara;

     con el que gana va toda la gente,
los unos por detrás y otros delante,
o hacen el lado muestra de presente:

     escucha el ganador con buen semblante,
esquivando la mano, y va de priesa,
y, defendiéndose, sigue adelante;

     tal me encontraba entre la turba espesa
volviendo el rostro al uno y otro lado,
y librarme merced a una promesa.

     Allí vi al Aretino, a quien airado
con fiero brazo Tacco dio la muerte,
y aquel que perseguido murió ahogado,

     suplicaban allí con mano inerte,
Novello, y el Pisano que sin vida,
reanimó de Marzucco el alma fuerte.

     Vi al conde de Orso; y el alma dividida
del cuerpo (por malicia o por envidia,
según él, no por culpa cometida),

     de Pier de Broccia, digo (y de su insidia
se guarde la princesa de Brabante
para no verse en más penosa lidia).

     Libre ya de la turba suplicante
que oración redentora me pedía
para alcanzar la gracia edificante,

     yo comencé: «Paréceme, luz mía,
que expresas en las hojas de tu texto,
que un decreto del cielo no podría

     »la plegaria alterar. Si piden esto,
de éstos sería la esperanza vana,
o tu dicho ¿no está bien manifiesto?»

     Y de él a mí: «Su inteligencia es llana,
y la esperanza de éstos no es quimera
si bien se mira con la mente sana;

     »pues el juicio supremo no se altera
porque fuego de amor haya pagado
lo que un alma cumplir aquí debiera.

     »Y allí donde otra cosa yo he afirmado
enmienda no cabía, por efecto
que Dios del ruego estaba separado.

     »No te es dado aclarar tan gran secreto;
disipa toda duda y sólo fía
en la verdad que alumbra el intelecto.

     »Entiendes que a Beatriz me refería:
tú la verás en la encumbrada meta
de este monte, sonriente de alegría.»

     Yo exclamé: «Caro guía, el paso aprieta:
la fatiga pasó que me afligía:
ve que el monte su sombra ya proyecta.»

     «Caminaremos mientras haya día»,
repúsome, «cuanto nos sea dado;
pero la empresa es ardua todavía.

     »Antes que la eminencia hayas pisado
verás de nuevo el sol, que en el presente
no se halla por tu cuerpo interceptado.

     »Pero diviso un alma penitente,
sola, muy sola, que parece aguarda:
tal vez nos ponga en vía prontamente.»

     Y al acercarnos, ¡oh, ánima lombarda!,
¡cómo estabas altiva y desdeñosa,
con profunda mirada, honesta y tarda!

     Ella en tanto yacía silenciosa;
pero dejaba hacer, fijo mirando
a guisa de león cuando se posa.

     Virgilio, empero, se acercó, rogando
que nos mostrase la mejor subida:
y contestó, a su vez interrogando

     sobre la tierra nuestra y nuestra vida;
y el dulce guía, apenas comenzaba
«Mantua»... a decir, la sombra estremecida

     vino del sitio en que parada estaba,
exclamando: «¡Oh, Mantuano! ¡Soy Sordello!
¡Soy de tu mis tierra!»..., y lo abrazaba.

     ¡Oh, Italia esclava, habitación del duelo;
nave en gran tempestad, sin su piloto;
señora de un burdel, no de tu suelo!

     Para el alma gentil, bastó el remoto
dulce recuerdo de nativa tierra,
para brindar al compatriota el voto,

     mientras tú vives en perpetua guerra,
y con tus mismas manos te destrozas,
aun entre muros que igual foso cierra.

     Mira, ¡infeliz!, las playas espaciosas
de tu marina, y busca si en tu seno
en parte alguna con la paz te gozas.

     ¿De qué sirvió que te ajustase el freno
Justiniano, si está la silla rota?
Sin él, tu oprobio fuera menos pleno.

     ¡Ay!, gente, que debieras ser devota
al César en su trono bien sentado,
¡entiende bien lo que tu Dios te nota!

     ¡Ve la fiera que brava se ha tornado
porque sólo la brida manejastes
sin haberla de espuelas adiestrado!

     ¡Oh, tú, tudesco Alberto, que dejaste
que ella se hiciera indómita y salvaje
porque en sus hombros nunca cabalgaste!

     ¡Justa sentencia desde el cielo baje
sobre tu sangre; y sea tan de cierto
que a tu heredero el miedo le trabaje;

     pues por ti, con tu padre de concierto,
por codicia de tierras apartadas,
el jardín del imperio fué un desierto!

     ¡Ven, y verás facciones desalmadas;
Montescos, Filipescos, Capuletos
Y Monaldos, y gentes contristadas!

     ¡Ven a ver a tus nobles predilectos,
y su magaña dura y opresora,
y ve si en Santafior se encuentran quietos!

     ¡Mira a tu Roma que al presente llora
viuda y sola, que en día y noche clama:
«¿Por qué mi César me abandona ahora?»

     ¡Ven a mirar cuánto la gente se ama!
Y si piedad alguna no has sentido,
¡ven a tener vergüenza de tu fama!

     ¡Oh, Jove, el invocarte es permitido,
pues fuiste por amor crucificado!
¿Tus justos ojos se han oscurecido?

     ¿O en tu profundo fallo has ordenado,
como presagio de una suerte buena,
que el bien por hoy nos sea denegado?

     Toda la tierra itálica está llena
de tiranos, tornándose en Marcelo
cualquier villano que facción ordena.

     Florencia mía, toma por consuelo
mi digresión, que a ti nada te toca,
merced del pueblo a su discreto celo.

     En muchos, la justicia que se evoca,
tarda dispara su arco, por cordura:
la de tu pueblo está sobre su boca.

     Muchos renuncian la común procura,
mas tu pueblo solícito responde,
gritando: «¡Yo la agarro!», y la asegura.

     Alégrate, que a ti te corresponde;
rica, en paz y regida con prudencia;
si hablo verdad, su efecto no se esconde.

     Lacedemonia, Atenas, con su ciencia,
con sus leyes antiguas, tan civiles,
buena hicieron, un poco, su existencia;

     pero tú, con tus leyes tan sutiles,
a mitad de noviembre has alcanzado
sin que tus leyes en octubre enhiles.

     ¡Cuántas veces en tiempo no olvidado,
leyes, moneda, cargos y costumbre,
al innovar gobiernos has mudado!

     Acuérdate; cuando la luz te alumbre
te verás como enferma que, tendida
sobre plumas, tan sólo pesadumbre

     al revolverse encuentra dolorida.




CANTO VII
 

     Después de la acogida placentera,
que renovaron ambos con dulzura,
Sordello al guía preguntó quién era.

     «Antes de que viniesen a esta altura
las almas que la gracia ha señalado,
Octavio dió a mis huesos sepultura.

     »Virgilio soy: no por mayor pecado,
de fe sólo por falta, perdí el cielo.»
Así repuso el maestro interrogado.

     Cual quien mira de pronto con anhelo,
maravillado, lo que está esperando,
y exclama: ¿Es o no es? en su desvelo,

     tal Sordello, los párpados bajando
humildemente, de respeto en signo,
de Virgilio las plantas abrazando,

     así exclamó: «¡Oh, gloria del Latino,
que el poder de su lengua ha revelado!
¡De donde yo nací, renombre digno!

     »¿Por qué gracia especial me eres mostrado?
Si digno soy de oírte humildemente,
¿di si vienes del mundo condenado?»

     «Por los cercos del ámbito doliente»,
respondió, «de muy lejos he venido
por virtud que me mueve providente.

     »No por hacer, más por no hacer, perdido
tengo el cielo, por ti tan anhelado,
y que tarde me fuera conocido.

     »Hay abajo un lugar entenebrado
en donde no hay aullidos ni tormentos,
donde sólo el suspiro ha resonado.

     »Allí estoy con los párvulos, no exentos
de la culpa que a tiempo no lavaron,
y la muerte mordió sin sacramentos;

     »allí conmigo los que no alcanzaron
las tres santas virtudes a vestirse,
aunque todas las otras practicaron.

     »Mas si sabes, y bien puede decirse,
indícanos cuál es mejor sendero
por donde al purgatorio pueda irse.»

     La sombra: «Aunque mi puesto no es certero,
hasta lo alto subir no me es vedado,
por lo que puedo ser tu compañero.

     »Pero al ocaso el sol está inclinado;
de noche no es posible la subida,
y es forzoso buscar sitio abrigado.

     »Hacia el lado derecho está reunida
una legión de sombras: si te place
a conocerlas la ocasión convida.»

     «¿Cómo?», dijo Virgilio. «¿Y qué más hace
de noche caminar?, nada recelo.
¿Habrá quien del camino me rechace?»

     Rayó Sordello con el dedo el suelo,
diciendo: «Cuando el sol se haya ocultado,
no ir más allá es voluntad del cielo.

     »No es que te sea el paso contrastado
por otra cosa que la noche umbría;
y lo que no se puede, está vedado.

     »Empero, descender bien se podría,
y recorrer la costa, en torno errando,
mientras que nos alumbre luz del día.»

     Virgilio, poco menos que admirando,
«Llévanos», dijo, «donde placentera
pueda sernos la noche, demorando.»

     No lejos, continuado la carrera,
vi un barranco cavado a los extremos,
que como un valle de los nuestros era.

     Dijo la sombra: «Luego llegaremos
donde el monte un recodo manifiesta,
y allí que venga el día esperaremos.»

     Entre el llano y la escarpa va una cuesta
que por tortuosa senda que se inclina
nos lleva donde el monte más se acuesta.

     Grana, plata con oro, leche albina,
esmeralda brillante en su fractura,
índico palo que el pulido afina,

     al lado de las flores y verdura
de este seno su brillo apagaría,
como en gran luz es la menor oscura.

     Mas no sólo colores esplendía:
suavísimos olores lo impregnaban,
que misteriosa esencia difundía.

     ¡Salve Regina!, a unísono entonaban
almas sentadas en florido prado,
que en aquel verde valle se ocultaban.

     Dijo el que nos había acompañado:
«No pidáis que os conduzca a la llanura
antes que el sol su luz haya anidado.

     »Mejor contemplaréis desde la altura
de esas sombras los rostros y el talante,
que bajando del valle en su procura.

     »El que está más arriba, con semblante
de haber grandes deberes descuidado,
y que enmudece entre la grey cantante,

     »fué Rodolfo, que pudo en su reinado
curar las llagas de la Italia muerta.
¡Vendrá muy tarde quien lo intente osado!

     »Quien lo conforta con mirada cierta,
rigió la tierra que agua en abundancia
da Molda al Elba, y Elba a mar abierta:

     »Otocar fue, que gobernó en su infancia
mejor que su hijo Wenceslao barbado,
que yace en lujuriosa intemperancia,

     »Ese romo que se halla junto al lado
de ese de noble aspecto, tan derecho,
murió huyendo, y el lis ha desflorado.

     »Mírale allá cual se golpea el pecho;
y al otro, que suspira y que convierte
crispada mano, de mejilla en lecho.

     »Padre y suegro del rey que en mala suerte
tocó a la Francia, por la torpe vida
de su hijo y rey, se duelen en la muerte.

     »Y el que ostenta estatura tan fornida,
y voz aduna al de nariz no escaso,
la cuerda del valor llevó ceñida.

     »Si rey no hubiera sido tan de paso,
el joven que detrás está sentado
bien pasara el valor de vaso en vaso.

     »De otros hijos decir tanto no es dado;
Santiago y Federico reinan ora,
pero el reino mejor no han heredado.

     »Porque no siempre de raíz creadora
la probidad humana ha retoñado;
que quien la da, concede al que la implora.

     »De ese nasón el hijo bastardeado,
cual los del otro que a su lado canta,
a la Apulia y Provenza ha desolado.

     »Tanto ha degenerado aquella planta,
cuanto más a Beatriz y a Margarita
y a Constanza, su muerto esposo encanta.

     »Ved al rey que vivió vida bendita,
que solo está: Enrique es de Inglaterra:
a éste su prole en la virtud imita.

     »Quien más abajo está tendido en tierra
mirando arriba, fué el marqués Guillermo,
por quien Alejandría hace en su guerra,

     »de Canavese y Monferrato un yermo.»




CANTO VIII
 

     Era la hora en que sentir consigo
el navegante enternecido quiere,
el día del adiós al dulce amigo;

     y al novel peregrino, amor le hiere,
si una campana suena en lo lejano,
como llorando el día que se muere;

     cuando sentí el oído como en vano,
mirando solo una de aquella almas,
que atención les pedía con la mano:

     uniendo y levantando sus dos palmas,
volvió sus ojos fijos al oriente,
como diciendo a Dios: ¡Sólo tú calmas!

     Te lucis ante, tan devotamente
de su boca brotó, con dulces notas,
que enajenaban corazón y mente;

     y dulcemente las demás, devotas,
siguieron entonando el himno entero,
con su ojo a las esferas más remotas.

     Busca, lector, sentido verdadero
a esta visión de velo transparente,
que es fácil traspasar por lo ligero.

     Vi ejército gentil, que penitente,
después del himno, contemplaba el cielo,
pálido, y esperando humildemente;

     y de lo alto bajar en raudo vuelo
dos ángeles con fúlgidas espadas,
sin punta, como en signo de consuelo:

     verdes, como las hojas renovadas,
sus vestes se agitaban levemente,
verdes alas, a espalda ventiladas.

     Uno de ellos bajó por nuestro frente
y el otro descendió por parte opuesta,
quedando en medio la piadosa gente.

     Vi que era blonda la cabeza, enhiesta,
mas contemplar sus rostros no podía,
a su esplendor mi vista contrapuesta.

     Dijo Sordello: «Mándalos María
a custodiar el valle amenazado,
porque se acerca la serpiente impía.»

     Y yo, que no sabía de qué lado,
interrogué del valle los extremos,
y me acogí a mi guía, todo helado.

     «Ora», agregó Sordello, «bajaremos;
que seréis recibidos con agrado,
y con las grandes sombras hablaremos.»

     Creo que ni tres pasos hube andado,
y a un espíritu vi que parecía
querer reconocerme con cuidado.

     El aire ya la noche ennegrecía,
pero no tanto que no fuese dado
discernir lo que el ojo percibía.

     El vino a mí; yo me acerqué a su lado.
¡Oh, Nino, noble juez, cual fué mi gozo
al no hallarte en el mundo condenado!

     Y después de un saludo cariñoso,
Nino me preguntó: «¿Cuándo has venido
al pie del monte, por el mar undoso?»

     «¡Oh!», respondí: «Por sitio entristecido,
esta mañana vine, en primer vida,
para la otra alcanzar arrepentido.»

     Nino y Sordello, mi respuesta oída,
hacia atrás se volvieron de improviso.
como acontece a gente desmarrida.

     Uno mira a Virgilio; otro remiso
se dirige a un sedente: «¡Sus! ¡Conrado!,
ven a ver lo que Dios por gracia quiso.»

     Y vuelto a mí: «Por el favor preciado,
que a Aquél le debes, que profundo esconde
su alto porqué; cuando hayas traspasado

     »el ancho mar y que te encuentres donde
mi Juana está, dirás que por mí clame
allá donde a inocentes se responde.

     »Pienso que ya su madre no me ame,
pues por otra trocó su blanca venda,
que mísera tal vez tarde reclame.

     »Y por ella es muy fácil se comprenda
lo que en mujeres fuego de amor dura,
cuando el ojo y el tacto no lo encienda.

     »No le dará tan bella sepultura
el Milanés, que en Víbora se acampa,
cual se la diera el Gallo de Gallura.»

     Así dijo, marcándose en la estampa
de su aspecto, su noble y recto celo,
que al corazón en su medida alampa.

     Mi vista ansiosa se tornaba al cielo,
donde los astros de amplitud decrecen,
cual rueda junto al eje acorta el vuelo.

     Y el guía: «¿A qué tus ojos obedecen?»
Y yo a él: «Miro esas tres estrellas
que más acá del polo resplandecen».

     Y de él a mí: «Las cuatro luces bellas
que viste esta mañana, están abajo,
y ascienden éstas donde estaban ellas.»

     Mientras tanto, Sordello a sí lo trajo,
diciendo: «Mira allá nuestro adversario.»
Y apuntó con el dedo hacia lo bajo.

     A la parte del valle solitario,
que es sin reparo, una serpiente estaba
(que a Eva tal vez le dió cebo nefario).

     Entre hierbas y flores se arrastraba
el mal reptil torciendo la cabeza,
y lamiéndose el lomo se lavaba.

     No vi, decir no puedo con certeza,
moverse a los halcones celestiales,
pero los vi volar con ligereza,

     y de sus alas verdes las señales
sentí en el aire, huyendo la serpiente,
y tornar a la vez, volando iguales.

     La sombra que acudiera prontamente
al llamado del juez, en el asalto
no dejó de mirarme fijamente.

     «¡Que en la luz que te guía a lo más alto»,
me dijo, «encuentres suficiente cera
para que subas hasta el gran resalto!

     »Y si quieres noticia verdadera
de Valdemagra y la región vecina,
dilo, que allí en un tiempo grande fuera.

     »Me llamaba Conrado Malaspina;
no el antiguo, mas fuí su descendiente,
y el amor a mi prole aquí se afina.»

     Y yo: «Vuestro país no vi presente:
mas ¿cuál es en Europa la demora
que no repita el nombre reverente?

     »La fama vuestra, vuestra raza honora,
por el pueblo y los nobles aclamada,
que hasta os conoce quien allí no mora.

     »Y os juro, ¡que así suba en mi jornada!,
que no ha perdido vuestra honrada gente
el honor de la bolsa y de la espada.

     »Su natura y su genio providente
hace que el genio malo no la aparte
de la senda que sigue rectamente.»

     Y respondióme: «Antes que el sol se aparte,
siete veces girando en su trascurso,
que Aries con cuatro pies monta y comparte,

     »será loado tu cortés discurso,
y quedará clavado en tu cabeza,
si el juicio divinal no cambia curso,

     »con más seguros clavos, con largueza.»




CANTO IX
 

     Del anciano Thytón, la concubina
ya asomaba al extremo del oriente,
al salir de sus brazos, blanquecina,

     con gemas que lucían en su frente,
de aquel frío animal en la figura
que con la cola hiere humana gente.

     Dos pasos daba allí la noche oscura,
replegando al tercero lentamente
sus alas, inclinadas de la altura;

     y yo, de Adán humano descendiente,
me recliné con sueño y con quebranto,
sentándonos los cinco juntamente.

     Era la hora del quejoso canto
que en la mañana da la golondrina,
quizá en memoria del prístino llanto;

     en que libre la mente peregrina,
su carne olvida y con el alma piensa,
contemplando visión cuasi divina;

     y en sueños parecióme ver suspensa
con plumas de oro, un águila en el cielo,
con ala abierta y de mirada intensa.

     Soñaba estar sobre aquel mismo suelo
do Ganimedes fuera arrebatado
y levantando al sumo en raudo vuelo.

     Yo pensaba que sitio acostumbrado
del águila sería, en su despego
de ejercitar sus garras de otro lado.

     Después me pareció que en insosiego
terrible cual relámpago venía
y me llevaba a la región del fuego.

     Y que con ella arder, me parecía;
y entonces, el incendio imaginado
el agitado sueño al fin rompía.

     No de otro modo, Aquiles, despertado,
volvió sus ojos con inquieto giro
al verse a extraño sitio transportado,

     cuando del lado de Quirón, a Scyro
su madre lo llevó, en donde fuera
por los griegos sacado del retiro.

     Así también mi ser se estremeciera,
huyendo el sueño, y pálido cual muerto,
por el espanto helado me sintiera.

     Al lado estaba mi guardián experto:
ya dos horas el sol subido había,
y mi rostro miraba el mar abierto.

     «No temas nada», dijo mi buen guía,
«hemos venido al punto deseado:
no restrinjas, dilata tu energía.

     »Al fin, el purgatorio has alcanzado:
míralo de altas rocas defendido
y ve la brecha de su entrada al lado.

     «El alba había el cielo aclarecido,
y el alma tuya dentro ti dormía,
con tu cuerpo entre flores extendido.

     »Cuando dijo una santa: Soy Lucía:
déjame levantar a ese dormido,
y así lo aliviaré por su alta vía.

     »Las otras bellas sombras no han venido.
Ella te trajo al despuntar el día,
y subiendo, sus huellas he seguido.

     »Sus bellos ojos en que amor lucía,
me señalaron esa brecha abierta,
y tu sueño se fué, cuando partía.»

     Como quien en sí mismo a ver no acierta,
y que cambia en confianza su pavura
cuando al fin la verdad ve descubierta;

     tal cambié yo, pasando la amargura.
Mi guía entonces traspasó el cercado
y yo seguí tras él hacia la altura.

     Lector, bien ves que el tono he levantado
de mi asunto, y así, con mayor arte,
no extrañes lo mantenga reforzado.

     Presurosos, llegamos a la parte
do el recinto mostraba una abertura,
como la brecha que muralla parte.

     Vi una puerta y tres gradas en bajura,
que de vario color cada una era,
y un inmóvil guardián sobre la altura.

     Y como mi ojo más y más se abriera,
lo vi sentado en grado soberano
con rostro que mi vista encegueciera.

     Empuñaba una espada en una mano,
que en nosotros sus rayos reflejara,
de modo que mirarla quise en vano.

     «¿A qué venís aquí?», nos preguntara.
«¿Quién encamina vuestra marcha encierta?
¡Guay, que no os cueste la venida cara!»

     «Mujer del cielo que nos guarda alerta»,
repuso el guía, «aquí nos ha enviado,
diciendo: Id a donde está la puerta.»

     «Que vuestro paso sea afortunado»,
cortés nos dijo el celestial portero:
«Podéis subir hasta el más alto grado.»

     Más cerca vi que el escalón primero
era de mármol blanco, y su tersura
tal, que era espejo de mi cuerpo entero;

     y el segundo, de piedra más oscura,
en ancho y largo de hendiduras plena,
y de color rojizo en su tintura;

     y que el tercero, que la cima llena,
pórfido parecía, tan flamante
como sangre que brota de la vena.

     Con sus plantas sobre éste, dominante
estaba el ángel, al umbral sentado,
que parecióme piedra de diamante.

     Con buena voluntad, de grado en grado
llevóme el guía, y dijo: «Solicita,
con humildad, corra el cerrojo echado.»

     Me prosterné ante su faz bendita,
pedí misericordia y que me abriera,
golpeando el pecho, con la faz contrita.

     Siete P en mi frente describiera
la punta de su espada, y luego: «Lave
estas llagas, adentro», me dijera.

     Ceniza o tierra seca que se cave,
mostraba en el color de su indumento
y de él extrajo entonces doble llave.

     Una era de oro, la otra era de argento:
con la blanca, después con la dorada,
tocó la puerta con mi gran contento.

     «Cuando una llave está desarreglada,
no puede hacer girar la cerradura»,
dijo, «y la puerta queda bien cerrada.

     »Es más precisa la una y más segura,
pero la otra requiere más prudencia,
porque desata el nudo con blandura.

     »Pedro me dijo al darlas: Ten conciencia
que es mejor puerta abierta que cerrada
si el pecador se postra en penitencia.»

     Abrió luego la puerta consagrada,
diciéndonos: «Tened bien entendido
que vuelve atrás quien vuelve la mirada.»

     Crujió la puerta con terrible ruido
sobre los quicios del dintel sagrado,
produciendo metálico sonido,

     cual no crujió el portón nunca violado
que en Tarpeya guardaba el gran tesoro
de que fué el buen Metelo despojado.

     Pensé escuchar después canto sonoro
y música que al canto se mezclaba,
y del Te deum laudamus dulce coro;

     y evocando el recuerdo, imaginaba
oír como en la tierra, vagamente,
el órgano que al canto acompañaba

     sin percibir las voces claramente.




CANTO X
 

     Traspasado el umbral de aquella puerta,
por mal querer del alma, desusada,
que hace parezca recta vía tuerta,

     por el ruido sentí que era cerrada.
¡De haber tornado el ojo a la salida,
qué excusa a la sentencia fuera dada!

     Allí, subimos una roca hendida,
que serpenteando luego se reparte,
cual ola por dos fuerzas combatida.

     «Aquí conviene usar de tino y arte»,
dijo el maestro, «bueno es inclinarse,
ya de una parte, ya de la otra parte.»

     Esto hacía la marcha dilatarse;
y el disco de la luna, ya menguante,
en su lecho empezaba a recostarse,

     y el barranco seguía hacia delante;
hasta que al fin pisamos suelo abierto,
del monte en un rellano circundante.

     Yo fatigado, y uno y otro incierto
del camino, paramos en un llano,
más solo que una senda del desierto;

     desde la orilla confinante al vano,
hasta el pie de la roca, mediría
tres veces el largo del cuerpo humano:

     en cuanto mi ojo allí volar podía
de la cornisa al uno y otro flanco,
de la misma extensión me parecía.

     Inmóviles, sin dar siquiera un tranco,
noté que en su contorno la subida
era todo de un mármol puro y blanco,

     sin presentar en su extensión salida;
con relieves, mas no de Policleto,
que por ellos natura era vencida.

     El ángel nuncio del pascual decreto
de la paz, que a la tierra que lloraba
abrió el cerrado cielo con afecto,

     su celestial imagen nos mostraba,
con tal verdad, con expresión tan suave,
que su boca en el mármol palpitaba,

     como si fuese a pronunciar el Ave;
y la pura y sin mancha estaba al lado,
que del divino amor tiene la llave,

     y en sus labios tenía modelado
el Ecce Ancilla Dei, tan propiamente
cual en cera se ve sello estampado.

     «No mires hacia un lado solamente»,
dijo el sabio que al lado me tenía
en donde el corazón tiene la gente.

     Y al apartar los ojos de María,
más allá de su imagen, donde estaba
el que mi incierto paso dirigía,

     otra historia la roca presentaba,
que me hizo levantar con más premura
donde mejor la vista dilataba;

     y contemplé en el mármol la escultura,
del carro con sus bueyes y arca santa,
que hacer lo que es de Dios, castigo augura.

     Formada en siete coros se adelanta
toda la gente; y con sentido intenso,
trepido entre si canta o si no canta.

     Creía ver las nubes del incienso,
y aun su olor en los aires percibía,
sin dar al Sí ni al No, seguro ascenso.

     Aquel bendito vaso, precedía
con humildad bailando, el gran Salmista,
que más que rey y menos parecía.

     A su frente, clavándole la vista,
Micol de su palacio lo admiraba,
como la esposa a quien despecho atrista.

     Moví mi pie del punto en que me hallaba,
para observar de cerca nueva historia,
que en blanco, tras Micol, se diseñaba.

     Allí estaba historiado en su alta gloria
el valor de aquel príncipe romano
que a Gregorio inspiró su gran victoria.

     Me refiero a la imagen de Trajano,
con una viuda asida de su freno,
bañando con sus lágrimas su mano.

     En torno suyo todo estaba lleno
de jinetes, y un águila dorada
a sus banderas daba vuelo pleno;

     y la infeliz, por el tropel cercada,
parecía decir: ¡Señor, venganza!
¡Mi hijo está muerto! ¡Estoy desamparada!

     Y que él responde: Guarda la esperanza
hasta mi vuelta. Y que ella: ¡Señor mío!
cual madre a la que apura la tardanza.

     ¿Y si no vuelves? Y él: Un hijo mío
te la dará. Y que ella: ¿Qué te tiene?
¡Bien de otro no aprovecha en su desvió!

     Y que él replica: ¡Alienta, que conviene
que a cumplir mi deber, presto me mueva!;
justicia manda, si piedad retiene.

     Aquél, que no conoce cosa nueva,
esculpió esta palabra viva y clara,
que cosa mundanal en sí no lleva.

     Mientras que con deleite contemplara
de tantas humildades el retraso,
que su divino artífice realzara;

     «Viene hacia aquí, pero con tardo paso»,
murmuraba el poeta, «mucha gente,
que hacia la altura nos endilgue acaso.»

     Y mi ojo, que anheloso e impaciente
a contemplar lo nuevo era llamado,
volvióse hacia lo nuevo prontamente.

     No quisiera, lector, que desmayado
vuelvas del buen propósito, si cuento
cómo hace Dios pagar al que ha pecado.

     No cuides de la forma del tormento:
piensa en lo que vendrá, que toda pena
tiene al juicio final su fijamiento.

     Yo comencé: «Mi vista se enajena,
al ver adelantar esas visiones,
que personas no son de forma plena.»

     Y él a mí: «Las severas condiciones
de su tormento las inclina al suelo,
tanto que ver no puedes sus facciones.

     »Pero contempla con mayor anhelo
ese que va de piedra recargado;
en él verás de los demás el duelo.»

     ¡Oh, soberbio cristiano, fatigado,
que con la vista de la mente insana,
caminando hacia atrás vas tan confiado!

     ¡Gusanos somos de la especie humana,
para informar celeste mariposa
que vuela a la justicia soberana!

     ¿Por qué gallea tu ánima orgullosa?
Tú eres un entomoide contrahecho,
abortado con forma defectuosa.

     Cual por sostén de vigas o de un techo,
a modo de soporte, una figura
se ve unida rodilla contra pecho,

     que al que la mira causa pesadura,
así también sentí mi alma afligida
al mirar de esas sombras la tortura.

     Más o menos cada una contraída,
según la espalda el peso les recarga,
parecía decir la más sufrida,

     llorando. ¡Ya no puedo con la carga!




CANTO XI
 

     «Padre nuestro que te hallas en el cielo,
no circunscrito, pues tu amor benigno
en lo infinito se difunde al suelo.

     »Sea alabado tu poder divino
y el tu nombre, por toda criatura,
que grata te tributa incienso digno.

     »Venga en paz el tu reino de ventura,
porque si de tu seno no desciende,
no alcanzaremos solos tanta altura.

     »Tu voluntad, que el sacrificio enciende,
y tus ángeles cantan en su Hosanna,
se haga en la tierra que tu amor comprende.

     »Danos del pan la gracia cotidiana,
porque sin ella, en árido desierto
marcha hacia atrás aquel que más se afana.

     »Y así cual perdonamos de concierto
recíprocos agravios, tú perdona
las culpas del humano desacierto.

     »Nuestra virtud que débil se abandona,
del enemigo guarda y del pecado,
y líbranos del mal que nos baldona.

     »Esta última plegaria, Padre amado,
no es por nosotros; son nuestros clamores
por los que allá en el mundo se han quedado.»

     Así oran por nosotros pecadores
las sombras, con sus cargas vacilando,
cual soñamos en sueños opresores.

     Su peso desigual sobrellevando,
recorren fatigadas la cornisa,
la niebla mundanal purificando.

     Si el ruego por nosotros se eterniza
allí, ¿qué debe el hombre en este suelo
hacer, si con las penas simpatiza?

     Debe ayudar al triste en desconsuelo
a que las manchas de la vida lave,
y suba puro al estrellado cielo.

     «¡Que piadosa justicia desagrave
vuestras almas, subiendo prontamente,
en alas del deseo, como el ave!

     »Decidme, de qué lado la pendiente
es más suave, y si hay otra, menos larga,
que pueda transitarse fácilmente.

     »Porque este compañero, con la carga
de la carne de Adán está vestido,
y aunque animoso, el peso al paso embarga.»

     Cuando hubo estas palabras proferido
el buen maestro, tas del cual yo iba,
un acento que me era conocido

     respondió: «Por la diestra de la riba
seguid, y encontraréis una bajada
que pueda transitar persona viva.

     »Si no fuera esta carga tan pesada
que la cerviz abate de mi sombra,
con la faz por lo suelos arrastrada,

     »a ese que vive aún y no se nombra,
mirara, por saber si es conocido,
y moverlo a piedad si es que se asombra.

     »Latino, de un gran Tosco fuí nacido:
Guillermo Aldobrandeschi es mi ascendiente:
no sé si el nombre suyo habréis oído.

     »La sangre antigua y gloria permanente
de mis mayores criaron la arrogancia
que a la madre común niega demente.

     »Los hombres desprecié, con tal jactancia
que por ello morí, cual sabe Siena,
y sabe en Campagnati hasta la infancia.

     »Humberto soy, y es lo que más me apena,
que mi orgullo a los míos ha perdido,
y por mí sufren mal y sufren pena.

     »Por aplacar a Dios, llevo dolido
este peso, las culpas compurgando
en muerte, que en la vida he cometido.»

     Yo bajé la cabeza, esto escuchando,
y uno de ellos (no el otro que me hablaba)
volvióse a mí, su peso soportando;

     y al verme, conocióme, y me llamaba,
en mí fijando su ojo atribulado,
mientras que con las sombras se arrastraba.

     «¿Oderizo», le dije, «te has llamado,
la prez de Agudio, honor de la pintura,
que se llama en París, iluminado?»

     Y él a mí: «Vale más la miniatura
de Franco Boloñés; no subiría,
sino en parte, de honor yo a tanta altura.

     »No en vida tan cortés yo sido habría
para con él, pues excederle ansiaba
por el amor del arte que en mí ardía.

     »Soberbia tal, a este castigo enviaba;
y ni alcanzara pena congojosa
si en tiempo a arrepentirme no alcanzaba.

     »¡Oh, gloria vana, de la humana cosa!
¡En tu cima cuán poco el verde dura
si el tiempo no la arraiga vigorosa!

     »Glorióse Cimabué de la pintura
el campo mantener: Giotto ha venido,
y su fama se ha vuelto sombra oscura.

     »Así arrebata el uno al otro Guido
la gloria de la lengua: y quizá breve
nazca quien a los dos eche del nido.

     »Es el rumor mundano soplo leve
que viene y va cual pasajero viento,
y nombre cambia al lado que se mueve.

     »¿Qué más fama tendrás desde el momento
que te separes de tu carne vieja,
o papa digas con pueril acento,

     »en mil años? Si Dios nueve la ceja,
ante la eternidad, su corto espacio
a una vuelta del mundo se asemeja.

     Ese que ocupa tan pequeño espacio,
de su nombre, Toscana estaba henchida,
que ora en Siena, si se oye, es muy despacio.

     »donde era el amo, cuando fué destruída
por florentina rabia, tan superba
entonces, y al presente prostituída.

     »Vuestro renombre es cual color de hierba,
que ora viene, se va, se descolora,
y marchita el que tierna la preserva.»

     Yo exclamé: «Tu palabra en mí atesora
saludable humildad, y más me afano;
mas ¿quién es ése de que me hablas ahora?»

     «Ese es», respuso, «el provenzal Salvano,
y se halla aquí por ser muy presuntuoso,
que a Siena pretendió tener en mano.

     »Así se va arrastrando sin reposo
desde su muerte: tal es el presente
que da el cielo a quien peca de ambicioso.»

     Y yo: «¿Cómo el que tarde se arrepiente,
cuando el término llega de la vida,
queda abajo como alma penitente,

     »si no es por la plegaria socorrida,
por todo el tiempo que en el mundo ha estado,
a éste ha sido acordada la subida?»

     «Es», dijo, «que en la gloria de su estado,
por propia voluntad, un día en Siena
mostróse humildemente arrodillado,

     »por rescatar de la cautiva pena
a un amigo en la Francia aprisionado,
y su sangre vibró de vena en vena.

     »No diré más: si oscuramente he hablado,
más tarde, por los tuyos explicada
la palabra será que has escuchado.

     »Por tal obra ha venido a esta morada.»




CANTO XII
 

     Cual bueyes van al par bajo su yugo,
iba yo con esa ánima cargada,
hasta que al dulce guía decir plugo:

     «Deja sufrir esa alma tormentada;
cada cual debe aquí con vela y remo
su barca dirigir bien gobernada.»

     Alcé la frente con esfuerzo extremo;
pero mi alma hacia abajo se inclinaba
por pensamiento de humildad supremo.

     Con voluntad mis pies escaminaba
en pos del guía, con mayor anhelo,
y cada cual su paso apresuraba;

     cuando de pronto dijo: «Mira al suelo,
pues el camino te será más grato
al ver lo que tú pisas sin recelo.»

     Cual por memoria, con piadoso boato,
en losa sepulcral, sobre los muertos
a flor de tierra, pónese el retrato,

     que hace llorar sobre los huesos yertos,
despertando doliente remembranza,
donde propicios ruegos son ofertos;

     otras efigies vi de más semblanza
al borde del camino, figuradas
en cuanto el monte por su falda avanza.

     La más noble criatura de las creadas
miré, desde los cielos despedida
como rayo por manos irritadas.

     Vi al Briareo con mortal herida,
por el rayo celeste fulminado,
y su gran forma en hielo convertida;

     y a Palas y a Timbreo, y Marte armado,
ver con Jove los miembros palpitantes
de titanes, en campo ensangrentado.

     Y vi al Nemrod, con ojos delirantes
de su obra al pie, mirar las locas gentes,
en Sennaar soberbios cooperantes.

     ¡Oh, Niobe! ¡Qué miradas tan dolientes
tuyas vi, figuradas en la estrada,
entre siete y siete hijos fallecientes!

     ¡Oh, Saúl! ¡Traspasado con tu espada,
tu cuerpo muerto en Gelbué yacía,
hoy montaña sin lluvia y desolada!

     ¡Oh, loca Aragne! ¡Cual me parecía
verte ya media araña, contristada
por tu propia labor y osadia!

     ¡Oh, Roboán! ¡Tu imagen cincelada
ya no amenaza: llena de aspaviento
se ve cono en tu carro era mostrada!

     Representaba el duro pavimento,
cómo Almeón tan caro hacer pagaba
a su madre el fatídico ormanemto

     Allí a Senaquerib se figuraba,
por su prole en el templo asesinado,
y cómo, muerto, allí le abandonaba.

     El crudo ejemplo estaba allí estampado,
cuando a Cyro, Tamyris le dijera:
¡Toma más sangre si no estás saciado!

     De los Asirios la legión que huyera,
veíase, con Holofernes muerto,
y las reliquias de su hueste fiera.

     Tus cenizas, ¡oh, Ilión!, cual polvo yerto,
y abyección y vileza a que has bajado,
mostrábase con signo no encubierto.

     ¿Qué pincel, qué buril sería osado
a retrazar las sombras y motivos
que el genio más sutil haya admirado?

     Muertos, los muertos, y los vivos vivos:
nadie lo vió cual yo, tan verdadero,
cual yo lo vi con ojos reflexivos.

     ¡Ora tu ojo levanta, tú, altanero
hijo de Eva: no bajes la mirada
para advertir que llevas mal sendero!

     Prosiguiendo del monte la jornada,
el sol la suya en tanto recorría
sin ser por nuestra mente calculada;

     cuando aquel que mis pasos precedía,
exclamó de repente: «Alza la testa:
no es caso de seguir marcha tardía.

     »Contempla ese ángel, que a llegar se apresta
a nuestro encuentro: mira cómo torna
del servicio del sol la sierva sexta.

     »De reverencia tu semblante adorna,
porque grato te lleva hasta la altura;
pues un día como éste, no retorna.»

     Comprendí del consejo la cordura,
de tiempo no perder, pues no era aquella
materia que a mi mente fuese oscura.

     A mí venía la criatura bella,
con un blanco ropaje, y parecía
su rostro luz de matutina estrella.

     Los brazos y las alas extendía,
al decirnos: «Subid por esas gradas
que os llevarán por accesible vía.»

     ¡Oh, voces pocas veces escuchadas!
¿Por qué los hombres a subir nacidos
dejan caer sus almas amenguadas?

     Nos mostró los peldaños derrüidos,
y con el ala me tocó la frente,
buen augurio de pasos prevenidos.

     Como a diestra, subiendo la pendiente
se percibe la iglesia que domina
a la buena ciudad, cerca del puente,

     y al subir Rubaconte, más se inclina
por las escalas hechas, cuando estaba
seguro el libro, sin la fraude indina;

     así también la roca se aplanaba
al conducir sin pena a otros jirones,
que el uno y otro lado limitaba.

     A tiempo de llegar a estas regiones,
Beati pauperes spiritu, cantaban
voces llenas de dulces emociones.

     ¡Cuán diverso ¡ay! las puertas resonaban,
de aquellas del infierno! ¡Un dulce canto
que los fieros lamentos contrastaban!

     Los escalones remontaba en tanto,
y al subir más liviano me sentía,
cuando en el llano me cansaba tanto.

     «¿Qué cosa es ésta», pregunté a mi guía,
»que me alivia de un peso, en tal manera,
que ya no siento la fatiga mía?»

     «Cuando las P que el ángel te imprimiera
se borren, como ya una se ha extinguido»,
repuso, «y desparezca la postrera,

     »tu pie, por buena voluntad movido,
no sentirá fatigas en la empresa,
en placer el cansancio convertido.»

     Cual quien lleva una cosa en su cabeza,
que no sospecha, presa es de la duda,
al ver señales que otro le endereza,

     y con el tacto su sentido ayuda,
y busca y halla, y mano socorrida
hace que a la visión incierta acuda,

     así la diestra levanté extendida,
y hallé de siete P una borrada,
que por la llave fuérame imprimida;

     y Virgilio sonreía en su mirada.




CANTO XIII
 

     Llegamos de la escala hasta la cima
donde otra vez el monte se replega,
y donde el alma mala se sublima.

     A otra cornisa en cerco allí se llega,
a manera que lo era la pasada,
pero en arco menor se cierra y plega.

     De imágenes y señas despojada,
con lívido color aparecía
de dura roca el largo de la estrada.

     «Si esperamos aquí que llegue un guía»,
reflexionó el poeta, «ciertamente
muy tarde encontraremos nuestra vía.»

     Miró al sol en seguida fijamente,
giró del diestro lado haciendo centro,
y a la izquierda volvióse prontamente.

     «¡Oh, dulce luz, en que confiado entro,
que a los nuevos caminos nos induces»,
exclamó, «y bien guías aquí adentro!

     »¡Tú calientas el mundo, sobre él luces,
y si causa contraria no nos tienta,
con tus rayos por siempre nos conduces!»

     Cuando una milla, por humana cuenta,
hubimos del camino recorrido,
con ágil paso y voluntad contenta,

     en los aire sentimos un volido
de invisibles espíritus, llamando
a la mesa de amor dulce sonido.

     La voz primera que pasó volando,
Vinum non habent, dijo con voz clara,
y a lo lejos sus voces reiterando.

     Y antes que el eco blando se apagara,
otra exclamó a lo lejos: «¡Soy Oreste!»,
sin que tampoco el vuelo se fijara.

     Al padre pregunté: «¿Qué acento es éste?»
Y al preguntar, clamó una voz tercera:
Amad al enemigo aunque os moleste.

     Y el maestro: «Se purga en esta esfera
la culpa de la envidia, que fustiga
con látigo de amor mano severa.

     »Blanda es aquí la brida que los liga;
y pienso lo has de ver, según colijo,
antes que el paso del perdón subsiga.

     »Pero ten en el aire el ojo fijo,
y verás muchas sombras por delante
sentadas todas en su afán prolijo.»

     Abrí mejor los ojos, y anhelante
sombras vi que vestían sendos mantos
de un color a la piedra semejante.

     Y oí clamar entre angustiosos llantos:
«¡Ora, María, por nosotros ora!
¡Oren Pedro y Miguel, todos los santos!»

     No pienso que haya un alma pecadora,
que al mirar estas penas, no sintiera
de compasión la espina punzadora.

     Cuando más cerca de ellas estuviera,
y tuve de cada una claro indicio,
gran dolor en mis ojos se exprimiera.

     Cubiertas todas con un vil cilicio,
las unas a las otras adosadas,
contra el muro sufrían el suplicio.

     Tal los ciegos, en fiestas consagradas.
demandan la limosna compungidos,
sus cabezas en grupo amontonadas,

     para excitar la compasión, dolidos,
agregando a la queja pronunciada
la vista que penetra en los oídos.

     La luz tienen los ciegos apagada:
y así a estas sombras, en su noche oscura,
de los cielos la luz está negada.

     Hilo de hierro horada cual costura
sus párpados, a modo que al salvaje
gavilán que se doma en su bravura.

     Me parecía cometer ultraje
al mirarlos sin ser por ellos visto,
y acudí de mi sabio al arbitraje.

     Bien que mudo, lo había él entrevisto,
y así, sin esperar a mi demanda,
dijo: «Puedes hablar; mas cauto y listo.»

     Virgilio caminaba por la banda
de la cornisa, el riesgo desafiando,
porque ningún reparo la enguirlanda.

     A otro lado, las sombras van penando,
cosidas con su bárbara costura,
de lágrimas sus pechos inundando;

     y yo así les hablé: «¡Gente, segura
de ver de lo alto la eternal lucencia,
que vuestro anhelo con ardor procura!

     »¡Que la gracia disipe en la conciencia
las espumas, y corra puro y claro
como un río, la noble inteligencia!

     »Mas decid por favor, que me es muy caro,
¿hay en esta mansión alma latina
a quien pudiera acaso dar amparo?»

     «¡Oh, hermano, aquí de una ciudad divina
cada alma es ciudadano! ¿O es que sería
que en Italia viviese peregrina?»

     Me pareció que aquella voz venía
no lejos del lugar donde me hallaba,
y adelanté, por si mejor oía.

     Un alma vi que entre otras esperaba,
según por su actitud lo coligiera,
pues cual ciego su barba levantaba.

     «Espíritu que sufres y que espera»,
le dije, «si a mi ruego has respondido,
dime tu nombre y cuál tu patria era.»

     Y respondióme: «Yo Sienesa he sido,
y aquí purgo con otros mala vida,
clamando al que perdona al afligido.

     »Y Sapia me llamaban, mas perdida
la razón, no fuí sabia, y en los daños
de los demás gocéme sin medida;

     »y no imagines que te cuento engaños:
oye y verás cuál fuera mi insanía
al descender el arco de mis años.

     »Los ciudadanos de la patria mía,
en Colle a sus contrarios contrastando,
yo su derrota al cielo le pedía.

     »Y Dios me oyó, sus huestes debelando,
en hora amarga; y yo me complacía
con alegría sin igual gozando.

     »Y desafiando al cielo me engreía
gritando a Dios: ¡De ti nada yo temo!,
como hace el mirlo en bonancible día.

     »Volvime a Dios en el momento extremo,
y en paz con El, no habría yo alcanzado
de penitencia este lugar postremo,

     »si no me hubiese pío recordado
Pier Pettignano en santas oraciones,
quien con su caridad me ha rescatado.

     »Mas tú, ¿quién eres, di, que tus razones
respiran al hablar con ojo abierto,
que inquieren nuestras tristes condiciones?»

     «Mi ojo será cosido cuando muerto;
pero por poco tiempo, pues la envidia»,
dije, «poco sentí, y esto es lo cierto.

     »De más grande terror siente la insidia,
mi alma allá abajo, y temo, dolorido,
de otro tormento la pesada lidia.»

     La sombra: «¿Quién aquí te ha conducido?
¿Piensas tornar a donde estabas antes?»
Y yo: «El que está inmóvil me ha traído,

     »y un vivo soy; son cortos mis instantes:
dime cuál quieres que en el mundo mueva
en tu favor mis plantas vacilantes.»

     Y ella a mí: «Lo que escucho es cosa nueva
y es señal de que Dios te es favorable.
¡Tu plegaria que a Dios por mí conmueva!

     »Yo te suplico, por lo más amable,
que a los míos, si pisas la Toscana,
hagas siempre de mí fama honorable.

     »Tú los verás entre la gente vana
que espera en Talamone, y que cual antes
perderá la esperanza de su Diana;

     »pero más perderán los almirantes.»




CANTO XIV
 

     «¿Quién es aquel que en nuestro monte gira
sin que la muerte el vuelo le haya dado;
que el ojo mueve y como quiere mira?»

     «No lo sé, pero viene acompañado;
pregunta tú, que estás más allegada,
invitándole a hablar con buen agrado.»

     Dos almas, la una a la otra recostada,
así hablaban de mí, por diestra mano,
y una me habló, la frente levantada:

     «¡Oh, tú que vienes con tu cuerpo humano,
y vas subiendo a la región del cielo,
consuélanos con habla de cristiano!

     »¿Quién eres? ¿Cómo vienes desde el suelo?
Nos maravilla la suprema gracia
nunca alcanzada por mortal anhelo.»

     «En la Toscana», díjeles, «se espacia
un riacho que nace en Falterona,
y en cien millas de curso no se sacia.

     »De sus márgenes viene mi persona.
Decir quién soy sería hablar en vano,
que el nombre mío poco se pregona.»

     «Según tu encarnación de ser humano,
entiendo que has nacio», me responde
el primero, «del Arno muy cercano.»

     Y el otro: «Si tal nombre corresponde
a ese río, ¿por qué su nombre oculta
como terrible cosa que se esconde?»

     Y la una y la otra sombra se consulta,
y una dijo»: «No sé; pero ¡es condigno
perezca un nombre que a la tierra insulta!

     »Desde el principio, en medio al Apenino
(de que es Peloro monte destacado,
que de abundantes aguas lleva signo),

     »hasta que al mar tributo le ha pagado,
y el sol marino su vapor prodiga
a otros ríos que en él se han derramado,

     »de virtud, cual de víbora enemiga,
se huyó en aquel lugar, por desventura
o por mal que en sí lleva y lo castiga.

     »Y han cambiado de suerte su natura
los habitantes que su valle acota,
cual los que Circe tuvo en su pastura,

     »entre cerdos, más dignos de bellota
que de gustar comida de las gentes.
Primero el Arno en pobre lecho brota,

     »luego encuentra al bajar cuzcos gruñentes
indignos de él, y en marcha desdeñosa
tuerce el hocico y sigue sus corrientes.

     »Así bajando, cuanto más se engrosa,
luego en lobos los perros se convierten
en la maldita y malhadada fosa.

     »Cuando aguas hondas sus gargantas vierten,
encuentra zorras llenas de malicia,
que a cogerlas no hay trampas que lo acierten.

     »Y nada callaré, porque es justicia,
que alguno al escucharme tome cuenta
de mi palabra, a la verdad propicia.

     »Tu nieto, ante mis ojos se presenta;
cazador de esos lobos en la riba
del fiero río, a todos amedrenta;

     »de unos vende la carne que está viva;
a otro degüella como a buey añoso,
y vende y mata, y de su honor se priva.

     »Y al salir de la selva, sanguinoso,
la deja tal, que al trascurrir mil años
no volverá a su estado, antes hermoso.»

     Como al anuncio de futuros daños
se turba el rostro del que escucha atento,
vengan de donde vengan desengaños,

     así de la otra sombra el sentimiento
se revela, y el rostro se contrista
al escuchar aquel fatal acento.

     De una al relato y la otra por la vista,
quise el nombre inquirir, y preguntado
que les fué, con plegaria dulce y mista,

     la sombra que primero había hablado
así empezó: «Mortal tú me has pedido
lo que no has hecho, pues no te has nombrado;

     »mas si el favor de Dios tan grande ha sido
para ti, yo seré condescendiente:
sabe, pues, que yo soy del Duca Guido.

     »Fué la envidia en mi sangre tan bullente,
que al mirar a otro ser afortunado,
la lividez mostrábase en mi frente.

     »¡De tal grano la paja he cosechado!
¿Por qué tu corazón, ¡oh, humana raza!,
el mal busca, de bienes divorciado?

     »Este es Rinier, prez y honra de la casa
de Calboli; después, nadie ha heredado
su alta virtud y su valor sin tasa.

     »Mas su sangre no sólo se ha apocado
entre el Reno y el Po, monte y marina;
mas noble herencia suya han disipado.

     »Tan sólo crece venenosa espina
en sus términos ya, y a paso tardo
vendrá, si viene, planta más benigna.

     »¿Dónde están Lizio y Arrigo Menardo,
Pier Traversaro y de Caspigna Guido?
¡El romañolo es hoy un ser bastardo!

     »¿Cuándo a Bolonia un Fabbro habrá venido?
¿Cuándo en Fiorenza, un Bernardino Fosco,
gentil retoño en humildad, nacido?

     »No te debe admirar que llore, ¡oh, Tosco,
cuando recuerdo yo a Guido da Prata
y Hugolín d'Azzo! (¡Con razón me enfosco!)

     »Y con Tignoso a su familia grata,
y la raza Anastagi y Traversara,
sin herederos de grandeza innata:

     »¡Damas y nobles de virtud preclara
que despiertan amor y simpatía,
cuando el vicio las almas acapara!

     »¡Por qué no huíste, Brettinoro, el día
en que fué tu familia desterrada,
con tanta gente, por no ser impía!

     »Bagnacavallo es bien no engendre nada;
y hace mal Castrocaro, y aun peor Conio,
dando condes con alma tan malvada.

     »Bien harán los Pagani, si el demonio
los abandona; mas su ser impuro
nunca dará virtuoso testimonio.

     »¡Oh!, Hugolino Fantoli, yo te auguro
que brillará tu nombre; que es certano
que ningún heredero lo haga oscuro.

     »Prosigue tu camino, ¡buen Toscano!,
callo, mis ojos por llorar ansían:
que al recordar la patria más me afano.»

     Sabiendo que las almas bien sentían
nuestras pisadas, su mudez notando,
nuestras plantas confiadas se movían.

     Y ya solos, la marcha continuando,
tal como rayo que los aires hiende,
sentimos una voz, así clamando:

     ¡Me matará cualquiera si me aprehende!
Y huyó la voz, cual trueno en lejanía
cuando rasga la nube en que se enciende.

     El clamor resonaba todavía,
cuando otra voz más alta y angustiada,
cual otro trueno el aire recorría:

     ¡Yo soy Aglaura en piedra transformada!
Entonces me estreché con mi poeta,
a la espalda cejando una pisada.

     El aura en derredor ya estaba quieta,
y él habló: «Tal debiera ser el freno
que al hombre tenga dentro de su meta.

     »Mas, ciego y sordo y de apetitos lleno,
el cebo muerde que el demonio tira,
desbocado en su loco desenfreno.

     »Lo llama el cielo y en contorno gira,
mostrando a todos su belleza eterna,
y el ojo nuestro sólo al suelo mira.

     »¡Y os castiga quien todo lo gobierna!»




CANTO XV
 

     Cuanto de la hora tercia al nacimiento
del día, cuando asoma en la alta esfera,
siempre a guisa de niño en movimiento,

     tanto distaba el sol en su carrera,
al tiempo que a occidente descendía:
véspero allá, y aquí de noche era.

     La luz de lleno el rostro nos hería,
pues girando del monte en la pendiente,
íbamos al ocaso en recta vía;

     cuando siento pasar sobre mi frente
un resplandor que al mismo día anima,
cosa, por nunca vista, sorprendente.

     Las manos levanté del ojo encima,
como resguardo que visión despeja,
cuando una luz muy viva nos lastima.

     Cual de un espejo o de agua en que se espeja,
salta rayo de luz a opuesta parte,
subiendo en línea por igual, pareja,

     al que desciende; y tanto se departe,
del caer de una piedra desplomada,
según lo enseña la experiencia y arte,

     tal la luz parecióme, refractada
al herir mi pupila, y deslumbrado
aparté de sus rayos la mirada.

     «¿Qué luz es ésa», dije, «padre amado,
que soportar no puedo, y que camina
al parecer, viniendo a nuestro lado?»

     «No te admire», repuso, «si benigna,
la familia del cielo, un mensajero
manda a mostrar la ruta peregrina.

     »Pronto verás con ojo más certero
el resplandor que causa tu conflicto,
y te será cual nada plancentero.»

     Y acercados al ángel benedicto,
nos dijo con voz leda: «Esta escalera
subid, que es la más suave del circuito.»

     Y al subir, lejos ya el canto oyera:
¡Beati misericordes!, y agregaban:
Al vencedor clemente el gozo espera.

     Solos, del maestro y yo los pies se alzaban,
y meditaba, al paso que iba andando,
lección que en sus palabras se encerraban;

     y a él me volví, su juicio demandando:
«¿Qué nos quiso decir el de Romaña,
del divorcio del bien y el mal hablando?»

     Y de él a mí: «De su mayor magaña
conoce el mal, que es natural condene,
para evitarnos pena que nos daña.

     »Si el bien buscáis que con el mal se aviene,
y se comparte, hasta que al fin se extrema,
la envidia aspira a más de lo que tiene;

     »mas si el amor a esfera más suprema
levanta el alma, con ferviente anhelo
no hay inquietud que pecho humano tema:

     »pues cuanto más se parte bien del suelo,
más se acrecienta el bien de cada uno,
y arde más caridad allá en el cielo.»

     «Satisfecho no estoy, y quedo ayuno,
cual si nada te hubiese requerido,
pues otras dudas en mi mente aduno.

     »¿Cómo un bien, entre muchos repartido,
más enriquece a cada poseyente,
que si fuera entre pocos distribuído?»

     Y él respondió: «Te fijas solamente
en pasajeras cosas terrenales,
que oscurecen las luces de tu mente.

     »Los infinitos goces celestiales
irradian hacia amor sus resplandores,
como un rayo de sol sobre cristales;

     »y se dilatan, cuantos más ardores
la caridad de todos y uno enciende,
y la eterna virtud fecunda amores;

     »y cuanto más el número se extiende
de los electos, más lo bueno se ama,
como un espejo en otro, luz trasciende.

     »Si aun mi razón a tu razón no llama,
ya verás a Beatriz, quien plenamente
te quitará el anhelo que en ti clama.

     »Procura que se borren de tu frente
como ya dos, las otras cinco llagas,
que cicatriza un repentir doliente.»

     Iba a decir: «Al persuadir halagas...»
Pero de un nuevo centro en las regiones
se contuvieron mis palabras vagas.

     Asaltado por súbitas visiones,
estático miré piadosa gente
prosternada en un templo en oraciones;

     y una mujer que entraba, dulcemente,
clamar con voz de madre: «¡Hijo querido!
¿Por qué has estado tanto tiempo ausente?

     »¡Ve a tu padre, que triste y afligido
como yo te buscaba!» Y entretanto,
se había la visión desvanecido.

     Y luego otra mujer, bañada en llanto,
destilando dolor su faz hermosa.
cual nace del despecho en el quebranto,

     dijo: «Si riges la ciudad gloriosa,
de nombre entre los dioses debatido
y de la ciencia antorcha luminosa,

     »véngate de quien loco se ha atrevido
a nuestra hija abrazar, ¡oh, Pisistrato!»
Y el buen señor, clemente y contenido,

     contestar con semblante blando y grato:
«¡Qué haremos con aquel que nos destriza
si al que ama condenamos por ingrato!»

     Gente vi que el rencor encoleriza,
y un joven lapidar, y con voz fuerte
gritarse: ¡Martiriza! ¡Martiriza!

     Y al joven inclinarse ante la muerte,
doblando la cabeza hacia la tierra,
y en el cielo al buscar suprema suerte,

     pedir a Dios, en medio a tanta guerra,
perdón para sus crueles matadores,
con el aspecto que piedad encierra.

     Vuelta mi alma a las cosas exteriores,
borradas como imagen entrevista,
comprendí no eran falsos mis errores.

     Virgilio me seguía con la vista,
y al verme como a un hombre que despierta,
dijo: «¿Qué tienes?, ¿qué es lo que te atrista?

     »¡Más de una media legua, en marcha incierta,
las rodillas doblando, has caminado,
cual quien el sueño o vino desconcierta!»

     «Escúchame», le dije, «padre amado;
te diré lo que he visto en mis visiones,
cuando sentí mi cuerpo quebrantado.»

     «Cien caretas cubriendo tus facciones»,
repuso, «no me harían más oscura
tu mente con sus varias impresiones.

     »Lo que tú has visto, la esperanza augura
de que te bañes en la eterna fuente
que difunde de paz el agua pura.

     »Si pregunté ¿qué tienes?, no inconsciente
lo hiciera por no ver lo que se mira,
dejando el cuerpo andar cobardemente.

     »Sí, por dar a tus pies fuerza que inspira;
que es bueno amonestar a la pereza
que en su corta vigilia lenta gira.»

     Absortos de la tarde en la belleza,
seguimos, espaciando la mirada
en contra al sol que declinaba a priesa;

     y por grados, cual nube condensada
vimos venir, cual noche, un aire oscuro,
sin encontrar guarida descansada,

     perdiendo, con la vista, el aire puro.




CANTO XVI
 

     Bruma de infierno, en noche nebulosa
sin un planeta bajo pobre cielo,
cuanto puede ser negra y tenebrosa,

     no me cubrió con más espeso velo
como el del humo aquel que me tapaba,
al sentir sobre mí su áspero pelo.

     La oscuridad mis ojos ofuscaba,
y mi fiel compañero me ofrecía
su hombro amigo, y en él me reclinaba.

     Tal como fuera un ciego en pos del guía,
por no extraviarse a tropezar cuitado
en cosa que lo hiriese o mataría,

     tal por el aire amargo iba angustiado,
escuchando al maestro, que así hablaba:
«Cuida bien no apartarte de mi lado.»

     Rumor piadoso el aire aquel llenaba,
pidiendo, en dulce paz, misericordia,
al cordero de Dios que manchas lava.

     El Agnus Dei cantaban en su exordia
al unison, en modo compasado
que parecía acorde de concordia.

     «Maestro», dije, «¿qué es lo que he escuchado?»
Y él: «Aquí, la verdad oye y aprende,
de iracundia es el nudo desatado.»

     «¿Quién eres tú que el humo nuestro hiende,
y de nosotros hablas, todavía
por las calendas que tu tiempo entiende?»

     Una voz escuché que así decía:
y el maestro: «Responde, y solamente
pregunta si de lo alto ésta es la vía.»

     Yo: «Criatura, que sufres penitente,
para tornar al ser que te ha creado,
sigue, y oirás historia sorprendente.»

     «Te seguiré cuanto me sea dado»,
repuso, «en medio de esta noche oscura,
por el oído el ojo reemplazado.»

     Yo comencé: «Con esta vestidura
que disuelve la muerte, voy arriba,
cruzando del infierno la amargura;

     »y si Dios, con su gracia compasiva,
que hasta su corte llegue, quiere en suerte,
por senda nueva para gente viva,

     »di lo que fuiste antes de la muerte;
dime también si voy descaminado,
y haz que con tu palabra el rumbo acierte.»

     «Lombardo fuí y Marco fuí llamado;
el mundo conocí, y amé en la vida
la virtud, que es hoy arco destemplado.

     »Tú vas derechamente en la subida»,
así repuso, y agregó: «Te pido
me ampares en la corte bendecida.»

     «Por mi fe cumpliré con tu pedido»,
le contesté; «mas tengo acá en mi mente
una duda, sin dar con su sentido.

     »Antes me trabajaba, y doblemente
ora con tu palabra, que concierto
con otra que me ha dicho un penitente.

     »Si cual dices, el mundo está desierto
de la virtud, que al vicio se pospone,
y todo de maldad está cubierto,

     »dime la causa, a fin que lo pregone,
si lo alcanzo, pues ora me confundo,
que uno en el cielo, y otro, abajo pone.»

     Alto suspiro, con dolor profundo
de su pecho exhaló, y dijo: «Hermano,
el mundo es ciego, y tú vienes del mundo.

     »Todas las causas busca el ser humano
sólo en el cielo necesariamente,
cual si todo moviéralo su mano.

     »Si así fuere, no habría alma consciente,
ni libre arbitrio, y fuera una injusticia
el premio al bien, al mal luto doliente.

     »Las acciones del hombre el cielo inicia,
no digo todas, y aunque así lo diga,
os dió luz para el bien y la malicia,

     »y libre voluntad, que se fatiga
contra celeste influencia en lucha dura,
pero que, bien nutrida, al bien obliga.

     »Fuertes y libres, a mejor natura
sometidos estáis, que el cielo cría
la mente libre, de que no se cura;

     »y si al presente el mundo se desvía,
la causa está en el hombre que la crea;
y en verdad, te diré más todavía.

     »Sale de manos de El (y le recrea
un alma antes de ser) como el infante,
que llorando y riendo balbucea.

     »Aquella alma sencilla es ignorante;
mas del seno feliz de Dios nacida,
a lo que hace feliz busca anhelante.

     »Por efímeros bienes seducida,
se engaña y deja los caminos buenos,
si por freno o mentor no es contenida.

     »Y así convienen de la ley los frenos,
y conviene quien rija y quien discierna
de la vera ciudad la torre al menos.

     »Las leyes son, mas sin acción externa,
pues si el pastor rumea todavía,
ya con uñas hendidas no gobierna.

     »Y así la gente, tal cual hace el guía,
se harta con vanos bienes de la vida,
buscando el pasto del presente día.

     »Y así se ve que al ser mal conducida,
vicia la especie con su ser fecundo,
no la naturaleza corrompida.

     »Roma, que un día dió saber profundo,
tuvo dos soles, que nos han mostrado
el camino del cielo y el del mundo.

     »El uno por el otro se ha apagado,
el báculo juntando con la espada,
y es fuerza, todo ser mal gobernado,

     »pues el temor en ambos se anonada.
Si aun dudas, ve la espiga de la siega:
por el grano la hierba es apreciada.

     »El país que el Po con el Adige riega,
centro fué de virtud y cortesía
antes de Federico y de su brega.

     »Al presente, seguro bien podría.
quien por vergüenza huyera de los buenos.
no tenerlos jamás por compañía.

     »Tres ancianos virtuosos guarda al menos,
de aquella edad, a quienes se hace tardo
que Dios los llame a días más serenos:

     »Conrado da Palazzo, el buen Gerardo
y Guido da Castel, que se apellida
en el modo francés, el buen Lombardo.

     »Hoy la Iglesia de Roma está abatida
por confundir en sí dos regimientos,
¡y por su peso, al fango cae rendida!»

     «¡Oh, Marco!», díjele, «tus argumentos
comprendo, y el porqué de rica herencia
los hijos de Leví fueron exentos.

     »Pero ¿quién es Gerardo, la excelencia,
según lo dices, de la antigua gente,
que avergüenza a este siglo en decadencia?»

     «O me engasñas o tientas diestramente»,
me replicó la sombra. «Si hablas tosco
sabes quién fué Gerardo ciertamente.

     »No por otro dictado lo conozco,
de no tomarle del de su hija Gaya.
Seguir no puedo más: Dios sea vosco.

     »Mira el albor que el humo negro raya
con blanca luz, viniendo a prevenirme
que antes del Angel, fuerza es que me vaya.»

     Así dijo, y no quiso más oírme.




CANTO XVII
 

     Si en los Alpes, lector, te has encontrado
entre niebla mirando inciertamente,
como el topo al través de ojo velado,

     cuando espeso vapor de húmedo ambiente
comienza a disiparse, y que la esfera
del sol en él penetra débilmente;

     una imagen tendrás, aunque ligera,
de cómo el sol a contemplar volvía,
cuando ya hacia el ocaso descendiera.

     Emparejando el paso con mi guía,
salimos fuera de la nube oscura,
con la luz que del monte al pie moría.

     ¡Oh, fantasía, que en sublime altura
nos enajenas, que ni mil trompetas
percibe en sus arrobos la criatura!

     ¿Quién te da impulso? ¿Cómo te completas?
¡Muévete luz que el cielo mismo informa
y por querer de Dios aquí concretas!

     Vi la mujer, que trasmutó su forma
en avecilla, a quien deleita el canto,
y que fué de crueldad horrible norma.

     La mente mía concentróse tanto
dentro de sí, que nada percibía
al exterior del misterioso encanto.

     Brotó después en la alta fantasía
la imagen de un crucificado fiero
que con mirada de desdén moría.

     En torno suyo estaba el grande Asuero,
y Esther su esposa; el justo Mardoqueo,
que en decir y en hacer fué siempre entero.

     Esta visión por sí romperse veo,
como burbuja de aire disipada
cuando cesa del agua el gorgoteo.

     La imagen de una joven desolada
surgió clamando: «¡Madre! ¡Mi regina!
¿Por qué con ira te tornaste en nada?

     »¡Te has muerto por salvar a tu Lavina,
y me has perdido: en mi alma te lamento,
aun más que a Turno en su funesta ruina!»

     Cual se disipa un sueño, en el momento
que nueva luz los párpados golpea,
antes que se despierte el pensamiento,

     así pasó la visionaria idea,
ante una luz que el ojo me golpeara,
con brillo que en el mundo no clarea.

     Volvíme para ver dónde me hallara,
cuando uno dijo: «Por aquí se sube»,
con voz que mis potencias embargara.

     Desde ese instante voluntad no tuve
sino para buscar al que me hablaba,
y sólo en su presencia me contuve;

     pues así como el sol la vista grava
y su fulgor produce incertidumbre,
así sentí que aliento me faltaba.

     «De espíritu divino es la vislumbre
que, para encaminar, ruego no espera,
y que se vela con su misma lumbre.

     »Hace lo que uno por sí mismo hiciera:
quien ruego espera ante peligro ajeno,
de prestar el auxilio se exonera.

     »A ir nos invita por camino bueno,
antes que el sol se oculte, pues tendría
en noche, que esperar día sereno.»

     De este modo me habló mi sabio guía.
Volvemos nuestros pasos a una escala,
y al pisar la primera gradería,

     siento de cerca blando golpe de ala,
que aire a mi rostro da, y en grato acento,
el Beati Pacifici se exhala.

     El reflejo del sol subía lento,
anunciando la noche, y a otro lado
de estrellas se cubría el firmamento.

     «¡Oh, valor! ¿Por qué me has abandonado?»,
dije triste entre mí, cuando sintiera
doblarse mis rodillas, fatigado.

     nmóviles allí, de la escalera
en lo alto nos paramos, do acababa,
como nave que atraca a la ribera.

     Yo puse mi atención, por si escuchaba
en este nuevo cerco algún sonido,
y dije a mi maestro, que esperaba:

     «¡Oh, dulce padre! ¿Cuál la ofensa ha sido
que se purga en el cerco en que nos vemos?
Ande tu voz, si el pie se ha detenido.»

     Y él: «De culpa y castigo son extremos:
amor del bien que tarde se practica,
y tiene aquí que manejar sus remos.

     »Y si tu mente bien no te lo explica,
óyeme, y algún fruto hallar procura
en la mora que el caso justifica.

     »Ni al gran Creador ni a mísera criatura
nunca el amor faltó -muy bien se sabe-,
o por instinto, o bien por su natura.

     »Lo natural no incurre en falta grave,
y el otro puede errar por mal objeto,
o vigor que lo exceda o menoscabe.

     »Si los bienes primeros busca recto,
y en los segundos guarda su mesura,
el placer que se encuentra no es defecto.

     »Mas si se tuerce al mal, o no procura
seguir al bien con toda su eficiencia,
contra su Autor procede la criatura.

     »De aquí puedes sacar la consecuencia:
de la virtud, amor es la simiente,
y de acción que merezca penitencia.

     »Como el amor reside en el paciente,
que busca por su medio su ventura,
el odio contra sí no es procedente.

     »Y no puede, por tanto, la criatura
desligarse por sí del amor primo,
con un odio contrario a su natura.

     »Queda, si en mis distingos, bien estimo,
que se ame el mal ajeno, y rebajado
de tres modos, amor nazca en tu limo.

     »Hay quien, porque el vecino es humillado,
espera levantarse, y que reclama
fundar sobre su ruina grande estado.

     »Hay quien gracia, poder y honor o fama
teme perder porque otro se levante,
y contristado por su ruina clama.

     »Y quien, por una injuria avergonzante
tiene sed de venganza noche y día,
y es natural que el odio en él se implante.

     »Ese triforme amor aquí se expía.
Ora te explicaré cómo se entiende
otro que corre al bien por mala vía.

     »Cada cual un confuso bien comprende,
que satisfaga su alma en lo que aspira,
y por su logro cada cual contiende.

     »Si lento amor su voluntad le inspira,
de su pereza purga aquí el pecado,
y arrepentido, con dolor suspira.

     »Ningún bien que haga al hombre desgraciado
puede llegar a darle dicha cierta;
pues de fruto y raíz está privado.

     »El amor que al exceso se despierta,
se llora más arriba, en tres circuitos;
mas, como tripartito se concierta,

     »te dejo a ti que indagues sus conflictos.»




CANTO XVIII
 

     Terminado que fué el razonamiento,
el gran doctor atento me miraba
para observar si hallábame contento;

     y yo, que aun de saber sediento estaba,
fuera callaba y dentro me decía
si el mucho preguntar le fastidiaba;

     pero él, padre benigno, que veía
la timidez que me quitaba aliento,
me habló y me hizo hablar con osadía.

     Y así dije: «Se aviva el pensamiento
con tus luces, que veo claramente
cuanta razón comporta en su elemento;

     »pero te ruego alumbres aún mi mente,
explicando ese amor que nos desvía
del bien y el mal, alternativamente.»

     «Alza y fija tu mente en la luz mía»,
contestó, «y verás de una mirada,
del que, el error ciego, se hace guía.

     »El alma para amar ha sido creada,
mas se complace en cosas pasajeras,
cuando por los placeres es llamada.

     »Vuestra aprehensión convierte en verdaderas
las ilusiones, que al deseo incitan,
y el ánimo seducen placenteras.

     »Si se recogen los que así se agitan,
inclínanse al amor de la natura,
y el amor y el placer juntos palpitan.

     »Después, cual viva llama que en la altura
se mueve por la esencia que la asciende,
a donde más en su elemento dura:

     »así el deseo el alma noble enciende,
y en movimiento espiritual se exulta
y en busca de lo amado, vuelo emprende.

     »Ora, ya ves cual la verdad se oculta
a la gente obcecada, que asevera
que de cualquier amor el bien resulta;

     »tal vez porque pensaron que amor era
buena materia en sí, sin ver que un signo
no siempre es bueno, puesto en buena cera.»

     «De tu ingenio siguiendo en el camino»,
repuse, «qué es amor me has enseñado;
pero otras nuevas dudas me imagino.

     »Si en lo externo el amor nos es brindado,
y el alma con el propio pie camina.
tuerto o derecho, prejuzgar no es dado.»

     Y él: «No más lejos la razón atina
en la cuestión: en lo demás, espera
ver a Beatriz, porque es de fe divina.

     »La forma substancial, sea cualquiera,
distinta es en materia, y a ella unida
y por propia virtud por sí se entera.

     »La cual, cuando no actúa, no es sentida,
y sólo se demuestra por su efecto,
como en planta el verdor revela vida.

     »Pero de donde viene al intelecto
la primera noción, nadie la sabe,
ni al apetito su inicial afecto;

     »pues, como abeja labra miel süave,
por instinto, en los actos naturales
ni la censura ni el elogio cabe.

     »Lo innato, en las virtudes esenciales
todo condensa, y bien os aconseja
la razón al tenerse en sus umbrales.

     »Este principio la razón refleja
de merecer del bien el don fecundo,
que toma el buen amor y el malo deja.

     »Los sabios, razonando en lo profundo,
proclaman esta innata libertad,
y esta moral herencia es hoy del mundo.

     »Y aunque de la fatal necesidad
surja el amor que el apetito enciende,
de enfrenarlo tenéis la potestad.

     »La más noble virtud, Beatriz entiende,
es el libre albedrío y pon cuidado
de acordarte si te habla y si te atiende.»

     A medianoche, el paso retardado,
la luna las estrellas eclipsaba,
en forma de un caldero rescaldado,

     contra el cielo, la vía transitaba
que el sol inflama, cuando visto en Roma
entre Cerdeña y Córcega bajaba.

     Mi sombra amiga, de quien fama toma
Piétola, honor de la región mantuana,
quitóme un peso que la mente doma,

     pues yo, con mi razón abierta y llana,
habiendo las cuestiones comprendido,
sentí reposo en somnolencia vana.

     Pero fuí de repente interrumpido
por el tropel de tumultuosa gente
que a nuestra espalda había aparecido.

     Como el Ismen y Asopo, antiguamente,
vieron en Tebas multitud furiosa,
de noche, a Baco reclamar rugiente,

     tal corría la turba presurosa,
tras justo amor las sombras galopando,
con buena voluntad, no perezosa.

     Muy pronto se acercó, pues siempre andando
movióse toda aquella turba extraña,
y al frente dos gritaban sollozando:

     «María, corre presto a la montaña;
César, Lérida quiere sometida:
sitia a Marsella, y luego corre a España.»

     «¡Pronto! ¡Pronto!», gritó turba afligida;
«no perdamos el tiempo en la indolencia,
para alcanzar de gracia nueva vida.»

     «Gentes, que con fervor y diligencia
purgáis vuestra tibieza, que fué en daño
del bien obrar, tal vez por negligencia,

     »este que vive -y cierto, no es engaño-
quiere subir así que luzca el día;
mas ¿cuál de la subida es el peldaño?»

     Estas palabras pronunció mi guía,
y uno dijo: «Seguid por el sendero
tras de nosotros, y hallaréis la vía;

     »la voluntad nos mueve a andar ligero,
sin podernos parar, y así perdona
que no sea contigo lisonjero.

     »De San Zeno el abad fuí yo en Verona,
en los tiempos del bueno Barbarroja,
cuyos dolores aún Milán pregona.

     »Con un pie ya en la fosa, se acongoja
uno que llorará su monasterio,
y su poder que a la virtud despoja.

     »Pues a su hijo, que es hijo de adulterio,
y malo en cuerpo y alma, le ha donado
del pastor verdadero el ministerio.»

     Si dijo más o si quedó callado,
no lo sé, pues ya lejos caminaba;
mas lo que oí retuve con agrado.

     Y dijo el que en afanes me amparaba:
«Mira esos dos, que muerden el pecado
de la acidia.» Y atrás el par clamaba:

     «El mar la muerta gente se ha tragado,
que no alcanzara hasta el Jordán perdido,
y sólo su heredero ha disfrutado.

     »Y aquellos que cobardes no han seguido
con el hijo de Anquises sus consejos,
vida sin gloria sólo han merecido.»

     Cuando las sombras iban ya muy lejos,
que apenas si confusas se veían,
de nueva idea tuve los reflejos,

     de la que otras ideas más nacían:
y en alternado vagaroso ensueño
sentí al fin que mis ojos se adormían,

     y el pensamiento trasmutóse en sueño.




CANTO XIX
 

     En la hora aquella, en que el calor diurno
templar no puede el frío de la luna,
vencida por la tierra o por Saturno,

     cuando el geomanta ve mayor fortuna
antes del alba, al lado del oriente,
surgir del cielo, en la penumbra bruna,

     una mujer vi en sueños, balbuciente,
manca de manos, de mirar torcido,
color de muerte, coja y repelente.

     Al mirarla, cual cuerpo entumecido
conforta el sol después de noche fría,
con mi vista, su lengua dió un sonido.

     Después de hablar, un talle esbelto erguía,
y cual lo pide amor, vi colorear
su faz que antes marchita embellecía;

     su boca una armonía hizo brotar,
y un canto comenzó, tan bien, que pena
sería tales notas no escuchar.

     «Yo soy», cantaba así, «dulce sirena,
que extravía en el mar al navegante.
¡De tal encanto tengo la voz llena!

     »Detuve a Ulises en su viaje errante,
y mi voz es por todos tan amada
que quien me oye, me sigue siempre amante.»

     Aún su boca no estaba bien cerrada
cuando santa mujer vi de repente,
confundirla con sólo su mirada.

     «¡Oh, Virgilio!», decía fieramente.
«¿Quién es ésta?» Y Virgilio se acercaba,
contemplando a la santa fijamente,

     que a la otra los vestidos desgarraba,
descubriendo su vientre en el desnudo,
y desperté al hedor que él exhalaba.

     Volvíme al guía de sorpresa mudo,
quien me dijo: «Tres veces te he llamado:
se abre la puerta de este centro crudo.»

     Me levanté: vi todo iluminado
el sacro monte y toda su gradiente;
y marchamos, dejando el sol a un lado.

     Seguía yo con encorvada frente,
cual quien la carga del pensar concentra,
a modo de mitad de arco de puente;

     cuando escuché: «¡Por esta puerta se entra!»,
y su acento tan blando parecía,
como en vida mortal jamás se encuentra.

     Y el que me habló, sus alas extendía,
blancas como del cisne: iba mostrando
nuestro camino por estrecha vía;

     y así exclamó, mi frente ventilando:
«¡Qui lugent!, ¡venturoso el afligido,
y que padece, su alma consolando!»

     «¿Por qué miras al suelo compungido»
dijo el maestro con su voz amiga,
«después que el vuelo el ángel ha tendido?»

     «Nueva visión», le dije, «que me obliga
a caminar así con planta vaga,
porque mi pensamiento a ella se liga.»

     «Has visto», me repuso, «aquella maga,
por quien abajo lloran sin consuelo,
y has visto conjurar su influencia aciaga.

     »¡Bástete! ¡Tu salón golpee el suelo!
¡Vuela al reclamo que el Eterno gira
moviendo magnas ruedas en el cielo!»

     Como el halcón que bien el pie se mira
del cazador al grito, vuela apriesa
en busca de la presa que le estira;

     tal hice yo, subiendo con presteza
por la estrechura de la roca hendida,
hasta el fin, donde nuevo cerco empieza.

     Ya del quinto jirón en la salida,
veo gente que triste lagrimea,
y boca abajo en tierra está tendida;

     ¡Adhœsit pavimento anima mea!
Percibo que murmuran suspirando,
con acento que sordo titubea.

     «¡Oh, elegidos, que estáis aquí esperando
la justicia que alivia males duros!
Venimos la subida aquí buscando.»

     «Si exentos de penar estáis seguros
y queréis encontrar pronto la vía,
seguid siempre por fuera de los muros.»

     En la respuesta al ruego de mi guía,
por las palabras entrever yo creo
que algo más en su fondo se escondía.

     Miro al poeta, y en su rostro leo,
al dirigirme plácida mirada,
que su vista responde a mi deseo.

     Viendo que mi demanda era acordada,
me dirigí a la infeliz criatura
que antes por el maestro fuera hablada,

     diciéndole: «¡Oh, tú en quien madura
el llanto, la expiación que lleva al cielo!
¡Suspende a mi pedido tu amargura!

     »¿Por qué te hallas tendido contra el suelo?
Y dime, si lo quieres, quién has sido,
y si algo puedo hacer por tu consuelo.»

     Y él a mí: «Te diré por qué, dolido
la espalda doy al cielo; mas primero,
sabe que el sucesor de Pedro he sido.

     »Entre Chiavari y Sestro, su sendero
un río labra, que su nombre ha dado
de mi familia al título altanero.

     »En poco más de un mes, hallé pesado
el manto, que del lodo no se guarda:
pluma es todo, a su peso comparado.

     »Mi conversión, ¡aymé!, fué ya muy tarda:
cuando elegido fuí pastor romano,
comprendí que la vida era bastarda;

     »sentí que inquieto el corazón humano
levantarse no puede en esa vida;
y aspiré al bien eterno y soberano.

     »Era, hasta aquel instante, alma perdida,
apartada de Dios; de todo avara:
y por eso la ves aquí punida.

     »De la avaricia la expiación es clara,
de los que están echados en el suelo,
la más crüel que el monte les depara.

     »Como antes no miraron hacia el cielo
por mirar de la tierra la malicia,
nos postra la justicia, sin consuelo.

     »Cual extingue en cada uno la avaricia
el amor hacia el bien, viviendo en vano,
aquí nos tiene estrechos la justicia,

     »atados por los pies y por la mano;
y aún estará esta gente en tierra echada
cuanto le plazca al justo soberano.»

     Tenía la rodilla yo doblada;
y al empezar a hablar, mi reverencia
por él, si no fué vista, fué escuchada.

     «¿Por qué te inclinas», dijo, «en mi presencia?»
Y yo: «La dignidad del soberano
reverenciar me manda la conciencia.»

     «¡Levántate sobre tus pies, hermano!»,
repuso. «Soy un siervo sometido,
cual los demás, al solo soberano.

     »Si bien el sacro texto has entendido,
que dice Neque nubent, claramente,
mi pensamiento habrás ya comprendido.

     »No te detengas; vete prontamente,
que el llanto que hace madurar la gracia,
interrumpes, estando tú presente.

     »Allá, una nieta que se llama Alasia,
dejé, muy buena, si no la ha viciado
de nuestra casa el mal, por su desgracia:

     »nada más de lo mío allí ha quedado.»




CANTO XX
 

     Contra mejor querer se lucha en vano;
y por esto, la esponja aun no empapada,
del agua retiré, no sin desgano.

     Mi guía, por la roca no ocupada,
siguió, y yo tras él, cual se rodea
una muralla estrecha y almenada;

     pues la gente que triste lagrimea
por el mal que en el mundo se congloba,
por el opuesto lado se codea.

     Que maldita seas tú, ¡oh, vieja loba,
que tu nombre sin fin, entre las fieras
más presas que ellas juntas come y roba!

     ¡Cielo!, que, según dicen, tus esferas
indican las mudanzas, ¿qué momento
para ahuyentarla de este mundo esperas?

     Seguíamos en tanto a paso lento,
y atendiendo a las sombras percibía
llanto piadoso y ecos de lamento.

     Por ventura escuché: «¡Dulce María!»,
(muy cerca de nosotros, voz de llanto,
cual de mujer que en parto lloraría).

     Y continuar: «Tan pobre fuiste, tanto,
cuanto se puede ver por el hospicio
do depusiste el tu fruto santo.»

     Y en seguida escuché: «¡Oh, buen Fabricio!,
la virtuosa pobreza has preferido
a la riqueza que acompaña al vicio.»

     Estas palabras, gratas a mi oído,
moviéronme a seguir con más certeza,
al espíritu es pos de su sonido.

     El hablando siguió de la largueza
de Nicolás, en pro de las doncellas,
para salvar su juvenil pureza.

     «¡Oh, ánima», dije, «de palabras bellas!
¿Quién fuiste? ¿Por qué sólo tu alabanza
das a dignas acciones que resellas?

     »No quedará sin premio tu confianza,
si vuelvo a recorrer la corta vía
de mi vida, que al término se avanza.»

     Y él: «Lo diré movido a simpatía,
respondiendo, sin premio, a gracia tanta,
cual la que irradias vivo todavía.

     »Yo fuí raíz de aquella mala planta
de la cristiana tierra desolante,
que rara vez con frutos se levanta.

     »Si de ella, Bruge y Duai, y Lile y Gante
se quisieran vengar, el fallo acepto,
que es justicia que a Dios pido anhelante.

     »Llamáronme en el mundo Hugo Capeto:
hijos míos, Felipe y Luis han sido,
nuevos reyes de Francia con respeto.

     »De un carnicero de París nacido,
cuando sus viejos reyes acabaron,
menos uno de vil sayal vestido,

     »del gobierno las riendas empuñaron
mis manos, y el poder que yo hice mío
numerosos amigos sustentaron.

     »De la viuda corona, un hijo mío
ceñido fué, y, consagrada, iguala
mi raza a la más alta en poderío.

     »Mientras duró la dote provenzala,
mi progenie, sin ser de gran valía,
si no hizo bien, tampoco cosa mala.

     »Después se dió a la fuerza y la falsía,
y a la rapiña, y por su mal destino,
tomó Poitou, Gascuña y Normandía;

     »y Carlos en Italia, a Conradino
por enmienda mató, y al cielo envía
por enmienda también, al grande Aquino.

     »Se acerca el tiempo en que la Francia, un día
a otro Carlos envíe, por probanza
de lo que en sí su raza contenía.

     »Armado irá tan sólo de la lanza
de Judas, y con punta tan filosa
que de Florencia romperá la panza.

     »No tierras, sino fama vergonzosa
conquistará, con el pecado grave
de serle leve toda acción dañosa.

     »El otro sale preso de una nave,
vende a su hija, su precio regateando,
como sólo un corsario hacerlo sabe.

     »¡Oh, avaricia! ¿Qué más vienes buscando?
¡Por ti mi pueblo, del honor perjuro,
va con su propia carne traficando!

     »Veo, para agravar el mal futuro,
que Alagna a flor de lis se ha sometido,
y en su Vicario, a Cristo, en trance duro.

     »Y le veo otra vez escarnecido
beber nuevo vinagre con sus hieles,
y entre ladrones vivos ser herido.

     »Y otro Pilatos, de iras más crüeles,
que nada sacia, que sin ley alcanza
hasta el sagrado templo de los fieles.

     »¡Oh, Señor mío! ¿Cuándo tu venganza,
en que se oculta tu ira bondadosa,
responderá a legítima esperanza?

     »Tú me has pedido de la sola esposa
del Espíritu santo, explicaciones,
al invocar su esencia misteriosa:

     »nuestro espíritu se alza en oraciones
durante el día, y en la noche dando
en vez de ruegos, duras maldiciones.

     »A Pigmalión entonces recordando,
que fué traidor, ladrón y parricida,
con avidez el oro ambicionando;

     »y la miseria del avaro Mida,
castigado en el don que se le acuerda,
que debe ser por siempre escarnecida;

     »y de Acham la renuncia se recuerda,
que robó los despojos, a quien la ira
aun de Josué parece que lo muerda;

     »y a su esposo acusamos con Tafira;
loamos la coz que escarneció a Eliodoro;
y voz de infamia por el monte gira.

     »¡Polinéstor que mata a Polidoro!
Y Craso, gritan todos finalmente:
Dinos, pues sabes, cómo sabe el oro.

     »Y hablan así, más bajo o fuertemente,
según la dura espuela los presiona,
que hace andar más despacio o prontamente.

     »Este sentir a todos apasiona,
y si a mí solamente has escuchado,
es que entonces no hablaba otra persona.»

     El alma atrás habiendo ya dejado,
tratamos de llegar a la salida
superando la vía por un lado,

     cuando sentí, cual mole derrüida,
temblar el monte, y convertido en hielo
quedé, como en las ansias de la vida.

     No más se estremeció la Isla de Delo,
cuando Latona en ella hizo su nido
para alumbrar los dos ojos del cielo.

     De un grito general el estampido
a mi guía trajera de mi lado,
quien me dijo: «Serás bien conducido.»

     Gloria in excelsis Deo fué entonado,
por muchas voces, con amor intenso,
en medio de aquel grito atribulado.

     Inmóviles quedamos, en suspenso,
cual los pastores al oír tal canto,
hasta el final de aquel temblor inmenso.

     Luego seguimos el camino santo
entre sombras yacentes en la tierra,
que proseguían en su eterno llanto.

     Nunca dentro de mí sentí más guerra,
por descubrir arcano misterioso,
si la memoria mía aquí no yerra,

     como en aquel momento pavoroso:
el hablar me impedía el paso activo,
y no pudiendo responder ansioso,

     con timidez seguía pensativo.




CANTO XXI
 

     Esa sed natural, que no sea sacia
sino en el agua de la clara fuente,
que a la Samaritana dió su gracia,

     me trabaja, con ánimo impaciente,
y por la obstruída vía me encamino,
de la justa venganza condoliente.

     Cual de Lucas lo trae texto divino,
que apareció Jesús resucitado
a dos hombres en medio a su camino,

     apareció una sombra a nuestro lado,
de pie sobre la turba allí tendida,
que hasta entonces no habíamos notado.

     Y exclamó: «¡Dios os dé paz bendecida!»
Nos volvimos de súbito, y Virgilio
habló, señal haciendo, comedida:

     «¡Que alcances beata paz en el concilio
donde se hace justicia venerada
que me relega al eternal exilio!»

     «¡Cómo», dijo, «con planta tan pesada
si no sois dignas sombras celestiales,
venís!, y ¿quién os guía en la jornada?»

     Y el doctor: «Si contemplas las señales
que el buen ángel guardián sólo perfila,
verás que ha traspasado sus umbrales.

     »Mas, aquella que en día y noches hila,
aun no había la rueca devanado
con que el destino humano Cloto enhila,

     »su alma, que es de las nuestras un dechado,
no podía venir arriba sola,
porque en sombra su ser no ha trasmutado.

     »Por eso fuí sacado de la gola
del infierno, a mostrar estos tormentos,
como lo haré, cual puede una alma sola.

     »Mas dime: ¿Por qué el monte en sus cimientos
desde su blanda base estremecido,
ha temblado entre cantos y lamentos?»

     Esta pregunta había coincidido
con mi deseo, y fiado en la esperanza,
mi sed se había un tanto ya extinguido.

     El espíritu dijo: «No hay mudanza
en el monte, según ordenaciones
que corresponden a la eterna usanza.

     »Aquí no se producen variaciones;
se da y recibe lo que el cielo lleve,
y no más, sin extrañas conexiones.

     »Porque aquí no hay granizo, lluvia o nieve,
ni hay rocío, ni escarcha, cuando sube
las tres gradas de entrada el alma leve;

     »tampoco espesa ni ligera nube,
ni truenos, ni de la hija de Tahumante
el arco iris que inconstante sube.

     »Ningún vapor se siente en adelante,
después que las tres gradas se han pasado,
do está el ángel de Pedro vigilante.

     »Más abajo, tal vez haya temblado;
mas los ocultos vientos de la tierra,
no sé por qué, aquí, nunca han llegado.

     »Tiembla, sí, cuando el alma que ella aferra
purificada surge, en el momento
que entre gritos de gozo desentierra.

     »La voluntad da fe del sentimiento,
y el alma libre, al trasmutar de estado,
obedece a su propio movimiento.

     »Este anhelo latente ha combinado
la divina justicia providente,
con el tormento junto del pecado.

     »Aquí echado, he penado yo doliente
quinientos años, y ora resurgido
por voluntad, me muevo libremente.

     »Por eso tiembla el monte, y has oído
de las almas el grito de alabanza,
que piden redención al Dios querido.»

     Así habló, respondiendo a mi esperanza,
mas, cuanto es más la sed que nos devora,
mayor goce bebiendo nos alcanza.

     Y el sabio dijo: «Bien comprendo ahora
cómo la red que os ata se desata,
y al temblar goza el alma pecadora;

     »pero di por qué en pena tan ingrata
por tantos, tantos siglos has yacido:
de ti saberlo fuera cosa grata.»

     «Cuando Tito, del cielo protegido,
vengó la sangre del que el mundo adora,
que Judas Iscariote hubo vendido»,

     la sombra respondió, «nombre que honora
tenía yo en la tierra, algo famoso;
mas la fe me faltaba salvadora.

     »Mi canto era tan dulce y melodioso,
que a Roma fuí, yo siendo tolosano,
donde mi sien orló mirto glorioso.

     »Estacio fué mi nombre, y al Tebano
mis cantos di; después, del grande Aquiles
con la segunda carga, pisé en vano.

     »De mi ardor, los destellos juveniles
se han encendido en la divina llama
que iluminó la mente de otros miles.

     »La Eneida fué mi numen, fué la mama;
fué la nodriza que nutrió mi canto:
sin ella no pesara ni una dracma,

     »y por haber vivido en algún tanto
cuando vivió Virgilio, me estaría
otro sol más, tendido en mi quebranto.»

     A estas palabras me miró mi guía,
como diciendo: ¡Calla!, mas no puede
la virtud cuando quiere en su porfía.

     Risa o llanto sucede o bien precede
a la pasión de que uno está nutrido,
y lo sincero a sus impulsos cede.

     Sonriente, yo me doy por entendido,
y la sombra su vista me endereza
buscando en mi expresión algún sentido.

     «¡Puedas lograr en bien tu grande empresa!
Mas, ¿por qué tu semblante ha iluminado
relámpago sonriente que interesa?»

     Me sentí doblemente conturbado:
callar y hablar cada uno me pedía;
suspiré: mi suspiro fué escuchado.

     «Habla sin miedo», me ordenó mi guía
con bondad, «y al hablarle, di mi nombre,
dándole la respuesta que quería.»

     Y de este modo hablé: «¡Tal vez te asombre
el verme sonreír con tanto agrado:
quíero asombrarte más con un gran nombre.

     »Este, que en las alturas me ha guiado,
es el Virgilio de quien tú aprendiste
hombres y dioses a cantar osado.

     »Si otro motivo a mi sonrisa diste,
bórralo de tu mente: estimulada
tan sólo fué por lo que de él dijiste.»

     Viendo a la sombra medio prosternada:
«No lo hagas», dijo el guía, prevenido.
«Sombra soy y eres sombra: somos nada.»

     Y ella exclamó al erguirse: «Habrás medido
lo inmenso del amor que el alma siente,
pues nuestra propia vanidad olvido,

     «tratando a tu alma como a ser viviente.»




CANTO XXII
 

     Ya el ángel tras nosotros se ha quedado
del sexto giro en la áspera pendiente,
habiéndome otra letra más borrado:

     y de los que justicia, en ruego ardiente,
piden con Beati et sitiunt plañidero,
ya se ha perdido el eco balbuciente;

     yo me siento tan leve y placentero,
que sin fatiga cruzo por la senda
de las dos sombras, con el pie ligero.

     «Amor que en otro amor virtud encienda»,
dijo Virgilio, «dan el mismo efecto,
por poco que su llama se trascienda.

     »Así, cuando cumpliendo alto decreto,
Juvenal en el limbo fué sumido,
a par mía, y hablóme de tu afecto,

     »benévola amistad por ti he sentido,
cuanto es posible, aun vista la persona,
y a tu lado me siento complacido.

     »Mas dime, y como amigo me perdona,
si acaso mi palabra no refreno,
y háblame como amigo que razona.

     »¿Cómo pudo encontrar dentro tu seno
la avaricia lugar, si lo ocupaba
la grande ciencia de que estabas lleno?»

     Estacio sonreía y lo miraba
en silencio, y después: «Me ha complacido
tu afectuosa pregunta», contestaba.

     «A veces, lo que no se ha discernido
hace dudar, si la razón no busca
lo que acaso verdad tiene escondido.

     »Tu pregunta me muestra que te ofusca
la idea de que avaro he sido en vida,
por encontrarme en la caverna fusca.

     »Fué por mí la avaricia aborrecida:
y si miles de lunas he penado,
por otra causa fué mi alma punida.

     »Si tu acento no hubiera despertado,
y es bueno aquí que tu atención reclame,
la noble indignación con que has clamado:

     »¡A qué excesos no lleva, sacra fame,
del oro el apetito a los humanos!,
en el infierno yacería infame.

     »Pensé entonces que mucho abrir las manos
eran males también, y arrepentido,
como apetitos los miré ya insanos.

     »¡Oh, cuántos, por no haber esto sabido,
ante el juicio final irán pelados
por no haberse en la vida corregido!

     »Pues debes de saber que los pecados
tienen contraria falta, y por lo tanto,
son por igual justicia marchitados.

     »Por eso he derramado amargo llanto
entres esas pecadoras almas sórdidas,
por lo contrario en que pecaron tanto.»

     «Cuando cantaste aquellas luchas hórridas
de la doble tristeza de Yocasta»,
dijo el tierno cantor de las Bucólicas,

     «que Clío acompañó con lira infausta,
ninguna fe tu acento me revela,
sin la cual ningún bien al hombre basta.

     »Y así, ¿qué sol, qué luz que al cielo vuela,
te alumbró, que tan firme navegaste
derecho al Pescador tras de su vela?»

     Y él dijo: «Tú el primero me llevaste
al Parnaso, a beber en fuente pura,
y con amor divino me alumbraste.

     »Fuiste, como quien anda en noche oscura,
con luz radiante que a la espalda lleva,
que a otros alumbra, y que de sí no cura.

     »Tú anunciaste: ¡El siglo se renueva;
retorna la justicia al mundo humano,
y del cielo desciende raza nueva!

     »Por ti yo fuí poeta y fuí cristiano,
y para que contemples su evidencia,
el gran diseño trazará mi mano.

     »Ya penetrado de la vera creencia
el mundo estaba, la que fué sembrada
por mensajeros de la eterna esencia.

     »Y la palabra tuya, recordada,
con los nuevos apóstoles, en tanto,
se armonizaba así que era inclinada

     »el alma a ver en cada fiel un santo;
y al ser por Domiciano perseguidos,
mis lágrimas se unieron con su llanto.

     »Fueron por mí en la tierra socorridos,
y practiqué sus usos y sus ruegos,
despreciando a los otros descreídos;

     »y antes que con mis cantos, a los griegos
llevase a Tebas, fuí yo bautizado,
quedando en apariencia entre los ciegos,

     »al paganismo en público entregado;
y esta tibieza mía en desconsuelo
cinco siglos de pena me ha costado.

     »Tú, que ante mí rompiste el denso velo
que me ocultaba lo que yo bendigo,
dime mientras subimos, por consuelo:

     »¿En dónde está Terencio, nuestro amigo?
Cecilio, Varrón, Plauto, refractarios,
di, si sabes que sufren un castigo.»

     «Todos, con Persio, y yo con otros varios»,
dijo el maestro, «están con aquel griego
a quien la musa dió senos plenarios,

     »en el primer jirón del mundo ciego,
hablando con frecuencia de aquel monte
que nos baño con fecundante riego.

     »Eurípides está con Anacreonte,
con Simónides y Agatón, que en Grecia
el laurel coronó del sacro monte;

     »Antígona y Deifila con Argesia,
y tu Ismenia, cual siempre contristadas,
allí soportan penitencia recia.

     Dafne, Isifil y Tetis, que cantadas
fueron por ti, están acompañando
a Deidamia y hermanas malhadadas.»

     Callaron ambos al seguir andando,
fuera del paso que ya atrás quedaba,
en torno suyo atentos observando.

     Cuatro siervas del día, revelaba
la quinta en el timón del carro ardiente,
que a la altura su cuerno levantaba,

     cuando el guía nos dijo: «Es conveniente
seguir por la derecha con paciencia,
el monte contorneando atentamente.»

     Aconsejados bien por la experiencia,
confiados proseguimos en la vía,
que señaló Virgilio con prudencia.

     Los dos delante, yo detrás seguía,
oyendo de su boca las lecciones
que el intelecto impregna en poesía.

     Mas de pronto interrumpen sus razones
ante un árbol en medio de la estrada,
con frutos que dan suaves emisiones.

     Como abeto, la copa adelgazada
de rama en rama, abajo achaparrado,
creí que fuera imposible la trepada:

     de una parte el camino está cerrado,
y cae de la alta roca un agua clara,
que corre por sus hojas hasta el prado.

     Al árbol uno y otro se acercara,
cuando grita una voz que allí escondía:
«Si gustáis esta fruta, os será cara»,

     agregando: «Cuidaba más María
de la boda el manjar que otros gustaron,
que de su boca, que os responde pía.

     »Los antiguos romanos no probaron
sino agua pura, y de Daniel severo,
los labios torpe cebo despreciaron.

     »Del siglo de oro en el albor primero,
la bellota fué el fruto más sabroso,
dando el arroyo néctar lisonjero.

     »Miel y langostas fué el manjar pastoso
que alimentó al Bautista en el desierto;
por eso fué tan grande y tan glorioso,

     »cual reza el Evangelio a libro abierto.»




CANTO XXIII
 

     Mientras mi vista por la fronda verde
vagaba, como suele quien espía,
y en pos de un pajarillo el tiempo pierde,

     el que era más que padre me decía:
«Hijo querido, el tiempo señalado
conviene aprovechar durante el día.»

     Volvíme a él, y paso apresurado,
a los sabios seguí, y cuanto oía
hacía que el andar fuese aliviado.

     Sonó un canto quejoso en lejanía:
¡Domine labia mea!, modulado,
que dolor y delicia producía.

     «¡Oh, padre mío! ¿Qué es lo que he escuchado?»,
pregunto, y él: «Tal vez sombras errantes
que desatan el nudo del pecado.»

     Tal como pensativos caminantes,
que hallan en su camino gente ignota,
lo prosiguen mirando unos instantes,

     de tal modo siguiendo su derrota,
al dejarnos de lado nos miraba
en silencio al pasar, turba devota.

     Eran sus ojos como oscura cava,
pálida faz y tan enflaquecida
que la piel con los huesos conformaba.

     De Eresitón no el hambre desmedida
me figuro le diera tal magrura,
cuando hizo de sí mismo su comida.

     Yo me dije: «Es la gente sin ventura
que se perdiera en Sión, cuando María
en el hijo picó su mordedura.»

     Sin gema anillo el ojo parecía,
y el que en el rostro humano leyera: OMO,
la Eme fatal en éstas bien leería.

     ¿Quién pensaría que el olor de un pomo
y el del agua, en las sombras produjese
un hambre tal, a no saberse cómo?

     Mas si el efecto sólo percibiese,
pues la causa no me era manifiesta,
me preguntaba cuál la causa fuese:

     cuando, de lo profundo de la testa,
una sombra miróme fijamente,
exclamando: «¿Qué gracia me es propuesta?»

     No habría conocido al penitente,
si lo que su apariencia me ocultaba
la voz no lo dijera claramente.

     Su acento mi recuerdo iluminaba,
y en aquel ser enjuto tan cambiado
el rostro de Foresio me mostraba.

     «No mires de mi ser descolorado
esta lepra que mancha su semblante,
ni si me hallo de carnes despojado.

     »Dime en verdad», clamaba suplicante,
«¿Quiénes son esos dos? ¿Quién te ha traído?
¡Ah, no dejes de hablarme ni un instante!»

     «Ante tu faz me siento tan dolido»,
dije, al mirarle así desfigurado,
«cual cuando muerto te lloré, afligido.

     »Mas di, ¡por Dios! ¿Por qué tan extenuado?
No se puede hablar bien, cuando fluctúa
el alma presa de mayor cuidado.»

     Y él a mí: «La justicia que gradúa,
da su virtud al agua y a la planta
que queda atrás, y así nos extenúa.

     »Toda esa gente que llorando canta
porque halagó su boca sin mesura,
en hambre y sed se purifica santa.

     »El beber y el comer más les apura,
viendo en el gajo el fruto apetitoso,
y el agua que se extiende en la verdura;

     »y al tornar a este sitio delicioso,
girando, se refresca nuestra pena:
digo pena; decir debiera gozo.

     »La voluntad que el árbol enajena,
es la que hizo exclamar a Cristo: ¡Elí!,
al librarnos con sangre de su vena.»

     «Foresio amigo», yo le dije así:
«Después que tú pasaste a mejor vida,
cinco años no han corrido desde allí.

     »Si en el pecado sólo fué extinguida
tu voluntad, cuando llegó tu hora
con el sano dolor que a Dios convida,

     »¿cómo te encuentro tan arriba ahora?
Creí que estabas abajo detenido,
donde el tiempo con tiempo se valora.»

     Y él repuso: «Hasta aquí me ha conducido
a beber del martirio absintio grato,
mi Nella, por su llanto socorrido;

     »por las plegarias de su amor innato,
subir aquí me ha sido permitido,
librándome del bajo cerco ingrato.

     »Y tanto más querida a Dios ha sido
mi viuda, de recuerdo tan amado,
cuanto que, sola y triste, buena ha sido;

     »pues la Barbagia de Cerdeña ha dado,
y más mujeres púdicas abriga
que la Barbagia donde la he dejado.

     »¡Dulce hermano! ¿Qué quieres que te diga?
Veo un futuro tiempo prometido,
que a la hora del presente pronto siga,

     »en que será en el púlpito prohibido
a las desvergonzadas florentinas
mostrar los senos sin cendal tupido.

     »¿Cuáles bárbaras, cuales Sarracinas,
fué preciso obligar, para ir cubiertas
fuerza de espirituales disciplinas?

     »Si esas impuras estuviesen ciertas
de lo que el cielo les depara aprisa,
aullarán ya con bocas bien abiertas.

     »Si mi presciencia en vano no me avisa,
han de llorar antes que asome el bozo
en el niño que arrulla la nodriza.

     »Ora explica tu viaje misterioso:
que asombrada cual yo, mira esta gente
ver que haces sombra al astro luminoso.»

     Y yo a él: «Si aún guardas en la mente
lo que fuimos los dos en el pasado,
pienso que grato no será el presente.

     »De la mundana vida me ha sacado
el que delante va, cuando rotunda
la hermana de ése os hubo iluminado.»

     Y el sol mostré. «En lobreguez profunda
llevóme a ver los verdaderos muertos,
con esta vera carne que él segunda.

     »Hasta aquí me han traído sus aciertos,
subiendo alrededor de la montaña,
que del mundo endereza los entuertos.

     »El me asegura que me hará compaña
hasta encontrarme de Beatriz al lado,
dejándome al subir de la montaña:

     »ése es Virgilio, quien así me ha hablado:
y el otro es un espíritu virtuoso,
por quien esta montaña ha retemblado

     »al dejar vuestro reino doloroso.»




CANTO XXIV
 

     No el decir el andar hace más lento,
y razonando, van rápidamente,
como nave impelida por buen viento.

     Y las sombras, remuertos símilmente,
al ver a un vivo, admiración mostrando,
me miran por sus hoyos hondamente.

     Yo en tanto, mi discurso continuando,
dije a Foresio: «Esta alma que se atarda,
tal vez por otra causa va quedando.

     »Mas di si sabes dónde está Piccarda;
dime si ves de nota una persona
entre esa gente que al mirarme, aguarda.»

     «Mi hermana, que virtud y gracia abona,
cual la que más», me dijo, «ha conquistado
en el Olimpo, leda, su corona.»

     Dijo, y siguió: «Nombrarnos no es vedado,
pues el hambre que a todos nos ayunta,
la semblanza de todos ha mudado.

     »Este», apuntando el dedo, «es Bonayunta
de Luca; y esa sombra demacrada,
que de sus huesos muestra cada punta,

     »a la Iglesia de Dios tuvo abrazada:
vino de Tours, y purga en el ayuno
la anguila con vernacha aderezada.»

     Muchos otros mostróme, uno por uno,
y todos se mostraban complacientes,
sin torvo ceño en su semblante bruno.

     Y entre los que por hambre mueven dientes,
vi a Ubaldino de Pila; a Bonifacio,
que pastó con roquete muchas gentes.

     Y vi a Marchesi, que por largo espacio
bebió en Forlí, con boca más mojada,
y que, bebiendo, nunca estuvo sacio.

     Como entre dos objetos, la mirada
se fija al fin en uno, así al de Luca
mi atención por él mismo fué llamada.

     Y un murmullo, nombrando a una «Gentuca»,
sentía yo, salirle por la llaga,
por donde la justicia lo machuca.

     «Anima», díjele, «si hablar te halaga,
pues pareces deseosa que te atienda,
con tu palabra mi palabra paga.»

     «Mujer, que aun de mujer no lleva venda»,
comenzó, «te ha de hacer más placentera
mi ciudad, bien que alguno la reprenda.

     »Tú llevarás mi previsión certera:
y aunque parezca que murmuro errores,
el tiempo te dirá que es verdadera.

     »Mas dime: ¿Eres aquel que en tus albores,
escribiste unos versos, comenzando:
Mujeres que sabéis qué son amores?»

     Y repliqué: «Yo soy uno que cuando
amor le inspira, con la mano traza
lo que en el pecho tiene palpitando.»

     «Ahora percibo el nudo que me enlaza
con Notaio y Guittone, y me retiene,
y que el estilo nuevo me retraza.

     »Veo que vuestra pluma se mantiene
fiel al dictado del amor, segura,
lo que en verdad la nuestra no sostiene.

     »Quien pretenda elevarse a más altura,
no distingue un estilo de otro estilo.»
Y terminó callando con cordura.

     Cual las aves que invernan en el Nilo,
forman alguna vez bandada espesa,
y en fila van en su volar tranquilo,

     así, toda la turba con presteza
vuelve la espalda y sigue sin retraso,
ligera, por querer o por magreza;

     como quien de trotar se siente laso,
se va de su compaña separando,
y recobra el aliento, paso a paso,

     Foresio, sus pisadas retardando,
me seguía, diciendo en voz dolida:
«¿Cuándo de nuevo nos veremos, cuándo?»

     «No sé», repuse, «el plazo de mi vida;
pero la vuelta no será tan presto
como el deseo que a venir convida;

     »pues el destino me asignó mi puesto
donde el bien cada día se despulpa,
y a lamentable ruina está dispuesto.»

     «Anda», dijo; «quien tiene mayor culpa,
de un caballo a la cola va arrastrado,
al negro valle donde no hay disculpa.

     »La bestia va por paso arrebatado,
golpeándolo por ásperas veredas,
y lo deja cadáver destrozado.

     »No mucho han de girar celestes ruedas»,
y miró al cielo, «sin que veas claro
lo que al presente comprender no puedas.

     »Quédate, adiós: el tiempo me es muy caro
en este reino, y mucho ya he perdido
platicando contigo, y me separo.»

     Cual jinete a galope, desprendido
de un escuadrón, que busca valeroso
el primer choque por honor movido,

     así partió Foresio, presuroso,
y quedé con Estacio y con mi guía,
los dos maestros del cantar glorioso.

     Y cuando ya la sombra se perdía,
y mi ojo su carrera acompañaba,
cual sus palabras en la mente mía,

     otro árbol vi que el fruto recargaba
en sus vivaces ramas, no lejano,
a tiempo que a ese lado yo giraba;

     y gentes vi debajo, alzar la mano,
y evitar no sé qué, cómo, ni dónde,
(cual hace el niño antojadizo y vano,

     a un ruego que a su ruego no responde,
y que le hace pedir la cosa ansiada,
cuanto más se retira y más se esconde),

     y a la gente pasar desengañada;
y hasta aquel árbol la atracción nos lleva,
que ni a ruegos ni lágrimas da nada.

     El árbol que mordido fué por Eva,
arriba está: seguid por vuestra vía;
éste es renuevo del que allá se eleva.

     Entre las hojas, no sé quién decía;
Virgilio, yo y Estacio, con pies cuitos,
seguimos por el lado que ascendía.

     Y agregó: Recordad a los malditos
que, en las nubes formados, combatieron,
con dobles pechos y hartos de apetitos;

     y a los hebreos que a beber se dieron,
que no quiso Gedeón como soldados,
cuando en Madián al llano descendieron.

     Contra uno de los bordes, estrechados,
seguíamos, oyendo los sollozos
de la gula, en sus tristes condenados;

     ya por la vía libre, cuidadosos,
mil pasos avanzamos, contemplando,
cada uno en su mente, silenciosos.

     «Solos los tres, ¿qué es lo que vais pensando?»,
gritó una voz que a mí me estremeciera,
como bestia espantada, titubeando.

     Alcé los ojos para ver quién era,
y no creo que de horno haya salido
vidrio o metal que más rojizo fuera,

     cual uno, que decía: «Bienvenido
el que busca la paz. Id adelante,
la vuelta dad por donde habéis subido.»

     Cegado por su aspecto deslumbrante,
encaminéme en pos de mis doctores,
guiado por el oído hacia delante.

     Y como nunciatriz de los albores,
sopla brisa de mayo que acaricia,
cargada del perfume de las flores,

     sentí como de un viento la caricia,
a la celeste que mi frente orea,
ambrosía esparciendo con delicia;

     y una voz exclamar: «Bendito sea
el que la gracia alumbra, y no del gusto
del paladar, el apetito humea,

     »y tan sólo apetece lo que es justo.»




CANTO XXV
 

     Forzoso era subir: que el meridiano
cedía el sol a Tauro, y traspasaba
la noche opuesta al Escorpión lejano.

     Por lo que, como nada nos fijaba,
cual sucede al que sigue a la ventura,
necesidad los pasos impulsaba.

     Y entramos del peñón por la abertura,
uno a uno trepando por su escala,
que a quien sube separa su estrechura.

     Cual pichón de cigüeña mueve el ala
cuando intenta volar, y dentro al nido
en vanos aleteos se desala,

     tal sentía, apagado y encendido,
el anhelo de hablar, que se suspende
antes de articular algún sonido;

     mas dijo el dulce padre: «Habla y desprende
la flecha que la lengua te sofoca
y el arco de tu labio firme tiende.»

     Y entonces con firmeza abrí la boca:
«¿Cómo puede un espíritu ser magro,
donde alimento al alma no provoca?»

     «Si recordases bien, cómo Meleagro
se consumió, mientras ardió una brasa»,
respondió, «no hallarías que es milagro.

     »Y si pensases que el espejo traza
la imagen y acompaña al movimiento,
comprenderás lo que a las almas pasa.

     »Mejor responderá a tu pensamiento,
Estacio, a quien le pido y a quien ruego
cure de tu razón el sufrimiento.»

     «Si la eterna venganza le despliego
ante ti», dijo Estacio al dulce guía,
«es porque a tu deseo no me niego.»

     Y continuó: «Si la palabra mía,
hijo, escuchas y guardas cual se debe,
tu mente alumbrará como lo ansía.

     »La purísima sangre, que no bebe
de la vena la sed, substancia es sana,
que de la mesa queda en el relieve:

     »Va al corazón, y a la criatura humana
le da su forma, en miembro al transformarse,
por la corriente que en la vena mana.

     »Más pura sube aún (donde el callarse
es mejor que nombrarlo), y en seguida
en vaso natural va a derramarse.

     »Una sangre a otra sangre allí reunida,
la más activa a la pasiva entona,
de su nativa fuente resurgida;

     »y al mismo tiempo con vigor reacciona,
coagulada primero, que se aviva
por gestación que la materia abona.

     »Su virtud se convierte en alma activa,
como una planta, un tanto diferente,
porque una en vía está, la otra está viva.

     »Y obra de suerte que mover se siente
como pulpo marino, y organiza
la potencia que lleva en su simiente.

     »Se contrae, se dilata, y finaliza
del corazón la fuerza generante,
por la virtud que el cuerpo fecundiza.

     »Mas, cómo el animal se hace pensante,
aun no lo puedes ver, porque es un punto
que a los más sabios deja vacilante.

     »Pues según su doctrina, no hay conjunto,
entre el alma y armónico intelecto,
por no ver a la mente órgano adjunto.

     »Abre tu mente al de verdad concepto,
y sabe que en el feto, aunque latente,
del cerebro el poder es ya perfecto.

     »Ya el Gran Móvil contempla complaciente
tanto prodigio natural, e inspira
un espíritu nuevo y eficiente,

     »que vida activa en su substancia aspira;
y forma un alma sola que, consciente,
se mueve y vive y en sí mismo gira.

     »Y a fin que mi palabra entre en tu mente,
mira el calor del sol que se hace vino
con la savia de viña floreciente.

     »Y cuando de Laquesis, con el lino
la carne se consume, virtualmente
lleva en sí con lo humano lo divino.

     »Entre mudas potencias, solamente
inteligencia, voluntad, memoria,
obran activas más agudamente.

     »Sin parar, por virtud divinatoria,
el alma llega a la una o la otra riba,
y conoce su senda promisoria.

     »Y en el lugar que Dios le circunscriba,
potencia formativa irradia en torno
cual sucedía con la carne viva.

     »Cual aire cuando llueve, que en contorno
otros rayos de luz en sí refleja,
de variado color, que son su adorno,

     »así el aire a que pasa, la asemeja
a la forma en que estaba modelada,
reflejando el despojo que atrás deja.

     »Y luego, como viva llamarada
que del fuego acompaña el movimiento,
en espíritu se halla transformada.

     »Sombra se llama desde aquel momento,
y en esta nueva forma que asumimos
se organiza de nuevo el sentimiento.

     »Y por eso aquí hablamos y reímos,
y lloramos, suspiros exhalando,
que oyes en este mundo en que vivimos.

     »Y según las pasiones van obrando,
placer o afán, las sombras los figura,
y es esto lo que admiras contemplando.»

     En el lugar de la última tortura
estábamos, y vueltos a la diestra,
nuestra atención otro cuidado apura.

     En la roca, una llama se nos muestra,
que corre cual ballesta disparada,
y que un viento, del borde la secuestra.

     Por evitar la ardiente llamarada,
uno a uno seguimos por la vía;
yo, temiendo caer en la hondonada.

     « En ese sitio», dijo el sabio guía,
«a la vista se debe poner freno,
pues, por poco, extraviarse uno podría.»

     Y Summae Deus clementiœ, desde el seno
del incendio, las almas van cantando;
y por mirarlas, mi temor refreno.

     Vi sombras por las llamas circulando:
sus pasos y los míos observaba,
la vista entre unos y otros alternando.

     Y un himno entre aquel fuego resonaba,
el Virum non cognosco, ora elevado,
que luego en voz más baja comenzaba.

     Y al fin: «Diana en el bosque se ha quedado
a Calisto arrojando por impura,
que el veneno de Venus ha probado.»

     Después, cantaban a la esposa pura,
y a los castos maridos, arreglados
a la ley que virtud les asegura.

     Y pienso que así irán estos penados
por el tiempo que Dios los martiriza,
conviniendo esta cura a sus pecados,

     en que el fuego sus llagas cicatriza.




CANTO XXVI
 

     Mientras uno en pos de otro iba en hilera,
al borde del barranco, nuestro guía:
«Guarda y sigue mi ejemplo», repitiera.

     El sol que mi siniestro flanco hería
al descender radiante al occidente,
el celeste color emblanquecía.

     Retornaba mi sombra más rubente
al parecer la llama; y a este indicio,
vi a las sombras errantes, poner mente,

     sin poder aún formar del caso juicio;
y a murmurar entre ellas comenzaron:
«¡No parece, el de aquél, cuerpo ficticio!»

     Y poco a poco a mí se aproximaron,
observándome siempre con resguardo,
y, sin salir del fuego, así me hablaron:

     «¡Oh, tú!, que vas detrás con paso tardo,
porque tu escolta esa atención merezca,
respóndeme, que en sed y llamas ardo;

     »y tu respuesta, más que a mí se ofrezca
a esta mesnada, que sedienta se halla,
más que el Indo y Etíope de agua fresca,

     »¿Por qué tu cuerpo forma una muralla
al sol, cual si no hubieses todavía
de muerte entrado en pescadora malla?»

     Así me habló, y a dar me disponía
ya mi respuesta, cuando fué cruzada
por otra novedad que aparecía:

     Por la senda de llamas, abrasada,
gente venía en dirección opuesta,
y fué por ella mi atención llamada.

     Una banda hacia la otra marcha presta,
cada sombra se besa una por una,
y sigue su camino en son de fiesta.

     Así entre medio de su tropa bruna
se hocica confundida cada hormiga,
que busca su camino o su fortuna.

     Después de una acogida tan amiga
y antes que el paso cada cual recorra,
una y otra gritando se fatiga.

     Unos claman: «¡Sodoma con Gomorra!»
Y otros claman: «En vaca transformada
Pasífae llama al toro que la acorra.»

     Como en los rífeos montes, en bandada
vuelan las grullas por huir del hielo,
y otras del sol la arena caldeada,

     así la doble turba va en su anhelo,
y renuevan su canto, lagrimeantes,
con gritos de dolor y desconsuelo;

     y hacia mí se acercaron, como de antes
las sombras que me habían preguntado,
con la atención pintada en sus semblantes.

     Yo que dos veces observé su agrado,
a decir comencé: «¡Oh, almas seguras
de alcanzar grata paz en otro estado!

     »No han quedado ni verdes ni maduras
las partes de mi cuerpo, y aquí llego
con mi sangre y mis propias coyunturas.

     »Vengo la luz buscando como ciego;
santa mujer que me dispensa gracia
trae el cuerpo mortal que aquí relego.

     »¡Que vuestra ansia mayor por siempre sacia
alcance de los cielos la morada,
donde el amor con plenitud se espacia!

     »Mas decidme una cosa, que anotada
llevar quiero: ¿Qué sois? ¿Qué la otra turba
que de la vuestra marcha a la encontrada?»

     Tal como tosco montañés se turba
cuando entra a una ciudad civilizada,
y cuanto ve, le admira y se perturba,

     así quedó la gente de asombrada;
mas cuando el estupor hubo pasado,
como acontece en alma bien templada,

     una me dijo. «¡Ser afortunado,
que al penetrar en nuestra triste vida,
la experiencia en las sombras has buscado!

     »La gente que está aparte va afligida,
por lo mismo que a César, aun triunfando,
Reyna llamó la plebe consentida;

     »y por eso, ¡Sodoma! va gritando,
reprueban en sí mismos su delito,
su vergüenza las llamas atizando.

     »Nuestro pecado es doble, hermafrodito;
pues violamos las leyes naturales,
saciando bestialmente el apetito.

     »Y en oprobio a pecados tan brutales,
en cada encuentro el nombre pronunciamos
de la que fué bestial entre bestiales.

     »Ya sabes el pecado que purgamos:
decirte nuestros nombres bien quisiera,
mas tiempo falta, pues de prisa andamos.

     »Empero, el mío te diré: yo era
Guido de Guinicelli; aquí me purgo
por buena contrición de hora postrera.»

     Como en el triste caso de Licurgo,
los dos hijos que hallaron a la madre,
tal hice yo, si bien no a tanto surgo,

     al escuchar el nombre de aquel padre,
no sólo mío, de otros de más fama,
a los que el nombre de poetas cuadre,

     verle de cerca mi deseo inflama;
lo miro y lo remiro un largo espacio,
sin dejarme acercar la viva llama.

     Cuando ya de mirarle estuve sacio,
me ofrecí, respondiendo a su deseo,
con las protestas de cordial regracio.

     Y replicóme: «Lo que escucho y veo
hondo vestigio dejará patente
sin borrarlo las aguas del Leteo.

     »Mas si habla el labio lo que el pecho siente,
dime, ¿cuál es la causa del afecto
que manifiestas tan amablemente?»

     «Es de tus rimas», respondí, «el efecto,
que mientras dure el uso más moderno,
muestras caras serán del intelecto.»

     Y él «Hermano, una sombra aquí discierno»,
y con el dedo la mostró a mi alcance,
«que fué el fabro mejor de hablar materno.

     »En dulce verso y prosa de romance
fué superior, aunque hayan repetido,
que el Lemosín en gloria se le avance:

     »sin mirar la verdad, va tras el ruido
el vulgo con sus vanas opiniones,
ni dar a la razón o al arte oído.

     »Así también hicieron con Güitones
los que antes lo aclamaron como egregio;
mas la verdad triunfó con sus razones.

     »Ya que gozas del amplio privilegio
de subir hasta el claustro luminoso,
donde Cristo es abad del gran colegio,

     »reza por mí de un Pater, fervoroso,
la parte que conviene en este mundo,
en que no hay tentador pecaminoso.»

     Después, por dar lugar al que segundo
muy cerca de él estaba, echóse al fuego,
como un pez en un piélago profundo.

     Al que hubo señalado le hablo luego,
antes que con la llama siga y gire
y su nombre demando en dulce ruego;

     y en lengua habló que no hay a quien no inspire:
«Tan m’abellis vostre cortes deman,
qu’ieu non me puesc, ni m’voil a vos cobrire;

     jeu sui Armautz, que plor e vay cantan:
consiros vei la passada folor,
e vei jauzen lo joi qu’esper deman.

     Ara vus prec aquella valor,
que us guia al som sens freich e sens calina,
sovenha vus atemperar ma dolor.»

     Y al fuego se arrojó, que el alma afina.




CANTO XXVII
 

     A tiempo que su rayo primo vibra,
donde Jesús vertió su sangre pura,
cayendo el Ebro bajo el alta Libra,

     y el Ganges hacer arder desde su altura,
estaba el sol; y al extinguirse el día,
se apareció de un ángel la figura.

     Alejado del fuego se tenía,
el Beati mundo corde repitiendo,
con sobrehumana voz en armonía.

     Y luego: «Animas santas, id subiendo
mordidos por la llama fulgorosa,
y los cantos de allá siempre siguiendo.»

     Así dijo, y con alma temerosa
me sentí como el hombre condenado
a ser vivo enterrado en una fosa.

     Alcé las manos, y pensé angustiado,
mirando el fuego, en la terrible suerte
de tanto cuerpo humano allá quemado.

     A mis guías volví mi rostro inerte,
y Virgilio me dijo: «Hijo querido,
tormento puede ser, pero no muerte.

     »Acuérdate que bien te he conducido
en hombros de Gerión, en otra empresa
¿Qué no haré por el cielo protegido?

     »Estar mil años puedes, con certeza,
en medio de esa llama abrasadora,
sin que pierda un cabello tu cabeza.

     »Y si pensaras que te engaño ahora,
pon la mano en la llama, y la evidencia
tendrás de que las carnes no devora.

     »No temas del peligro la apariencia:
acércate con ánimo seguro.»
Y yo inmóvil, pugnando mi conciencia.

     Cuando me vió tan inactivo y duro:
«Hijo mío», me dijo, algo turbado,
«entre Beatriz y tú, se halla ese muro.»

     Cual Píramo, de Tisbe al nombre amado,
al tiempo de morir miró a su amante,
cuando el moral tiñóse de encarnado,

     así ablandado me sentí al instante
de pronunciarse un nombre que en mi mente
siempre puro florece y rozagante.

     Virgilio entonces me miró sonriente,
cual se hace con el niño, que halagado
al ver la dulce fruta, al fin consiente.

     Y al fuego se lanzó determinado,
a Estacio previniendo me siguiera,
que entre los dos me hallaba colocado.

     Al encontrarme en medio de la hoguera,
me habría sumergido en vidrio ardiente
por refrescarme, tal su temple era.

     El dulce padre, siempre providente,
nombrándome a Beatriz, me confortaba,
cual si la viese yo resplandeciente.

     Escuchando una voz que allá cantaba,
seguimos, guiándonos por sus sonidos,
hasta subir do el fuego terminaba.

     ¡Venid, los por mi padre bendecidos!
sonó dentro a una luz tan esplendente,
que mis ojos sentí como perdidos.

     Llega la noche: baja el sol ardiente:
no os detengáis; apresurad el paso,
mientras no se ennegrezca el occidente.

     Iba el sendero por peñasco eriazo,
de modo que mi cuerpo interceptaba
del fatigado sol el rayo escaso;

     y cuando en medio a la subida estaba,
notamos por mi sombra ya extinguida
que el sol a nuestra espalda se acostaba.

     Antes que por la noche oscurecida
la bóveda celeste se mostrara,
envolviendo en sus sombras la subida,

     cada uno en un peldaño se acostara,
pues lo áspero del monte, en adelante,
no dejaba subir cual se deseara.

     Tal como hace la cabra trashumante,
que, después de pacer en altozano,
busca la sombra, mansa y rumiante,

     cuando más arde el sol en el verano,
y el pastor vigilante se reclina
sobre el cayado, mano sobre mano;

     y cual hace la gente campesina
cuando ronda de noche su ganado,
guardándole de bestia asaz dañina.

     tal de los tres el respectivo estado:
yo era la cabra y ellos los pastores,
con la roca del uno y otro lado.

     Perdidos los espacios exteriores,
todavía alcanzaba las estrellas,
al parecer más claras y mayores.

     Así rumiando y contemplando aquéllas,
tomóme el sueño, que frecuentemente
traza la imagen de futuras huellas.

     Pienso que era la hora que en oriente
sobre el monte Citéreo asoma el día,
con su fuego de amor por siempre ardiente,

     y en sueños percibir me parecía
joven bella, vagando en una banda,
cogiendo flores, y que así decía:

     «Si alguno acaso quién soy yo demanda,
Lía me llamo, que moviendo en torno
las bellas manos, formo una guirnalda.

     »Ante el espejo por placer me exorno;
mas mi hermana Raquel sólo se paga
de estar ante él en incesante adorno.

     »En verse el bello rostro, ella se halaga,
como yo en adornarme con mis manos;
ella mirando, yo con lo que haga.»

     Del alba los crepúsculos tempranos,
que al peregrino errante tanto encantan,
cuando torna a sus lares, no lejanos,

     ya las tinieblas por doquiera espantan,
y con ellas mi sueño, y me levanto
al ver que los maestros se levantan.

     «La dulce pompa porque anhela tanto
el incesante afán de los mortales,
tu hambre apaciguará con tu quebranto.»

     Así Virgilio, con palabras tales,
hablóme, y en oírlo me recreo,
con deleites que nunca sentí iguales.

     Con voluntad, yo el ánimo espoleo,
y a cada paso en la áspera pendiente
crecen en mí las alas del deseo.

     Al recorrer la escala enteramente,
la planta hollando el escalón superno,
Virgilio me miró muy fijamente,

     diciendo: «El fuego temporal y eterno
has visto ya, hasta venir a parte
en que sólo, por mí, no más discierno.

     »Te he conducido con ingenio y arte:
desde aquí tu albedrío te conduce
por vías en que no has de fatigarte.

     »Mira a tu frente el sol cómo reluce;
las flores, hierbas y árboles frondosos,
que esta tierra de suyo aquí produce.

     »Antes de ver los ojos luminosos,
que llorosos me hicieron auxiliarte,
descansa en estos sitios deliciosos.

     »No esperes ya que pueda aconsejarte:
tu santo juicio tu albedrío abona,
y debes por ti mismo gobernarte,

     »pues te enmitro y te pongo la corona.»




CANTO XXVIII
 

     De conocer por dentro estaba ansioso
la divina floresta, que templaba
del nuevo día el brillo esplendoroso.

     Impaciente, la planta me llevaba
al través de aquel campo, lento, lento,
que por doquier aromas exhalaba.

     Aura dulce, sin leve mudamiento,
hasta mi frente plácida desciende,
más suavemente que el más suave viento,

     y por las hojas trémula trasciende,
inclinando los gajos a la parte
a que su santa sombra el monte extiende.

     Y de tal modo el soplo se reparte,
que no perturba a las canoras aves,
que ensayan libres de natura el arte,

     el alba saludando en cantos suaves,
que acompañan las hojas susurrando,
como lo hace el bordón en notas graves;

     tal cual de rama en rama van sonando
los pinares de Chiassi en la ribera,
a tiempo que el siroco va soplando.

     En tanto, por la selva placentera
lentamente llevóme el paso mío,
sin poder atinar donde estuviera;

     cuando fuí detenido por un río,
que a la izquierda, con plácida corriente,
las hierbas doblegaba en su desvío.

     Era su agua tan pura y transparente,
como nunca vi acá, sin mezcla alguna,
sin que nada escondiese su corriente;

     empero se movía bruna, bruna,
bajo perpetua sombra, que los rayos
no penetran del sol ni de la luna.

     El pie detuve ante sus bordes gayos,
mirando más allá de la ribera
la variedad de sus lozanos mayos,

     cuando súbitamente apareciera
una imagen, que el alma cautivaba
de admiración, y todo lo excluyera.

     Solitaria mujer, vi que vagaba,
cantando y escogiendo flor y flores,
que esmaltaban la vía que cruzaba.

     «Virgen bella que encienden los amores,
si juzgo por los rasgos del semblante
que son del corazón indicadores,

     »dígnate proseguir más adelante»,
díjele, «más cercana a la ribera,
para entender lo que tu boca cante.

     »Tú me haces recordar, donde perdiera
la diosa madre a su hija Proserpina,
cuando la hija perdió su primavera.»

     tal cual gira graciosa bailarina
sobre sus pies, poniendo uno delante,
y en equilibrio sobre sí se inclina,

     volvió hacia mi entre flores su semblante,
que de jalde y de rojo se adornaba,
baja la vista, púdica y radiante;

     y tanto más su aspecto me encantaba,
cuanto más las palabras entendía
del canto que de lejos me llegaba.

     Y al borde en que la hierba se extendía,
se aproximó, mostrando complaciente
las luces de sus ojos que escondía.

     No pienso fuera más resplandeciente
la mirada de Venus, cuando herida
fué por su hijo con mano de inocente.

     Desde la orilla opuesta, reía erguida,
las flores matizando con sus manos,
que da sin germen tierra bendecida.

     Ni tres pasos estábamos lejanos,
mas, de Jerjes el paso de Helesponto,
que es, del orgullo, freno en los humanos,

     a Leandro pareciera menos pronto
al nadar entre Sexto y entre Abydos,
cual a mí no salvarlos, pronto, pronto.

     Ella me dijo: «Sois recién venidos,
y mi risa extrañáis, aquí viniendo,
donde la estirpe humana no hace nidos:

     »y algo oscuro, por eso estáis creyendo;
pero que el salmo Dilectasti baste
para aclarar lo mismo que estáis viendo.

     »Y tú que antes de ahora me rogaste,
pregunta lo que quieras, que estoy presta
a cualquiera cuestión que a ti te abaste.»

     «El murmullo del agua y la floresta,
mi fe», le dije, «conciliar no puede,
con lo enseñado por la ciencia opuesta.»

     Y ella: «Yo te diré cómo procede
la Suma Causa, que dudar te hace,
para que sombra alguna no te quede.

     »El Sumo Bien, que sólo en sí se place,
bueno hizo al hombre, a bienes inclinado,
y aquí le dió la paz que satisface;

     »mas este don perdió por su pecado,
y en afanes, en llantos y en dolores,
su honesta y dulce risa se ha trocado;

     »y a fin que no pudiesen los vapores,
que se exhalan del agua y de la tierra,
y dilatan del mundo los ardores,

     »al hombre bueno inocularle guerra,
esta montaña se ha elevado tanto,
que libre se halla el ámbito que encierra.

     »Y como el aire gira, tanto cuanto,
si la esfera en que gira no está rota,
a su impulsión sólo obedece en tanto;

     »el aire vivo en que este monte flota,
en la tupida selva que estás viendo
el son produce que tu oído nota,

     »con su soplo las plantas sacudiendo,
y de virtud la atmósfera impregnada
en su perpetuo giro va esparciendo.

     »La otra tierra, según es fecundada
por su cielo o por sí, concibe y crea
árboles varios de virtud variada.

     »Oyeme bien, y forma clara idea:
no es maravilla cuando alguna planta
aun sin semilla aparecer se vea;

     »y has de saber que esta campaña santa
de todas las simientes está llena,
y un fruto en sí, que nunca se trasplanta.

     »No surge el agua aquí de oculta vena
por vapor que en el frío se condensa,
y no pierde ni gana, igual y plena;

     »porque ella brota de una fuente inmensa,
que a voluntad del Hacedor desciende,
y que con sus corrientes se compensa.

     »Hacia esta parte su virtud extiende,
y quita la memoria del pecado,
y a la otra parte sumo bien trasciende.

     »Aquí el Leteo, y al opuesto lado
Eunóe se llama, y sólo es provechosa
cuando junto con la otra se ha gustado.

     »Más que todas las otras es sabrosa;
si con esto tu sed aun no se sacia,
no puedo descubrirte ya otra cosa.

     »Un corolario te daré por gracia,
que no pienso te sea indiferente,
si mi palabra par ti se espacia.

     »Los poetas, que tuvo antiguamente,
de oro la edad en su feliz estado,
este jardín soñaron en su mente:

     »aquí inocente el hombre fué creado,
aquí existe la eterna primavera
y el néctar está aquí, de que se ha hablado.»

     Yo mis ojos giré cuando esto oyera,
y a mis poetas vi, que sonreían,
escuchando lo que ella me dijera;

     y a la joven mis ojos se volvían.




CANTO XXIX
 

     Ella con voz de amor de un alma grata,
cantando continuó muy dulcemente:
Beati quorum tecta sunt peccata.

     Como ninfas que van ligeramente
por selvático sitio, y deseando
unas la sombra y otras sol luciente,

     remontó la corriente, caminando
por la ribera, mientras yo seguía
por la opuesta su paso acompañando.

     Unos cien pasos recorrido había,
cuando el río noté que, ya desviado,
al levante mi marcha dirigía.

     Luego que hubimos corto trecho andado,
volvió a mí y cariñosa comenzaba:
«Hermano, ve y escucha con cuidado.»

     Yo percibí una luz que se espaciaba
esplendorosa por la gran floresta,
y un relámpago ser me imaginaba;

     pero la luz fulgúrea pasó presta,
y como la otra más resplandecía,
me dije para mí: ¿Qué cosa es ésta?

     Circulaba una dulce melodía
en ondas luminosas, y en mi celo
llegué a improbar en Eva la osadía,

     pues, cuando obedecía tierra y cielo
a una sola mujer recién formada,
rasgó imprudente el misterioso velo.

     De haber sido más cauta y resignada,
habría yo alcanzado las delicias
de esta mansión, en vida prolongada.

     Mientras del goce eterno las primicias
iba así contemplando embebecido,
con deseo mayor de más leticias,

     en el aire brotó fuego encendido,
bajo el verde ramaje, y concertante
su rumor quedó en canto convertido.

     ¡Vírgenes sacrosantas! ¡Si constante,
por vosotras, vigilias he sufrido,
y hambre y sed, yo os invoco en este instante!

     ¡Vierta Helicona su raudal crecido,
y que Urania me ayude con su coro,
para pensar en verso lo sentido!

     A poco andar, siete árboles de oro
a lo lejos la vista me fingía,
en aire vago que no bien exploro;

     mas al llegar a corta cercanía,
disípase el engaño que me afana,
mirando bien lo que antes mal veía,

     pues reconozco, con razón más sana,
que candelabros ante mí tenía,
y el canto de las voces era ¡Hosanna!

     En alto, el bello arnés resplandecía
más que la luna, en el azul sereno,
cuando en la medianoche más se amplía.

     Inmensa admiración colma mi seno;
miro a Virgilio, y su mirada ansiosa
me muestra el estupor de que está lleno.

     Volví a mirar tan encumbrada cosa,
que se acercaba muy pausadamente,
más lentamente que una nueva esposa.

     La joven me gritó: «¿Por qué así ardiente
miras la viva luz que allí fulgura,
y no la procesión que sigue ingente?»

     Y vi gente venir en derechura,
vestida toda del más puro blanco,
como jamás se viera igual blancura.

     Yo, siguiendo la orilla del barranco,
en el agua mi sombra percibía,
como en espejo, por siniestro flanco:

     y cuando vi desde la margen mía
tan sólo por el río estar distante,
me detuve por ver lo que venía.

     Y las antorchas vi que iban delante,
dejando atrás el aire todo tinto,
cual si pintaran flámula flotante:

     en siete fajas veíase distinto
un listón, de magníficos colores,
que arco forman al sol y a Delia cinto.

     Eran como estandartes, superiores
a la corta visión de los humanos,
brotando entre diez pasos de fulgores.

     Iban delante veinticuatro ancianos,
de dos a dos, cual elegidos seres,
y ceñían su sien lirios tempranos.

     Cantaban todos: «¡Bendecida tú eres,
hija de Adán, por siempre bendecida
tu belleza entre todas las mujeres!»

     Cuando la verde senda florecida,
que delante de mí trazó su huella,
libre dejó la gente esclarecida,

     como en el cielo, luz tras luz destella,
cuatro animales cerca la seguían,
coronados con hoja verde y bella.

     De seis plumosas alas se vestían,
y un ojo en cada pluma, que los de Argo
no más vivos ni fulgidos serían.

     De describir su forma no me encargo,
en verso, ¡oh, buen lector!, porque reclama,
mi atención un asunto algo más largo.

     Leer puedes a Ezequiel, cundo se inflama
al verlos ir de la región más fría,
entre nubes y viento y viva llama.

     Yo los vi cual los vió la profecía,
menos las alas, lo que más se aviene
con la visión de Juan y con la mía.

     En medio de los cuatro se mantiene
un carro de dos ruedas, que arrastraba
un grifo, que del cuello uncido viene.

     Sus alas a los lados desplegaba,
sin tocar el listón de siete listas
(y la media, entre tres y tres quedaba);

     se alzaban tanto ya, que no eran vistas:
sus aguileños miembros eran de oro,
y el resto, blanco y rojo, en tintas mixtas.

     Carro no tuvo de mayor decoro
en Roma, ni Escipión, ni tuvo Augusto,
ni aquel hijo del sol, que con desdoro,

     al desviarse del sol quedó combusto,
cuando ruegos terrestres escuchando,
Jove mostróse en sus arcanos justo.

     Tres mujeres danzantes van girando
a la derecha, y una tan rojiza
de confundirse en fuego flameando.

     La otra, verde esmeralda simboliza,
en su huesos y carne; y la tercera
cual nieve que al caer se cristaliza.

     Gobierna el triple grupo la primera,
o la rojiza, y al costado de ésta
la una en pos de la otra va ligera.

     Otras cuatro a la izquierda, en son de fiesta
de púrpura vestidas, van danzando,
y una lleva tres ojos en la testa.

     Y tras la procesión van caminando
dos ancianos de traje diferente,
pero los dos honestidad mostrando.

     El uno parecía un descendiente
de Hipócrates el grande, a quien natura
creó para bien de la más cara gente.

     De lo contrario el otro más se cura,
con una espada aguda y refulgente,
que aun río de por medio, da pavura.

     Y van cuatro después, humildemente,
y en pos de ellos un viejo, que aunque erguido
parecía dormir profundamente.

     Cual de los veinticuatro, es el vestido
de los siete, que en todo se asemeja
menos que el albo lirio no han ceñido.

     Cintos de rosas y otra flor bermeja,
que se jurara, al verlos lejamente,
que ardían más arriba de la ceja.

     Cuando el carro triunfal tuve a mi frente,
sonó un trueno, su marcha conteniendo,
y así cesó de andar la electa gente,

     las banderas su avance deteniendo.




CANTO XXX
 

     Y cuando el septentrión del primo cielo,
sin oriente jamás y sin ocaso,
sin otra niebla que de culpa el velo;

     que el puesto señalaba en cada caso,
como abajo se fija rectamente
el timón que del puerto guía al paso,

     de firme se asentó, la santa gente,
que la luz con el grifo precedía,
en paz volvióse al carro reverente.

     Y uno de ellos, que en medio se tenía,
Veni, sponsa, de Libano, cantando,
tres veces con el coro repetía.

     Cual beatas almas que al postrero bando
ligeras surgirán de su caverna,
la revestida carne aleluyando,

     así, sobre la fúlgida basterna,
respondieron: Ad vocem tanti senis,
anunciadores de la vida eterna;

     clamando: Benedictus, tu qui venis;
y al par vertiendo flores en contorno:
Manibus o date lilia plenis.

     Alguna vez del día en el retorno,
la parte del oriente vi rosada
y la otra parte con sereno adorno;

     y la cara del sol nacer sombreada,
de modo que velado de vapores
podía sostenerse la mirada;

     así entre nubes, de fragantes flores,
que la angélica mano vierte arriba,
y caen como lluvia de colores,

     sobre cándido velo, cinta oliva,
una mujer surgió, con verde manto,
la veste de color de llama viva.

     Y el alma mía, que por tiempo tanto
no se había encontrado en su presencia,
trémula de placer ante su encanto,

     aun sin tener del ojo la conciencia,
por oculta virtud de ella nacida,
sintió de antiguo amor la gran potencia,

     al contemplar aquella faz querida,
la alta virtud de mi temprano afecto,
que en la infancia me abrió doliente herida.

     Volvíme a la siniestra con respeto,
como el infante corre hacia la mama,
del medio o de aflicción por el efecto,

     a decir a Virgilio: «Ni una dracma
que no tiemble, de sangre me ha quedado:
¡conozco el signo de la antigua llama!»

     ¡Mas Virgilio me había abandonado;
Virgilio, el gran maestro, el dulce padre,
a quien ella me había encomendado!

     Y en el vergel de nuestra antigua madre,
mi faz por el rocío emblanquecida,
se oscureció otra vez llorando al padre.

     «Dante, no de Virgilio la partida
te haga llorar, pues llorarás ahora
por otra espada que abrirá su herida.»

     Como almirante va de popa a prora
avistando las naves que comanda,
y que anima a su gente y se cerciora,

     así del carro a la siniestra banda,
donde mi nombre fuera pronunciado,
ya que es fuerza nombrarme en la demanda,

     vi a la mujer que había contemplado
velada entre las flores de la fiesta,
la vista dirigiendo hacia mi lado.

     Bien que el velo caído de su testa,
ceñido con la fronda de Minerva,
no todo su semblante manifiesta,

     regia miraba, con mirada acerba,
y mantenía erguida la cerviz,
cual quien su ardor para el final reserva:

     «¡Mírame bien, yo soy, yo soy Beatriz!
¿Subiste al fin del monte la pendiente?
¿No sabes tú que el hombre aquí es feliz?»

     Cayó mi vista en medio a la corriente,
y al verse en ella, se escondió en la hierba.
¡Tanta vergüenza se grabó en mi frente!

     Como el hijo, que piensa que es superba
una madre, mis labios se amargaron,
con el sabor de la piedad acerba.

     Ella calló; los ángeles cantaron:
In te, speravi, con divinos sones,
pero del pedes meos no pasaron.

     Cual de Italia en las frígidas regiones,
en sus monte la nieve se congela,
cuando soplan los vientos esclavones,

     y filtra al interior, si se deshiela
de algún viento más tibio a los respiros,
como el fuego que funde la candela,

     así estuve, sin llantos ni suspiros,
hasta escuchar los célicos concentos
de las eternas notas en sus giros;

     mal luego, los simpáticos acentos
que compasión en mi favor pedían,
clamando: «No reagraves sus tormentos»,

     los hielos de mi pecho derretían.
y en lágrimas y aliento, sollozante,
por boca, pecho y ojos me salían.

     Ella, firme del carro hacia adelante,
a diestra del timón que lo gobierna,
así le dijo al coro suplicante:

     «A vosotros que estáis en vela eterna,
sin sueño día y noche, y que la vida
veis de los siglos en su marcha alterna,

     »mi respuesta no se halla dirigida:
quiero que ese que llora bien me entienda,
pagando culpa y duelo en su medida;

     »no sólo las estrellas, por su senda
señalan a cada hombre su destino,
del bueno y mal influjo en la contienda:

     »por la largueza del poder divino,
que hace, de lo alto, que la gracia llueva,
y la vista no alcanza en su camino;

     »éste fué tal, en juventud más nueva,
tan virtualmente, que aun en él se muestre
que había dado en sí cumplida prueba;

     »pero es tanto maligno y más silvestre,
terreno sin cultivo y mal sembrado,
cuanto mayor es su vigor terrestre.

     »Algún tiempo mi rostro le hubo guiado,
en la infantil edad, niña querida,
siguiendo el buen sendero de mi lado.

     »Cuando en segunda edad cambié de vida,
tan luego que su umbral hube pisado,
dióse a las otras, y quedé perdida.

     »Mi espíritu de carnes despojado,
aunque en belleza y en virtud creciera,
fué para él menos grato, y despreciado.

     »Ya no siguió por vía verdadera,
porque imágenes falsas perseguía,
que nunca promisión cumplen entera.

     »Por él rogaba en vano noche y día,
y hasta en sueños mi voz le amonestaba.
¡En vano!, que mis ruegos no atendía.

     »Tanto cayó, que el ruego no bastaba
a salvarle de pasos tan inciertos:
ver la perdida gente le faltaba.

     »Por él, llamé a la puerta de los muertos;
por él, llorando, auxilio le he pedido
a quien le ha guiado aquí, con pasos ciertos.

     »¡Y el decreto de Dios fuera abolido,
si el Leteo pasara, y su bebida
gustara el pecador no dolorido,

     »sin costarle una lágrima vertida!»




CANTO XXXI
 

     «¡Oh, tú que estás allá del sacro río!»,
(dirigiendo hacia mí su voz en punta,
cuyo filo sintiera el pecho mío,

     siguió Beatriz, en su oración conjunta)
«di, si no es la verdad, alma culpada,
tu confesión responda a mi pregunta.»

     Yo tenía la mente tan turbada,
y en mis fauces las voces tan suspensas,
que la palabra en mí quedó encerrada.

     Esperó; luego dijo: «Di, ¿qué piensas?
Responde, ¿qué memoria aquí te atrista?
¿No ha borrado el Leteo tus ofensas?»

     La confusión, con la pavura mixta,
débil sí arrancaron de mi boca,
que escuchar no era dado sin la vista.

     Cual por tensión la flecha se disloca,
y rompe cuerda y arco, despedida,
y con menos violencia el blanco toca,

     así, tesa, estalló mi alma afligida,
con lágrimas, brotando entre sollozos,
la voz por emociones comprimida.

     Ella habló: «Mis cuidados amorosos,
al inspirarte las acciones buenas,
que encierran los anhelos más gloriosos,

     »¿qué fosos detuvieron?, ¿qué cadenas
te impidieron salir hacia adelante,
dejando atrás las esperanzas plenas?

     »Qué agrados percibiste por delante?
¿Qué viste de los otros en la frente,
al correr en su busca tu alma errante?»

     Yo, después de un suspiro muy doliente,
apenas pude contestar turbado,
con palabra llorosa y balbuciente:

     «Falso halago presente me ha engañado,
extraviando mis pasos en la vida,
después que tu semblante se ha velado.»

     Y ella : «Tu confesión era sabida,
por el supremo juez que todo anota,
para quien no hay jamás culpa escondida;

     »mas si del labio del culpable brota,
y se acusa contrito del pecado,
la justiciera espada el filo embota.

     »Ya que estás de tu error avergonzado;
que tu alma débil, fuerte se convierta,
si otra vez las sirenas la han tentado.

     »No llores, y oye mi palabra cierta,
viendo como en la senda te has perdido,
que te indicaba hasta mi carne muerta.

     »Arte y natura tanto no has querido
como mi bello cuerpo, que en la vida
me contuvo, y hoy es polvo esparcido.

     »Si esta suma delicia fué perdida
por mi muerte, ¿cuál otra mortal cosa
pudo serte en el mundo apetecida?

     »Al sentir la primer saeta dolosa,
debiste levantar la vista al cielo,
y a mí, que no era imagen engañosa;

     »y no arrastrar tus alas por el suelo
ni más golpes sufrir, ni a jovenzuela,
ni a vanidades consagrar tu anhelo.

     Dos o tres veces, cuando apenas vuela,
puede el ave caer; mas emplumada,
de redes y saetas bien se cela.»

     Como niño la faz avergonzada,
con ojos bajos, mudo está escuchando
la reprensión de falta confesada,

     yo estaba, y ella dijo: «Estás llorando
al escuchar mi acento; alza la barba,
que mayor pena sentirás mirando.»

     No con más fuerza la raíz escarba
de árbol robusto tramontano viento
o el que viene soplando desde Yarba,

     como a mí su imperioso mandamiento;
pues al decir la barba, y no el semblante,
bien comprendí su malicioso intento.

     Al levantar los ojos, vi delante
las primeras angélicas criaturas
que detenían su aspersión fragante;

     y con miradas aun no bien seguras,
a Beatriz contemplé, vuelta a la fiera,
que es sólo una persona en dos naturas.

     Bajo su velo, allende la ribera,
cuando en tierra era tanta su hermosura,
más que la antigua parecióme que era.

     De la ortiga sentí la picadura,
con tan intenso ardor, que arrepentido,
cuanto antes más amé, fué mi tortura.

     Por la conciencia me sentí mordido,
y vencido caí tan desmayado,
como lo sabe la que causa ha sido.

     Después, cuando al sentir hube tornado,
vi a la joven, que había visto sola,
junto a mí, que decía: «Ten mi lado.»

     Me hizo entrar en el río hasta la gola,
mientras ella, flotando iba ligera
cual una lanzadera, de ola en ola.

     Cuando me hallé cercano a la ribera,
Asperges me, sonó tan dulcemente,
cual recordarlo ni escribir pudiera.

     La bella, con sus brazos, blandamente
sumergió mi cabeza, y abrazado,
obligóme a beber en la corriente.

     Y me sació, y presentó bañado
dentro a la danza de las cuatro bellas,
y por las cuatro me sentí abrazado.

     «Somos ninfas aquí: del cielo estrellas;
y antes de que Beatriz bajase al mundo,
fuimos sus siervas entre toda ellas.

     »Ver te haremos sus ojos; y el jocundo
brillo de su mirar, las tres del lado
te mostrarán con ojo más profundo.»

     Y agregaron con ritmo compasado,
al llevarme del grifo frente a frente,
donde Beatriz estaba de costado:

     «Sus esmeraldas tienes a tu frente:
sáciate con las luces amorosas,
que han dirigido a ti su flecha ardiente.»

     Mil ansias, más que llamas, ardorosas,
buscan los ojos de Ella, que clavaba
en el grifo miradas cariñosas.

     La doble fiera en ellos se irradiaba,
como en espejo el sol al reflejarse,
en la doble natura que alternaba.

     Piensa, lector, si no era de admirarse,
viendo a la bestia que se estaba queda,
en los amados ojos trasmutarse.

     Mientras que llena de estupor y leda,
mi alma gustaba aquel manjar divino,
de que nunca saciada el alma queda,

     adelantóse aquel sublime trino,
que he mostrado cantando veces tantas,
danzando por su angélico camino.

     «Torna, Beatriz, esas miradas santas»,
cantaban, «al que sólo por mirarte
ha movido hacia ti mortales plantas.

     »Haz la gracia, por gracia, en develarte,
con tu faz sonriente; que discierna
tu segunda belleza, al revelarte.»

     ¡Oh, esplendor de la viva luz eterna!
¡Quién que se haya a la sombra reposado
del Parnaso, bebiendo en su cisterna,

     podría remontar el vuelo osado,
para expresar cual tú me apareciste,
sombra velada en cielo armonizado,

     cuando en el aire libre te perdiste!




CANTO XXXII
 

     Estaba con los ojos tan atentos
que los demás sentidos olvidaba,
tras de diez años de mirar sedientos;

     cual cercado de muros me encontraba,
mirando sólo el rostro sonriente,
que a las antiguas redes me llevaba.

     Volviéndome a la diestra de repente,
a mi izquierda miré las tres deidades,
que decían: «¡Cuál miras fijamente!»

     Y aquella turbación, que en ansiedades,
siente el ojo, del sol ante el gran foco,
ofuscó mis humanas claridades.

     Mas la vista aclarada poco a poco
(y digo poco al mucho comparado,
de la impresión, que me causó sofoco),

     vi que marchaba por mi diestro lado
el ejército santo, y encararse
al sol, por siete antorchas alumbrado.

     Cual bajo los escudos, por guardarse,
se cubre una legión, y su bandera
fija, cuando de frente va a cambiarse;

     tal la legión celeste se moviera
en su giro, la marcha precediendo,
antes que el carro su timón volviera.

     Las vírgenes las ruedas van siguiendo;
el grifo mueve el carro consagrado,
y apenas si las alas va moviendo.

     La que en el río habíame bañado
y Estacio y yo, seguimos por la rueda
que describía un arco retardado.

     Al cruzar por la selva, sola y queda,
que por la culpa de Eva hemos perdido,
y al son marchando de armonía leda,

     cuando apenas hubimos recorrido
tres tiros de saeta, majestuosa
bajó Beatriz del carro bendecido.

     ¡Adán! ¡Adán!, clamó voz rumorosa;
y rodearon un árbol despojado,
secos sus gajos, sin corona hojosa.

     Su gigantesco tronco levantado
y su soberbia copa dilatada
aun al índico hubieran admirado.

     «¡Beato grifo!, ¡por ti no fué picada
esta planta, tan dulce por su gusto,
y que en el vientre tórnase acedada!»

     Así en torno de aquel árbol robusto
claman todos; y el grifo biformado:
«¡Así se guarda el germen de lo justo!»

     Vuelto al timón que había manejado,
atólo al árbol viudo de verdura,
de que en un tiempo fuera aquél formado.

     Cual nuestras plantas, cuando el sol mixtura
con las luces del Pez la luz que lleva,
al irradiar en la celeste altura,

     turgido el tallo, su color renueva,
antes que sus corceles haya atado
el sol, bajo la luz de estrella nueva,

     así, color de rosa, asaz violado,
vi que tomaba la marchita planta,
quedando el árbol seco, renovado.

     ¡No comprendí, que el mundo no lo canta,
el himno que las gentes entonaron,
con nota llena de armonía tanta!

     Si pudiese expresar cual se cerraron
de Argos los ojos, cuando el cuento oyera
de Siringa, que aquéllos bien pagaron,

     copiar tal vez como pintor pudiera,
como quedé de pronto adormecido.
¡Cómo se duerme, píntelo quien quiera!

     Del sueño, (paso el tiempo transcurrido),
un resplandor rompió su velo vano,
y una voz dijo: «¡Arriba! ¡Pon sentido!»

     Como al mirar las flores del manzano,
cuyas flores son de ángeles sustento,
festín eterno en cielo soberano,

     Santiago, Pedro y Juan, al sentimiento
volvieron de su ser anonadado,
al escuchar resurgidor acento,

     viendo que los había abandonado
de Eloí y de Moisés la compañía,
y al Maestro en su ser transfigurado,

     tal fué mi despertar, y vi a la pía
joven mujer que fué mi conductora
a lo largo del río que seguía.

     Yo pregunté: «¿Dó está Beatriz ahora?»
Y ella: «Del árbol en la raíz fecunda,
sentada está a su sombra protectora.

     »La compañía ve, que la circunda;
los demás, con el grifo van al cielo,
con más dulce canción, y más profunda.»

     Si más habló en mi confuso anhelo,
no la escuché, cuando delante viera
la que embargaba todo mi desvelo.

     Sola, sentada en tierra verdadera,
como custodio del sagrado plaustro,
que atara al árbol la biforme fiera,

     en torno de ella le formaban claustro
las siete ninfas, con antorcha en mano,
que no apagara ni Aquilón ni el Austro.

     «Poco tiempo serás allá silvano,
y gozarás conmigo, eternamente,
en la Roma en que Cristo es un romano;

     »por eso, en pro de pecadora gente,
pon la vista en el carro, y lo mirado,
cuando vuelvas, escribe con tu mente.»

     Habló Beatriz, y yo a sus pies postrado,
de sus mandatos cumplidor devoto,
con mente y ojos hice lo ordenado.

     No de una nube espesa, el seno roto,
cuando llueve, su rayo despidiera
desde el confín del cielo más remoto;

     como el ave de Jove descendiera,
sobre el árbol rompiendo su corteza,
y la hoja y nueva flor que lo vistiera:

     contra el carro chocó, con tal rudeza,
que lo inclinó, cual nave en la fortuna,
que el mar, a orza, recuesta o endereza.

     Después vi guarecerse entre la cuna
de aquel carro triunfal tan flaca vulpa,
que de buen pasto parecía ayuna.

     Beatriz le reprochó su torpe culpa,
y el animal huyó muy de corrida,
cual lo pueden hacer huesos sin pulpa.

     Entonces vi que el águila atrevida,
penetrando del carro, dentro al arca,
dejaba en él su pluma allí esparcida.

     Con un acento que el dolor remarca,
salió una voz del cielo, que decía:
«Qué mala carga llevas, ¡oh, mi barca!»

     Me pareció que el suelo se entreabría,
entre ambas ruedas un dragón lanzando,
que en el carro su aguda cola hundía;

     y como avispa, su aguijón sacando,
así sacó su cola venenosa,
con el fondo del carro, serpenteando.

     Lo que quedó, cual tierra generosa
que el césped cubre, aquella pluma oferta,
tal vez con intención casta y piadosa,

     cubrió sus ruedas, y quedó cubierta
aquella ruina, que no tarda tanto
en lanzar un suspiro boca abierta.

     Ya transformado el edificio santo,
siete cabezas a brotar empiezan,
tres al timón, una de cada canto.

     Tres, como bueyes, cuernos enderezan;
y las cuatro, con uno en cada frente,
¡monstruos que con palabras no se expresan!

     Segura, como roca en cima ingente,
desnuda, una ramera, en él sentada,
giraba en derredor ojo impudente,

     
Y como por tenerla bien guardada,
a su lado mostrábase un gigante,
besándose en acción siempre alternada.

     Miróme ella, lasciva y provocante,
y en castigo, de pies a la cabeza,
la flageló ante mí su cruel amante,

     y de celos henchido, con fiereza,
arrastró por la selva el carro roto;
y fué mi escudo aquella selva espesa,

     que al monstruo y la ramera puso coto.




CANTO XXXIII
 

     Deus, venerunt gentes, alternando,
de tres en cuatro, dulce salmodía,
las mujeres cantaron, lagrimeando.

     Beatriz en tanto, suspirosa y pía,
las escuchaba, el rostro demudado,
más que al pie de la cruz el de María.

     Cuando hubieron las vírgenes callado,
ella les respondió, puesta de pie,
con rostro, como el fuego, colorado;

     Modicum, et non videbitis me,
et iterum, ¡oh hermanas biendilectas!
modicum, et vos videbitis me!

     Llamó a las siete vírgenes selectas,
a la joven, al sabio, a mí y a Estacio,
como almas que le fueran predilectas.

     Al comenzar a caminar, despacio,
cuando su pie diez veces hubo impuesto,
sus ojos me clavó por largo espacio;

     y con tranquilo aspecto: «Ven más presto»,
me dijo, «pues hablar quiero contigo,
si a escucharme te encuentras bien dispuesto.»

     Cuando me vió junto a su lado amigo,
dijo: «Hermano, me extraña que no intentes
interrogarme, cuando estás conmigo.»

     Cual pasa, a los que en sumo reverentes,
delante a sus mayores, balbuceando,
se les queda la voz entre los dientes,

     así me sucedió, y aun titubeando,
«Mi anhelo», a decir comencé, «halagüeño
bien conoces, ¡tan sólo en vos pensando!»

     Y ella me replicó: «Pues pon empeño
en dejar la vergüenza que te apoca,
que te hace hablar como durante el sueño.

     »Rompió el dragón la consagrada copa,
que fué y no es, mas sábelo culpable,
que a vindicta de Dios no alcanza sopa

     »Que tenga un sucesor, es indudable,
él águila que dió su pluma al carro,
dejándolo despojo miserable.

     »lo veo y con certeza te lo narro;
veo a los astros por segura huella,
proseguir sin tropiezo ni desbarro.

     »Quinientos diez y cinco, con estrella
nuncio de Dios, abatirá a la impura,
y a su gigante, cómplice con ella.

     »Como de Esfinge o Temis, será oscura
mi palabra, y quizá no te persuades,
porque ofusca razón que no es segura;

     »pronto vendrán del hado las Nayades
que suelten de este enigma el nudo fuerte,
sin daño de rebaños ni heredades.

     »Anota mis palabras, de tal suerte
que puedas repetirlas mientras vivas,
a los vivos que corren a la muerte.

     »Y pon en mente, cuando tú lo escribas,
de no ocultar cuál es aquella planta
dos veces muerta con sus hojas vivas.

     »Quien la despoja, ley de Dios quebranta,
y el que lo hace blasfema, y lo ha ofendido,
pues sólo para sí la creara santa.

     »Por morderla, tormentos han sufrido,
por años cinco mil, sin que redima,
ni al hombre primo, el fraude cometido.

     »Duerme tu ingenio, si no bien estima
la razón que tan alto la ha subido,
y coposa se extiende por su cima.

     »Si tu vano pensar no hubiese sido
cual las aguas del Elsa, en su corriente,
Píramo, que el moral dejó teñido;

     »por tantas circunstancias solamente,
deberías saber que es justo efecto
la interdicción del árbol, moralmente;

     »mas como veo guarda tu intelecto,
negro color, y está petrificado,
y te ofusca la luz de mi hablar recto,

     »quiero que si no escrito, esto pintado
lleves en ti, cual peregrino ausente,
que torna con bordón, de palma orlado.»

     Y yo: «Como una estampa, permanente
se fija en una cera resellada,
tus palabras se graban en mi mente.

     »Mas, ¿por qué tu palabra tan deseada,
que sigo con la vista, a lo alto vuela,
y cuanto más se eleva es más velada?»

     «Porque conozcas», dijo, «que la escuela
que has seguido, sin vuelo en su doctrina,
no es la que mi palabra te revela,

     »viendo que nuestra vía y la divina
distan tanto, como astro que se pierde
en la tierra, y los cielos ilumina.»

     Yo repuse: «Por mucho que recuerde,
no te aparté jamás de mi deseo,
ni la conciencia de ello me remuerde.»

     «No puedes recordar, porque bien veo»,
sonriendo replicó, «que has olvidado
que bebiste las aguas del Leteo.

     »Si el humo indica fuego concentrado,
en tu olvido se ve, sin que haya duda,
que otra atención tu afecto ha cautivado.

     »Desde ahora, sólo la verdad desnuda
verás de mi palabra y pensamiento,
sin que se oculte a tu mirada ruda.»

     Ya con brillo mayor, a paso lento
el sol el meridiano iba cruzando,
que acá y allá difiere en su momento,

     según los varios horizontes; cuando,
a manera de guardia destacada,
vi a las siete doncellas observando,

     al confín de una sombra amortiguada,
como en los Alpes el verdor sombroso
de una selva en sus aguas reflejada.

     Ante ellas, Tigris y Eúfrates undoso
parecían brotar de una fontana
y apartarse uno de otro cariñoso.

     «¡Oh, luz! ¡Oh, gloria de la gente humana!
¿Qué aguas son las que nacen de una fuente,
y una de otra después, se va lejana?»,

     a Beatriz demandé piadosamente.
«Pregúntalo a Matilde» me dijo ella;
y a ella Matilde dijo complaciente:

     «De eso y aún más, de tanta cosa bella,
explicación le di, y estoy segura
que aun el Leteo no borró su huella.»

     Y Beatriz: «Lo mayor que se procura,
de lo menor a la memoria priva,
a la mente, nublando vista oscura.

     »Pero mira el Eunoe, que allí deriva:
llévalo a él, y en onda venturosa
haz que su flaco espíritu reviva.»

     Y Matilde, con alma generosa,
que no se excusa del llamado amigo,
al primer signo vino bondadosa:

     la bella dona me llevó consigo,
y al emprender la marcha dijo a Estacio,
con infinita gracia: «Ven conmigo.»

     Si tuviese, lector, más largo espacio
para escribir, yo cantaría en parte,
dulce beber, de que no estuve sacio.

     Mas las hojas que el numen me reparte,
con mi segundo canto se han llenado,
y me contiene con su freno el arte.

     Yo volví de aquel río consagrado,
como planta en que brotan frondas bellas,
por una nueva savia renovado,

     puro, y pronto a subir a las estrellas.




PARAISO
 
 
 
CANTO I
 

     De la gloria de Aquel que todo mueve
lleno está el universo, donde esplende
en una parte más y en otra leve.

     En el cielo, en que más su luz enciende,
estuve, y cosas vi que relatarse
no sabe o puede quien de allá desciende;

     porque nuestro intelecto, al acercarse
a sus deseos, profundiza tanto,
que la memoria atrás no puede alzarse.

     Pero, en verdad, cuanto del reino santo
he guardado en mi mente cual tesoro,
ora será materia de mi canto.

     ¡Oh, Apolo!, en mi postrer labor te imploro;
que tu alta inspiración colme mi vaso,
y acuérdame el laurel que más valoro.

     Me ha bastado una cima del Parnaso
hasta el presente, y ahora dos te pido,
para la justa que me queda al paso.

     ¡Penétreme el espíritu atrevido,
con que a Marsyas el cuerpo ensangrentado
sacaste, de su vaina desprendido!

     ¡Oh, divina virtud! por ti ayudado,
la sombra de aquel reino bendecido
diré cómo en mi mente se ha estampado.

     Caiga, ¡oh, Padre!, de tu árbol tan querido
sobre mi frente una hoja soberana,
que haya por ti mi canto merecido.

     Tan rara vez con ella se engalana
el César o el poeta triunfalmente
(¡culpa y baldón de voluntad humana!),

     que debiera gozarse alegremente
la délfica deidad, cuando la rama
de Penea despierta ser ardiente.

     Leve chispa produce grande llama:
tal vez en pos de mí, mejores luces
alumbrarán en Cirra nueva fama.

     ¡Oh, luminar del mundo! ¡Tú conduces
al mortal por mil sendas; mas aquella
que junta cuatro cercos en tres cruces,

     con mejor curso y con mejor estrella,
de ti conjunta, nuestra cera humana,
según sus leyes, atempera y sella!

     Era de noche acá, y allí mañana:
el hemisferio aquel estaba blanco,
y el otro, negro por la sombra vana;

     cuando a Beatriz, hacia el siniestro flanco
vi que miraba al sol, más fijamente
que un águila imperial, con ojo franco.

     Como un segundo rayo torna ardiente,
del reflector que al paso se le opuso,
o el peregrino hacia el hogar ausente,

     así del ojo de Beatriz, infuso
el acto repetir surgió en mi mente,
y al sol miré con terrenal desuso.

     Mucho es lícito allá nativamente,
que no en la tierra; pues por gracia creado
fué sitio propio de la humana gente.

     Mal resistí su círculo inflamado,
pero pude mirar su luz chispeante
como hierro por fuegos abrasado.

     Y súbito pensé tener delante,
día con día, cual si Dios hubiera
ornado de otro sol, cielo radiante.

     Beatriz miraba hacia la eterna esfera,
con ojo fijo, y yo la contemplaba,
mi ojo apartando de remota hoguera.

     Y mi interior su aspecto transformaba,
como Glauco, al gustar marina hierba,
consorte de los dioses se tornaba.

     Trashumanar, significar per verba,
es imposible; que el ejemplo baste
al que tal experiencia Dios reserva.

     Si era sólo de mí lo que tú creaste,
tú lo sabes, ¡oh, amor!, que eres gobierno
cuando en tu luz al cielo me elevaste.

     En la esfera en que gira sempiterno
el deseo hacia ti, que en armonía
dirige moderando el juicio eterno,

     me pareció que el cielo se encendía
con la llama del sol: gran lago extenso,
cual lluvia y ríos nunca formaría.

     La novedad del son y el brillo intenso,
de conocer su causa en mí encendiera
deseo no sentido y más inmenso.

     Y ella, que cual yo mismo mi alma viera,
por aquietar el ánimo alterado,
antes de preguntar, su boca abriera,

     y comenzó: «Tú mismo te has turbado
con tu falso pensar, y así no atinas
a ver, porque tu error no has desechado.

     »En la tierra no estás cual te imaginas:
un rayo de los cielos disparado
corre menos que tú, que allá caminas.»

     De mi primera duda desnudado
por su dulce sonrisa y breve acento,
en nueva duda me sentí enredado,

     y le dije: «Se aquieta en el contento
mi grande admiración; pero me admira
cómo, leve, traspaso este elemento.»

     Ella, después que con piedad suspira,
vuelve hacia mí los ojos, con semblante
de madre, para el hijo que delira.

     Y así empezó: «El orden es constante
de las cosas en sí; y por tal forma
el universo a Dios es semejante.

     »Aquí, los nobles seres ven la norma
de lo eterno que todo determina,
según ley a que todo se conforma.

     »Toda natura al orden tal se inclina
de varias suertes, y según concierto
que al principio del alma se avecina:

     »y así navegan a diverso puerto
por el gran mar del ser, y cada una
con el instinto que le da el acierto.

     »Este lleva los fuegos a la luna;
éste mueve en su pecho a los mortales;
éste la tierra en sí cierra y aduna.

     »Y a más de los que son irracionales,
de su arco la saeta se endereza
a los que aman y entienden racionales.

     »La Providencia, centro de grandeza,
de sus luces al cielo siempre quieto,
cabe al que gira con mayor presteza.

     »Y allá, como lo manda alto decreto,
nos lleva la impulsión de aquella cuerda,
como flecha que apunta al bien dilecto.

     »Es verdad que la forma no concuerda
alguna vez con la intención del arte,
pues la sola materia se hace lerda;

     »y así, de aquel camino se departe
la criatura, que, aun siendo compelida,
puede inclinarse libre hacia otra parte;

     »(como se ve de nube suspendida
fuego caer), si en su ímpetu primero
por falso halago a tierra es atraída.

     »No te debe admirar, si bien infiero,
el que subas así, cual corre un rivo
que de alto monte al valle cae ligero.

     »Maravilla sería, si cautivo,
sin reatos, quedases en el suelo,
como quieto en la tierra el fuego vivo.»

     Dijo, elevando su semblante al cielo.




CANTO II
 

     ¡Oh, los que vais en pequeñuela barca,
que ansiosos de oír el canto habéis seguido
tras de mi leño que el espacio abarca!

     ¡Volved la proa hacia el hogar querido!
¡No penetréis al piélago agitado,
que os perderíais, siendo yo perdido!

     En estas aguas nadie ha navegado:
guía Apolo, Minerva hincha mi vela,
y las Musas, las Osas me han mostrado.

     Los que alzáis vuestro cuello, y que desvela
temprano el pan, angélico alimento
que aquí, si más se come, más se anhela,

     podéis la vela desplegar al viento,
en los mares mi surco continuando,
que en el agua se iguala en el momento.

     Gente gloriosa, a Colcos arribando,
menos que lo estaréis, quedó admirada
viendo a Jasón con toros ir arando.

     La sed perpetua con el alma creada
en el deiforme reino nos movía,
veloces cual la bóveda estrellada.

     Beatriz miraba en lo alto, y yo la vía;
y es más tarda la flecha presurosa
en volar de la nuez, que el arco envía,

     que yo, al mirar otra admirable cosa,
desviar el rostro, y retornarlo a aquella
a quien nada se oculta en mi alma ansiosa;

     la que dijo, tan plácida cuan bella:
«Levanta a Dios tu mente, agradecido,
pues has llegado a la primera estrella.»

     Estar me pareció todo circuido
de nube clara, sólida, infinita,
como diamante por el sol herido.

     Envueltos por la eterna margarita,
nos recibió, como agua que recibe
rayo de luz, y el agua no se agita.

     Si en cuerpo estaba allí, no se concibe,
cómo una dimensión otra reciba,
cuando uno y otro cuerpo se percibe;

     y esto nuestro deseo más aviva
de penetrar la esencia que trasciende,
y que une a Dios a la criatura viva.

     Allí se ve lo que por fe se aprende,
sin otra prueba, por sí mismo noto,
cual la prima verdad que el hombre entiende.

     Yo respondí: «Madona, tan devoto
como puedo, regracio al ser potente,
que me trajo del mundo más remoto.

     »Mas dime, si la sombra es evidente,
¿cuando visto este cuerpo de la tierra
el cuento de Caín trae a la mente?»

     Sonrióse un poco, y dijo: «Porque yerra
la opinión y el sentir de los mortales,
sin poseer la llave que abre y cierra,

     »no debieras de asombro dar señales,
pues ves que los sentidos en su ascenso
tienen cortas las alas racionales.

     »Dime si piensas tú como lo pienso.»
Y yo: «Lo que parece aquí tan vario,
creo efecto de cuerpo raro y denso.»

     Y de ella a mí: «Tu juicio aun es falsario,
y lo verás, al escuchar atento
el argumento que te haré en contrario.

     »La octava esfera muestra en su elemento
muchos astros, y en él cada lumbrera
difiere en su grandor y alumbramiento.

     »Si de lo denso o raro esto naciera,
una sola virtud fuera la esencia,
que, en más o menos, distribuído fuera.

     »Virtudes varias son la consecuencia
de principios formales, menos uno,
y esto destruye tu razón y ciencia.

     »A más, si fuese causa de lo bruno
lo raro que tú buscas, fuera en parte,
o bien de su materia propia ayuno,

     »este planeta; o tal cual se comparte
lo gordo y magro un cuerpo, fuera aquesto
un volumen que en hojas se reparte.

     »Si lo primero, fuera manifiesto
en eclipses de sol, pues se vería
la luz, a cuerpo raro contrapuesto.

     »Como esto no es así, la otra teoría
si llego a refutarla en cuanto expresa,
mostrará de tu juicio la falsía.

     »Si ese cuerpo no es vano que atraviesa
rayo de luz, él tiene un punto, donde
todo contrario cuerpo en él tropieza;

     »por ende, aquí el reflejo corresponde,
como el color en un cristal bruñido
cuando detrás de sí su plomo esconde.

     »Tú dirás, que al mostrarse oscurecido
el rayo aquí, proviene de que en parte
más hacia adentro su refracto ha sido.

     »A esa instancia, tú puedes contestarte
con la experiencia que comprueba todo,
y es fuente humana de la ciencia y arte.

     »Tres espejos prepara, de tal modo
que, dos cercanos, lejos el tercero,
entre los dos promedie tu acomodo.

     »Si a tu espalda se enciende un candelero,
verás que en todos tres la luz se enciende,
en ti repercutiendo por entero;

     »y bien que menos grande se trasciende
en el que está de ti más apartado,
verás que igual la triple luz esplende.

     »Como al rayo estival acalorado,
la nieve se desnuda por su efecto,
del color y del frío de su estado,

     »de tal modo aclarado tu intelecto,
te mostraré una luz tan peregrina,
que te hará cintilar su vivo aspecto.

     »Dentro del cielo de la paz divina,
un cuerpo gira, que en el ser infunde
cuanta virtud contiene y predomina.

     »En el siguiente cielo se difunde
el ser en astros de diversa esencia,
distintas de él, pero que en él refunde.

     »En otros cielos hay la diferencia,
que conteniendo en sí germen fecundo,
a otros fines se adaptan y otra influencia.

     »Como ves, estos órganos del mundo
o reciben o dan de grado en grado,
desde arriba hasta el cielo más profundo.

     »Y considera bien cómo he encontrado
el camino que buscas, verdadero,
de modo de pasar tú solo el vado.

     »De los astros el santo derrotero
se atribuye a beatíficos motores,
como al martillo la obra del herrero;

     »y el cielo que hermosean resplandores,
de la profunda mente que lo mueve
toma imagen que sella con fulgores.

     »Y como el alma en vuestro polvo leve,
en diferentes miembros conformada,
varias potencias por igual promueve,

     »la inteligencia así multiplicada,
en esos astros su bondad despliega,
girando en unidad bien ordenada.

     »Cada virtud diversa así se allega
con el cuerpo precioso, que la aviva,
y cual la vida en ti, en él se apega.

     »De esa alegre natura se deriva
mixta virtud que en ese cuerpo luce,
como leticia en la pupila viva.

     »De aquí proviene que su luz induce
a ver diverso, no lo denso y raro;
que es el formal principio el que produce,

     »conforme a su bondad, lo turbio y claro.»




CANTO III
 

     El sol, que antes de amor prendió mi pecho,
de la verdad mostróme la belleza,
probando y refutando con el hecho.

     Y yo, por confesarme con firmeza,
cuanto es posible, de mi error curado,
para hablar levanté más mi cabeza;

     mas por una visión quedé estrechado,
que mi atención atrajo fijamente,
y de mi confesión quedé olvidado.

     Como en el vidrio terso y transparente,
o bien en agua nítida y tranquila
cuyo fondo se vea claramente,

     miramos nuestra imagen que vacila,
tan tenue, como perla en blanca frente,
y que fija más pronto la pupila,

     tal deseosa de hablar miré una gente,
que en el error opuesto me indujera
al que encendió el amor entre hombre y fuente.

     Y apenas sorprendido la entreviera,
que espejados semblantes parecían,
volví los ojos para ver lo que era:

     nada viendo, volví donde lucían
los ojos de mi guía, dulcemente,
que con santos ardores sonreían.

     «No te sorprenda verme tan sonriente»,
ella me dijo, «si pueril te noto:
aún no pisas la huella firmemente,

     »y te extravías en camino ignoto.
Esos que ves, son seres relegados
en este sitio, por romper su voto.

     »Háblales, oye, y cree, son fortunados,
que verdadera luz, que es venturosa,
sus pies retiene con su luz atados.»

     Y yo, a una sombra al parecer deseosa
de hablar, me dirigí, a la ventura,
cual hombre a quien el mucho anhelo acosa:

     «¡Oh, espíritu feliz! que con dulzura
sientes los rayos de la eterna vida,
que sólo el que la gusta ama y procura;

     »a decirme tu nombre te convida
mi voluntad, lo que eres y quién fuiste.»
Me contestó sonriente y complacida:

     «La nuestra caridad nunca resiste
a justa voluntad, que es como aquella
que en la corte celeste igual existe.

     »En el mundo yo fuí sóror doncella,
y si tu mente mi recuerdo guarda,
no a ti me ocultaré por ser más bella,

     »pues ya conocerás que soy Piccarda,
que aquí moro con estos bendecidos,
beata como ellos en la esfera tarda.

     »Nuestros afectos viven encendidos
del Espíritu Santo en goce tanto,
en leticia a su arbitrio sometidos.

     »Y esta suerte que abajo fuera encanto,
dada nos fué por votos claudicantes,
que descuidamos en la tierra un tanto.»

     «Admirando», le dije, «esos semblantes
en que se esplende no sé qué divino,
que transfigura vuestra forma de antes,

     »por eso en recordar no fuí festino;
pero ora que me ayuda lo que dices,
para refigurarte bien atino;

     »pero si bien no sois aquí infelices,
¿no os impulsa hacia lo alto algún deseo,
para ser más arriba más felices?»

     A ella y las otras sonreírse veo,
respondiendo después, tan dulce y leda,
como el primer amor en su alboreo:

     «Hermano, aquí la voluntad aqueda
virtud de caridad, y a la sed place
tan sólo lo que el cielo nos conceda,

     »y que el deseo nunca se ultrapase,
porque, en discordia, fuera otra ventura
contraria del querer que todo lo hace:

     »lucha tal no es posible en esta altura,
que estar en caridad aquí es preciso,
de Dios considerando la natura;

     »que esencia de este ser, cual Dios lo quiso,
es no apartarse del divino agrado,
con un solo querer, siempre sumiso;

     »y así, sembrado de uno en otro grado,
en este reino todo nos complace,
como al rey que lo tiene decretado.

     »Su voluntad estar en paz nos hace:
hacia El, como a la mar, todo se mueve,
lo que natura cría, cual le place.»

     Claro vi entonces que allí todo debe
ser cielo y paraíso, aunque la gracia
del sumo bien en vario modo llueve.

     Mas cual suele ocurrir en boca sacia
que ora le harta un manjar y otro le excita,
que de éste pide, cuando aquél regracia,

     mi acción y mi palabra así se agita,
para de ella saber cómo su tela
la lanzadera no dejó finita.

     «Perfecta vida», dijo, «más enciela
a una mujer, a cuya regla y norma,
en vuestro mundo vístese y se vela:

     »vive y duerme y en muerte se conforma
con el esposo que su voto acepta,
con caridad que con su amor se informa.

     »En edad juvenil, yo fuí su adepta;
huí del mundo, y en su hábito encerrada,
juré observar la regla de su secta.

     »Pero una gente, al mal más que al bien dada,
me arrancó de mi dulce celda estrecha.
¡Dios sabe cuál mi vida fué quebrada!

     »Y ese nuevo esplendor, que a mi derecha
se muestra a ti, y que en la luz se enciende,
de esta esfera de vivas luces hecha,

     »lo que digo de mí, de ella se entiende:
soror cual yo, le fuera arrebatado
el velo que la sacra sombra extiende;

     »pero devuelta al mundo mal su grado,
contra las leyes de la buena usanza,
guardó en su corazón su velo amado.

     »La luz es ésa de la gran Constanza,
en que el segundo Suabio engendraría,
de su tercer varón, postrer pujanza.»

     Así habló, y cantando: Ave María,
se disipó en su atmósfera cantando,
cual peso que en el agua descendía.

     La vista mía la siguió mirando
hasta que su visión hube perdido,
a mi mayor anhelo retornando,

     hacia Beatriz del todo convertido:
mas fulguró en mis ojos su mirada,
y en el primer momento, sin sentido,

     la voz quedó en mi labio retardada.




CANTO IV
 

     Como entre dos manjares atrayentes,
que equidistan, el hombre, libre, hambriento,
antes muere que hincar en uno dientes;

     como un cordero queda sin aliento
entre dos lobos fieros, o confuso
un can entre dos gamos por evento;

     si así yo me callaba, no me acuso,
ni elogio, pues de dudas asaltado,
forzoso era callar, y no lo excuso.

     Callaba, y el deseo bien pintado
en mi rostro a lo vivo se veía,
aun más viviente que si fuera hablado.

     Hizo Beatriz lo que Daniel un día,
las iras de Nabuco serenando,
que tan injusto y tan crüel lo hacía.

     «Bien veo», dijo, «te hallas oscilando
entre un deseo y otro, y su atadura
quieres romper, tu aliento afuera echando.

     »Si la buena intención -te dices- dura,
¿por qué violencia ajena, que domina,
del merecer me acorta la mesura?

     »Hacia la duda al parecer te inclina
pensar que el alma vuelve a las estrellas,
como Platón enseña en su doctrina.

     »Esas las dudas son con que te estrellas,
y trataré, probando su falsía,
de la que mayor hiel detiene de ellas.

     »El serafín que en Dios más se gloría,
Moisés, Samuel y Juan, el que tú quieras,
y todos, sin excluir ni aun a María,

     »tienen el mismo asiento en las esferas
que esas almas que has visto en giro alterno,
ni serán más o menos duraderas.

     »embelleciendo el primer cerco eterno,
gozan de diferente dulce vida,
cerca o lejos del soplo sempiterno.

     »Al mostrarse en esfera restringida,
no es que moren acá, sino cual signo
de la celeste y la inferior subida.

     »Y a vuestra mente, así al hablar, asigno
lo que por sus sentidos sólo aprende
y que de su intelecto es lo condigno.

     »Por eso, la escritura condesciende
con vuestro entendimiento, y pies y mano
a Dios le da, aunque otra cosa entiende.

     »La santa Iglesia, con aspecto humano,
a Miguel y a Gabriel los representa,
y a otro que a Tobías volvió sano.

     »Lo que Timeo de las almas cuenta,
con lo que aquí se ve no configura,
si es que, como lo dice, tal lo sienta.

     »Según dice, retorna el alma pura
hacia su estrella de donde ha salido
al darle forma humana la natura.

     »Tal vez en su sentencia, otro sentido,
que no es visible, encierre su dictado,
que en intención pudiera ser tenido.

     »Si honor o improbación él ha pensado
atribuir de estos orbes a la influencia,
su arco quizá algo cierto haya acertado.

     »Tal principio, por mala inteligencia,
hizo nombrar, a casi todo el mundo,
Jove, Marte y Mercurio en esta esencia.

     »Otra duda te trae cogitabundo:
tiene menos veneno, y su malicia
no podría llevarte a mal profundo.

     »Juzga injusta el mortal nuestra justicia,
cuando debiera hallar de fe argumento,
en lugar de una herética nequicia.

     »Pero puede el humano entendimiento
penetrar la verdad con evidencia,
y cual deseas quedarás contento.

     »Si esas almas pasivas de violencia,
inertes se entregaron a la fuerza,
no hay excusa, no habiendo resistencia.

     »La voluntad activa es, si se esfuerza,
como la llama viva, que subiendo
no hay violencia posible que la tuerza;

     »y aunque poco, su fuerza sometiendo,
coopera a la violencia, y la consiente,
al sagrado lugar tornar pudiendo:

     »en posición de su querer consciente,
como Mucio al tender severa mano
o San Lorenzo en la parrilla ardiente,

     »habrían vuelto por camino llano,
libres, por el sendero antes perdido.
¡Pero firme querer no es siempre humano!

     »Con esta distinción, si has comprendido
como lo debes, tu argumento caso,
que te habría en errores inducido.

     »Mas otra duda se atraviesa al paso,
que no puedes salvar tú solamente,
sin que se agote el pensamiento laso.

     »Cual cosa cierta te infundí en la mente;
beatitud y mentira no condice,
porque suma verdad tiene presente.

     »Esto en parte, Piccarda contradice,
pues Constanza lloró su velo amado,
y es bueno que tal caso profundice.

     »Muchas veces, hermano, de mal grado,
por huir un peligro, se consiente
hacer lo que un deber nos ha vedado;

     »como Almeón, al padre fué obediente,
a su madre matando, sin defensa,
y que, por ser piadoso, fué inclemente.

     »Sobre este punto delicado, piensa
que si el querer a fuerza da tributo,
no puede disculparse tal ofensa.

     »No admite mal, querer que es absoluto,
y si consiente, de temores presa,
al retraerse coge amargo fruto.

     »Luego, cuando Piccarda así se expresa,
entiende en absoluto el albedrío,
y yo lo otro, y la contienda cesa.»

     Así las ondas de aquel santo río
que de la fuente de verdad deriva,
dieron la paz al pensamiento mío.

     «¡Oh, del amante primo, amada! ¡Oh, diva»
le dije, «cuyo hablar mi ser inunda
con un fuego que más y más se aviva!

     »¡No es la afección que siento tan profunda
que baste a compensar gracia con gracia:
mas quien todo lo ve, respuesta infunda!

     »Bien sé que el intelecto no se sacia,
si la verdad por siempre no lo ilustra.
y ninguna verdad fuera se espacia.

     »Posa en ella, cual fiera en su palustra,
cuando puede alcanzarla, y la retiene,
sin lo cual todo anhelo al fin se frustra:

     »de la verdad, la duda al pie se tiene,
como un retoño; que es de su natura
llevarnos a la cima que conviene.

     »Y esto me mueve, y esto me asegura,
a esclarecer con toda reverencia
otra verdad que me parece oscura.

     »¿Puede de buenas obras la excelencia
compensar algún voto quebrantado,
inclinando en el cielo a la clemencia?»

     Vi de Beatriz el ojo iluminado
por tantas chispas del amor divino,
que volviendo la espalda desmayado,

     cuasi perdido, la cabeza inclino.




CANTO V
 

     «Si en mis ojos flamea amor ardiente,
como en la tierra nunca visto ha sido,
que ante su brillo tu ojo es impotente,

     »no te admire, porque esto ha provenido
de perfecta visión, tal como aprende
su marcha el pie, hacia su bien sabido.

     »Bien veo ya cómo en tu mente esplende
la luz divina que por siempre luce,
y que con sólo verla amor enciende;

     »y si otra cosa vuestro amor seduce,
es tan sólo de aquélla algún vestigio
mal mirado, que en ella se trasluce

     »quieres saber si un bien con su prestigio
contra violado voto pueda tanto
que al ánima asegure su litigio.»

     Así Beatriz encomenzó este canto,
y como hombre que sigue lo que empieza,
siguió el proceso del discurso santo:

     «El don mayor que Dios en su largueza
hizo creando, con bondad colmada,
y para El más conforme a su grandeza,

     »fué el de la voluntad deliberada,
de que toda criatura inteligente
por la gracia especial está dotada.

     »Ora verás, juzgando con tu mente,
el gran valor del voto, y si es exacto
que Dios consienta a lo que el hobre asiente;

     »que al firmar entre el hombre y Dios el pacto,
víctima voluntaria, ese tesoro
se ofrece, como digo, por tal acto.

     »¿Qué puede compensarlo con decoro?
¿Creerás hacer buen uso de lo oferto
volviendo lo robado con desdoro?

     Del punto principal, esto es lo cierto;
mas si la santa Iglesia lo dispensa,
lo que te he dicho quedaría incierto.

     »No te levantes de esta mesa inmensa:
porque el duro alimento que has probado,
con fuerza digestiva se compensa.

     »Abre la mente a lo que te he enseñado,
y guárdalo entre ti, pues no da ciencia
oír sin retener lo ya escuchado.

     »Dos cosas corrsponden a la esencia
del sacrifio: la una, la empeñada;
y la otra es la ofrecida conveniencia.

     »Esta última no queda cancelada
si no se cumple; y explicada ha sido
en lo demás con precisión sobrada.

     »Por necesario, fuéles permitido
a los Hebreos permutar ofrenda
alguna vez, como lo habrás leído.

     »Puede que lo primero esto comprenda,
como materia en lo que no se manca,
el voto permutado por la enmienda.

     »Mas nadie de su espalda el peso arranca
por propia voluntad, si no da vuelta,
bien la llave amarilla, bien la blanca;

     y cualquiera permuta es mal resuelta,
si no lleva la cosa que la ha dado,
cual va en la seis la cifra cuatro envuelta.

     »Pues vale y pesa tanto lo pesado
por su valor, que en toda fiel balanza,
por su valor tiene que ser pagado.

     »¡No toméis los mortales voto a chanza!
Sed fieles sin jurar a la ligera;
no cual Jefté, tan cruel y sin templanza;

     »que decir: Hice mal, más le valiera,
y no hacer lo peor; ni con torpeza,
cual el gran rey de Grecia procediera,

     »que llorando Ifigenia su belleza,
hizo llorar al loco y sabio grave,
al oír hablar de un culto sin terneza.

     »Sed cristianos; que os mueva causa grave:
no seáis como pluma a todo viento,
ni penséis que toda agua culpas lave.

     »Tenéis el viejo y nuevo testamento,
y el pastor de la Iglesia es vuestro guía:
esto basta del alma al salvamento.

     »Si os grita en contra la codicia impía,
sed hombres, y no estúpida borrega,
a quien pueda mofar gente judía.

     »No cual cordero hagaís, que se despega
del pezón de la madre, y que, lascivo,
consigo mismo retozando brega.»

     Esto dijo Beatriz, como lo escribo;
y volvióse después, toda anhelante,
hacia el puento del mundo que es más vivo.

     Y su silencio, al trasmutar semblante,
silencio impone a mi ardoroso anhelo,
que ya nuevas cuestiones ve delante.

     Como saeta que, en su raudo vuelo.
hiere, cuando aún la cuerda no está quieta,
así alcanzamos el segundo cielo.

     Leda a Beatriz, la vi yo tan perfecta,
al entrar en el cielo reluciente,
que más luciente pareció el planeta.

     Y si la estrella se hizo sonriente,
¿qué podría yo hacer, que por natura
soy mudable mortal tan variamente?

     Como en una pesquera quieta y pura
se precipitan peces nadadores,
en lo que cae buscando su pastura,

     así miré venir mil esplendores
a nosotros, y en cada cual se oía:
Ved quien acrecerá nuestros amores.

     Y cada sombra que hacia nos venía,
se mostraba colmada de leticia
en el claro fulgor que difundía.

     Piensa, lector, si lo que aquí se inicia
se interrumpiera, cuál te angustiaría
no ver el fin de la eternal caricia.

     ¡Y podrás estimar el ansia mía,
si el tuyo y mi deseo parangono
por conocer mejor lo que veía!

     «¡Oh, bienaventurado, a quien el trono
del triunfo eterno dado es ver por gracia,
antes que de milicia el abandono!

     »La luz de todo el cielo que se espacia
nos ilumina; y pues saber ansías
qué es lo que somos, a placer te sacia.»

     Así, por una de estas almas pías
dicho me fué; y mi Beatriz, siguiendo:
«¡Di!, di, creyendo como a Dios creerías.»

     »Qué tenéis vuestros nidos, estoy viendo,
en vuestra propia luz, pues la mirada
resplandece en tus ojos sonriendo.

     »Mas quién eres, no sé, ¡oh, alma elevada,
ni por qué permaneces en la esfera,
que se esconde al mortal, de luz velada!»

     Esto dije, mirando a la lumbrera,
que primero me hablara entre esplendores,
y aun más luciente de lo que antes era.

     Como el sol con sus propios resplandores
se oculta por su luz, cuando consume,
con su calor, del aire los vapores,

     más gozosa de nuevo se reasume
dentro a su rayo la figura santa,
y encerrada en la forma que así asume,

     habló, como el siguiente Canto canta.




CANTO VI
 

     «Constantino, del águila la insignia,
volvió contra del sol en la carrera
que antes seguía al que ganó a Lavinia.

     »Por cien años y cien se mantuviera
en el confín de Europa, venerada,
cercana de aquel monte en que naciera;

     »y a la sombra de su ala consagrada,
al mundo gobernó de mano en mano,
hasta que fué a mis manos entregada.

     »Yo fuí César, y soy yo Justiniano,
que por querer del primo amor que siento,
limpié las leyes de su exceso vano.

     »Antes de realizar tan noble intento,
una sola natura veía en Cristo,
y lo creía, con tal fe contento.

     »Mas el beato Agapito, que provisto
fué cual sumo Pastor, con fe sincera
me hizo ver lo divino en Jesucristo.

     »Creíle; y lo que el santo me dijera,
veo claro, cual ves tú claramente,
cuál opinión es falsa o verdadera.

     »Así que de la Iglesia fuí creyente,
a Dios plugo inspirarme voluntario
la grande obra a que díme enteramente.

     »De las armas di el mando a Belisario,
cuya diestra del cielo fué conjunta,
marcándome reposo necesario.

     »Ya he contestado a tu primer pregunta;
pero hay una cuestión que se interpone
y me obliga a seguir porque se ayunta,

     »para mostrarte no hay razón que abone,
a quien combate el sacrosanto signo,
si se lo apropia, o bien si se le opone.

     »Ve por cuantas hazañas se hizo digno
de reverencia, desde aquel momento
en que marcó Palante su destino.

     »Bien sabes tú que en Alba tuvo asiento
por tres siglos, peleando aún por su gloria,
tres contra tres con varonil aliento.

     »Desde el rapto sabíneo hasta la historia
del dolor de Lucrecia, y siete regios,
sabes que en torno impuso la victoria.

     »Sabes cuál los romanos más egregios
la condujeron contra Pirro y Breno,
y en contra de otros reyes y colegios.

     »A él le deben Torcuato y Quinto el bueno
de inculta cabellera, con sus haces
y Fabio y Decio su renombre pleno.

     »El aterró a los árabes tenaces
que, de Aníbal en pos, fieros cruzaron
la alpestre roca, ¡oh, Po!, donde tú naces.

     »A su sombra muy jóvenes triunfaron
Pompeyo y Escipión; y en la colina
donde naciste tú, muchos lloraron.

     »Después que plugo a voluntad divina
dar al mundo, de paz día sereno,
Roma en manos de César lo consigna.

     »Lo que hizo el signo desde el Var al Reno,
lo vió el Iser y el Era, lo vió el Sena
y los valles que al Ródano dan lleno;

     »y lo que hizo saliendo de Ravena,
pasando el Rubicón, fué de tal vuelo
que la lengua y la pluma se refrena.

     »Y las huestes llevó de España al suelo;
luego a Durazzo; y en Farsalia dando,
hasta el caliente Nilo sintió el duelo.

     »Hacia el Simois y Antandro retornando,
tumba de Héctor, que hoy son ruinas troyanas,
por mal de Tolomeo fué volando.

     »Vino, y cual rayo de alas soberanas,
venció a Juba, corriendo al occidente,
al sentir las trompetas pompeyanas.

     »Por lo que hizo el que alzólo subsecuente,
Casio con Bruto abajo están ladrando,
llora Peruza, y Módena doliente.

     »Y aun Cleopatra la triste está llorando,
que ante su vista huyó, y por despojo
al áspid entregó su seno blando.

     »Con él corrió hasta el linde del mar Rojo;
el mundo fué con él pacificado,
y del templo de Jano echó el cerrojo.

     »Pero este signo de que tanto he hablado,
y hecho había, y haría en lo futuro
en el reino mortal que ha sojuzgado,

     »todo aparece poco y aun oscuro,
si en el César tercero se le mira
con ojo claro y con afecto puro;

     »que la viva justicia que me inspira,
le concedió, llevándole en su mano,
la gloria de vengar del cielo la ira.

     »Y admírate: su esfuerzo soberano
hizo a Tito tomar digna venganza
de la venganza del pecado anciano.

     »Y cuando el diente del lombardo alcanza
a la Iglesia a morder, bajo su aspicio,
Carlomagno, venciendo, es su esperanza.

     »Ora puedes juzgar por este indicio
a los que antes juzgué y he condenado,
causas de tanto humano maleficio.

     »Uno con lises jaldes ha afrontado,
el signo que otro apropia por su parte;
y es difícil saber cuál más culpado.

     »Que siga el Gibelino y siga en su arte
bajo otro signo, que no ampara el cielo
al que de la justicia marcha aparte.

     »No abatirla pretendan por el suelo
Carlos, ni Güelfos; teman a su garra,
que a más valiente león dejó sin pelo.

     »A veces la justicia al hijo agarra
por la culpa del padre; y no se crea
que trueque Dios blasón por lis en barra.

     »Esta pequeña estrella se rodea
de espíritus de bien, que han sido activos
por el honor y fama con idea:

     »que cuando por terrenos atractivos
los deseos desvían a la gloria,
en menos luz de amor quedan cautivos.

     »Si la paga, con la obra meritoria
medimos, encontramos la leticia,
que es en menos o en más consolatoria.

     »Aquí se endulza en vívida justicia
nuestro afecto, tan libre de pasiones,
que no puede torcerlo la nequicia.

     »Diversas voces forman dulces sones:
y así en diversos grados se concita
la armonía celeste en sus regiones.

     »Y dentro a la presente margarita,
luce su luz Romeo: su obra buena
la gente ingrata declaró maldita.

     »Empero, el provenzal de su condena
no se ha reído: pues quien mal camina
a sí mismo se busca daño y pena.

     »Cuatro hijas tuvo, cada cual regina;
Raimundo Berenger, que las hiciera,
fué una humilde persona peregrina.

     »Torpe consejo a su señor moviera
a pedirle sus cuentas a ese justo,
quien por diez, siete y cinco devolviera.

     »Fuese pobre, cuando era ya vetusto,
y si el mundo supiera su valía,
al mendigar su pan en su disgusto,

     »más de lo que lo ensalza, ensalzaría.»




CANTO VII
 

     ¡Hossanna, sanctus Deus sabaoth,
superillustrans claritate tua
felices ignes horum malaoth!

     Así canta, y en coro continúa,
según vi, retornando la sustancia
en que una doble luz la perpetúa.

     Y a las otras, danzando en consonancia,
como chispas veloces pasar veo,
y súbitas perderse a la distancia.

     Yo, dudando, no sé ni lo que creo,
y me digo entre mí: ¡Oh, Beatriz mía!
¡Dulce apaga la sed de mi deseo!

     Mas el grande respeto que sentía,
apenas pronunciado el B y el Iz,
como a un hombre dormido me oprimía.

     De tal estado me sacó Beatriz,
y comenzó, radiante en su sonrisa,
que entre llamas haría a un ser feliz.

     «Según segura inspiración me avisa:
¿Cómo, en justa venganza, justamente
hay castigo?, tu idea está remisa.

     »Mas yo te alumbraré la oscura mente:
escucha bien, que la palabra mía
de una grande verdad te hará presente.

     »Por no sufrir el freno que regía
su voluntad, el hombre no nacido,
perdiéndose, su prole perdería.

     »Y así el género humano sumergido
vivió por muchos siglos en error,
hasta que el Verbo santo descendido

     »la natura divina del Creador
a la humana natura unió en persona,
por acto sólo de su eterno amor.

     »Atiende, y bien con mi razón razona:
está natura a su Hacedor unida,
cual fué creada, su bondad abona:

     »mas fué por ella misma despedida
del paraíso, porque incautamente
dejó la senda de verdad y vida.

     »Así la pena de la cruz pendiente,
si en el orden humano se mensura,
impuesta fué cual nunca justamente,

     »y ninguna pudiera ser más dura
mirando a la persona que sufría,
y que estaba encerrada en tal natura.

     »De igual causa otro efecto provenía:
que al Judío y a Dios plugo una muerte
que, al conmover la tierra, el cielo abría.

     »Y así no debe extraño parecerte
que se diga que fué venganza justa
la que después vengó justicia fuerte.

     »Mas veo que en tu mente más se ajusta
un nudo, y de la duda al bamboleo,
en ella la verdad no bien se incrusta.

     »Tú dices: Lo que escucho bien lo creo,
mas por qué Dios quisiera, me es oculto,
darnos tal redención, eso no veo.

     »Este decreto, hermano, está sepulto
a los ojos del ser inteligente
que en las llamas de amor aún no es adulto.

     »Como en este misterio, ciertamente
si más se mira, menos se discierna,
su gran razón haré más evidente.

     «La divina bondad, que de sí externa
todo rencor, y ardiendo en sí cintila,
y así despliega su belleza eterna,

     »lo que directamente ella destila,
no tiene fin, porque jamás se mueve
su sello, cuando próvida sigila;

     »lo que por su virtud de lo alto llueve,
libre es del todo, por no estar sujeto
a otra causa menor lo que promueve;

     »lo más conforme le merece afecto,
que el santo ardor que en todo resplandece,
tiene, en más semejanza, más efecto.

     »Con estos dones su virtud acrece
la humanidad: si la criatura falla,
de su innata nobleza desmerece:

     »el pecado del todo la avasalla,
y más se aleja de aquel Bien divino
cuanto en ella su blanca luz desmaya.

     »Y no recobra su frescor pristino,
si de culpa el abismo no es colmado;
que mal placer tiene el dolor condigno.

     «Cuando el humano germen fué manchado,
su dignidad perdió, cuando perdía
el paraíso de que fué expulsado;

     »y recobrarlo ya no más podía
(si meditas con clara sutileza),
si no siguiendo la una o la otra vía:

     »o bien Dios, por sí mismo, en su largueza
perdonase por sí, o el hombre mismo
expiase por sí mismo su flaqueza.

     »Fija tu ojo en el fondo del abismo
del eterno pensar, en cuanto es dado,
y escucha mis razones asimismo.

     »El hombre, en su natura limitado,
mal podía pagar con la obediencia
su deuda, ni aun postrándose humillado,

     »cuanto se alzó soberbio en resistencia;
y por esto, la culpa no ha podido
el hombre rescatar en su impotencia;

     »así, el juicio de Dios ha convenido
volver al hombre a su plenaria vida,
y si una digo, dos he comprendido.

     »Mas siendo la obra tanto más querida
cuanto más al obrero representa,
de la bondad del corazón nacida,

     »la divina bondad que al mundo alienta,
procediendo por esta doble vía,
al rescataros se encontró contenta.

     »Entre la última noche y primo día,
nunca un acto más alto y más grandioso
por una u otra ley se hizo ni haría;

     »porque al darse, fué Dios más generoso,
habilitando al hombre a rescatarse,
que en perdonar la falta bondadoso.

     »De otro modo no puede compensarse
a la justicia, si de Dios el Hijo
no se hubiera humillado hasta encarnarse.

     »Ora quiero llevar tu anhelo fijo,
volviendo al punto a que de nuevo llego,
y veas por qué senda te dirijo.

     »Dices: Yo veo el aire, el agua, el fuego,
y la tierra con todas sus mixturas,
venir a corrupción, perderse luego.

     »Y estas cosas de Dios fueron creaturas,
y siendo lo que digo verdadero,
contra la corrupción fueron seguras.

     »Los ángeles, ¡oh, hermano!, y el sincero
mundo en que estás, se llaman bien creados,
por cuanto gozan de su ser entero;

     »mas los cuatro elementos ya nombrados
y las cosas que engendran y retienen,
por creada virtud son informados.

     »Creada fué la materia que contienen,
y su virtud informativa, en cuantas
estrellas giran, que en contorno tienen.

     »El ánima del bruto y de las plantas
de una sustancia organizada tira
la luz y acción en esas luces santas.

     »Mas vuestra vida por su medio inspira
la alta bondad, y de ella la enamora,
con un anhelo que jamás expira.

     »Y de esto puedes deducir ahora
vuestra resurrección bien meditada,
como la humana carne nació en su hora,

     »y en los primeros padres fué creada.»




CANTO VIII
 

     Creía el mundo, en su profano ciclo,
que la bella Ciprina los amores
presidía, brillando en su epiciclo.

     Y así le tributaba los honores
del sacrificio y voto agradecido,
la antigua gente imbuída en sus errores

     que veneraba a Dione y a Cupido,
la una por madre y otro por ser hijo,
que en la halda, dicen, se sentó de Dido.

     Y de Venus, como antes ya se dijo,
el nombre daban a la blanca estrella
que en pos o antes del sol es astro fijo.

     No acuerdo cómo remonté hasta ella,
mas al entrar en ella, iluminada
con su fulgor, miré a Beatriz más bella.

     Como se ve una chispa en llamarada,
o voces ora graves, ora tiernas,
se notan en cantata concertada,

     contemplo en esa luz muchas lucernas
girar en alternados movimientos,
según las hieren luces sempiternas:

     de fría nube nunca raudos vientos,
vistos o no, bajaron tan festinos,
que parecieran tardos y muy lentos.

     Al ver los luminares peregrinos
a nosotros venir, rompiendo el giro
que comienza en los ángeles divinos,

     en pos de aquellos que delante admiro,
sonó un Hosanna tan divinamente,
que desde entonces a escucharlo aspiro.

     Uno de ellos paróse a nuestro frente,
solo, y me dijo: «Aquí todo te asiste:
goza en el goce de esta noble gente,

     »que entre celestes príncipes existe,
y que de giro en giro te promete
lo que en el mundo alguna vez dijiste:

     »Voi, che intendendo il terzo ciel movete!,
y es tanto nuestro amor para tu agrado,
que hace que le giro nuestro aquí se aquiete.»

     Después que reverente hube mirado
los ojos de mi guía y mi señora,
y que fuí por sus luces confortado,

     volvíme hacia la luz tan promisora,
y tan sólo: ¿Quién eres?, la voz mía
articuló, si bien halagadora.

     ¡Oh! ¡Cuánto y cómo vi que se acrecía
su brillo, en nuevo goce transportada
al escucharme hablar, con alegría!

     Y radiante me habló: «Corta morada
hice en el mundo: de haber larga sido,
harta desgracia fuérale evitada.

     »Esta leticia de que estoy circuído
me envuelve con su velo esplendoroso
(cuasi animal que en seda está escondido).

     »Mucho me amaste en vida, cariñoso:
yo, si hubiera vivido, te brindaba,
más que la hoja y la flor, fruto jugoso.

     »Aquella izquierda orilla, que allí lava
el Ródano, y el Sorga mixturado,
por su señor un tiempo, me esperaba;

     »y así el cuerno de Ausonia, rematado
en Bari, en Gaeta y en Crotona,
en que al mar Tronto y Verde es derramado.

     »Ya en mi frente brillaba la corona
de aquella tierra que el Danubio riega,
cuando playas tudescas abandona.

     »Y la bella Trinacria, a donde llega
en Pachino y Peloro sobre el golfo,
en que no Tifeo con el Euro brega,

     »mas con humo de azufre en el regolfo,
sus monarcas legítimos tuviera,
natos de mí, de Carlos y Rodolfo,

     »si el mal gobierno al pueblo no moviera
a sacudir el yugo y lo indujese
a gritar en Palermo: ¡Muera! ¡Muera!

     »Si estos casos mi hermano preveyese,
de Cataluña pobre y avarienta
como de un gran peligro, de ella huyese.

     »Porque en verdad, debiera tomar cuenta,
por otros o por sí, de que a una barca
muy cargada no más carga se aumenta.

     »De rica estirpe de natura parca,
precisaba tener una milicia
que no cuidase sólo henchir el arca.»

     Yo exclamé: «Siendo en mí la alta leticia
que infundes, señor mío, y pienso y creo
que todo bien termina y que se inicia,

     »como lo sientes y cual yo lo veo,
y es por eso tu hablar tanto más grato,
porque mirando a Dios, ves su deseo.

     »Bien que feliz, mis dudas aun combato,
que al escucharte nacen nuevamente,
como de dulce germen, fruto ingrato.»

     Esto a él: y él a mí: «Si bien patente
una verdad presento a tus razones,
darás la espalda a lo que das la frente.

     »El bien que alegra y mueve estas regiones
en que feliz te elevas, providente
difunde en estos cuerpos grandes dones:

     »y no vela por ellas solamente
en su mente, por siempre en sí perfecta,
sino también por salud inmanente;

     »pues lanzada de su arco la saeta,
predestinada hacia su fin se inclina,
como flecha que al blanco va directa.

     »De otro modo, la luz que te encamina
produciría su contrario efecto,
y su obra, en vez de un arte, fuera ruina.

     »Y esto no puede ser, si el intelecto
que mueve estas estrellas no ha fallado,
creando en su origen orden imperfecto.

     »¿Quieres por más verdad ser aclarado?»
Y yo: «No más: Pues veo claramente,
que natura no falta en lo creado»

     Siguió hablando: «¿Sería procedente
que en la tierra viviere el hombre aislado?»
Yo contesté: «¡Oh, no!, seguramente.»

     «¿Sería bien no ser al hombre dado
trabajar según varia competencia?
No; que el maestro el bien os ha enseñado.»

     Y de aquí, deduciendo una evidencia,
concluyó: «Y así surge de esta base
de una causa, diversa consecuencia.

     »Que uno nace Solón, o Jerjes nace;
otro Melquizedet; de otro el destino
es ver volando al hijo que se abrase.

     »La natura en acción, estampa el signo
en la cera mortal, con tino y arte,
sin distinguir morada en su camino.

     »De aquí proviene que Esaú se aparte
del germen de Jacob, y que Quirino,
hijo de padre vil, elija a Marte.

     »La natura engendrada, en su camino
repetiría el tipo generante.
a no prevalecer poder divino.

     »Ya ves atrás lo que antes por delante;
y para darte de mi amor la prueba,
un corolario quiero que te enmante.

     »Siempre que la natura se subleva
contra su ley, como cualquier simiente,
fuera de su región, la ruina lleva.

     »Si el mundo no apartara de su mente
del proceder nativo las razones,
siguiéndolo tendría buena gente.

     »Mas vosotros desviáis a devociones
al que nació para ceñir las espada;
y hacéis un rey del que se da a sermones:

     »y así marcháis por senda descarriada.»




CANTO IX
 

     Después que me alumbró, bella Clemencia,
tu buen Carlos, narróme los engaños
que debía sufrir su descendencia,

     mas dijo: «¡Calla y deja andar los años!»
Y así, sólo diré que justo llanto
ha de pagar vuestros injustos daños.

     Y el espíritu envuelto en fuego santo
volvióse a las celestes claridades
del sol, que con su bien nos llena tanto.

     ¡Oh, almas oscuras, llenas de impiedades.
que apartáis de la luz vuestros amores,
con frente erguida, en vanas vanidades!

     Entonces, otro de esos esplendores
vino a mí, con anhelos de acudirme,
mostrándolo en sus luces exteriores.

     La vista de Beatriz, que siempre firme
estaba sobre mí, su caro asenso
en su mirada pereció infundirme.

     «Concede a mi querer pronto compenso,
beato espíritu», dije, «y dame prueba
que se refleja en ti lo que yo pienso.»

     La luz que para mí aun era nueva,
desde el profundo foco en que cantaba,
habló, como una luz que al bien nos lleva:

     «En esa parte de la tierra prava
que se extiende en Italia, entre el Rialto
y las fuentes del Brenta y de la Piava,

     »un collado se eleva, no muy alto,
de donde bajó un día una centella,
que fué de la comarca el sobresalto.

     »De esta misma raíz nací con ella:
me llamaron Cunicia, y hoy refulgo,
vencida por los fuegos de esa estrella.

     »Aquí yo misma mi perdón promulgo,
ledamente, y su causa no me altera,
aunque extraño tal vez parezca al vulgo.

     »Lo que está cerca a mí, clara lumbrera
del cielo, que en el mundo por mi acento
grande fama dejó y antes que muera,

     »cinco siglos tendrán su cumplimiento:
ve si debe el mortal ser excelente,
legando nuestra vida en incremento.

     »No piensa así la turba que al presente
Adige y Tagliamento allá circunda,
y ni por castigada se arrepiente;

     »mas la palude que al paduano inunda,
roja hará el agua que a Vicenza baña,
pues del deber rompieron la coyunda;

     »y do el Cagnan con Sile se acompaña,
hay un señor, con frente enhiesta y alta,
que por cogerle, alguna red se amaña.

     »Y Feltre llorará también la falta
de su pastor, tan cruda y tan impía,
que por más crimen no se ha entrado en Malta.

     »¡Qué ancha cuba la sangre llenaría
del ferrarense! ¡Y quién no fatigado
pesarla onza por onza intentaría!

     »Sangre que hará verter el preste airado
por servir a su bando; que estos dones
son del país regalo acostumbrado.

     »Altos espejos hay, que por nociones
tronos llamáis, que el fallo justiciero
reflejan y hacen buenas mis razones.»

     Aquí calló, y de su acción infiero
que a lo alto su atención fuera llamada,
volviendo al coro que ocupó primero.

     La otra luz que me fuera señalada
resplandeció ante mí, cual se reviste
piedra preciosa por el sol bañada.

     Porque el placer allá de luz se viste,
como de risa aquí; y en el infierno
la sombra es más cuanto es el alma triste.

     «Dios todo ve, y tú ves en lo eterno»,
dije, «espíritu beato; así que nada
se oculta a ti del gran pensar interno;

     »tú que mezclas tu voz, armonizada
con esas luces de eternal chispeo,
cada una de seis alas enmantada,

     »¿por qué no satisfaces mi deseo?
Mi alma no esperaría tu demanda
si yo me altruase como en ti me veo.»

     «El mayor valle donde un mar se expanda»,
me respondió el espíritu brillante
(fuera del que en la tierra es la guirlanda),

     »entre dos continentes, sol delante,
comprende espacio tal que el meridiano
transporta al horizonte confinante;

     »de este valle yo he sido litorano,
entre Ebro y Macra, que por corta vía
al genovés divide del toscano;

     »cuasi entre ocaso y orto, está Bugía,
en el promedio, tierra en que he nacido,
cuya sangre caldeó su parte un día.

     »Por Fulco fuí en el mundo conocido:
y con mis luces se imprimió este cielo,
como yo fuí por ellas imprimido.

     »No ardió con más amor la hija de Belo,
agraviando a Siqueo y a Creüsa,
cual yo, mientras blanquear no vi mi pelo.

     »Ni ardió más Rodopea, a quien ilusa
Demofonte engañó, ni Alcides, cuando
ni aun devanar por su Yolé rehusa.

     »No se arrepiente el alma, que gozando
borra culpa, que al alma no retorna;
goza en quien todo ordena vigilando.

     »Aquí se admira un arte, que se adorna
con la virtud, mostrando el bien que viene
y que del cielo hasta la tierra torna.

     »Y a fin que tu ansia de saber te llene
de las cosas que ves en esta esfera,
seguir más adelante me conviene.

     »¿Quieres saber quién guarda esa lumbrera
que en este cielo junto a mí cintila,
cual luz solar que en agua reverbera?

     »Has de saber que dentro está tranquila
el alma de Raab, de otras conjunta,
sobre la cual más esplendor destila.

     »En este cielo, a que la sombra apunta
de vuestro mundo, bendecida su alma
en el triunfo de Cristo quedó asunta,

     »Bien merece ser puesta como palma,
en algún cielo, de la gran victoria
que él conquistó con una y otra palma;

     »que ella favoreció la primer gloria
de Josué, al pisar la tierra santa,
de que el Papa no guarda la memoria.

     »Tu ciudad cultivó la mala planta
del que olvidó al autor de los autores,
de cuya envidia viene pena tanta,

     »que da y esparce las malditas flores,
los corderos y ovejas extraviando,
en lobos convirtiendo a los pastores.

     »Por eso, el Evangelio abandonando
sus magnos doctos, falsas decretales
sólo estudian, sus márgenes sobando.

     »De esto se ocupan Papa y cardenales,
sin pensar que al venir a Nazareto,
voló Gabriel con alas inmortales.

     »Pero en el Vaticano, y lo selecto
que Roma tiene, el sacro cementerio
de Pedro y de su ejército perfecto,

     »libre al fin quedará del adulterio.»




CANTO X
 

     Mirando al Hijo en el amor intenso
que eternamente al uno y otro inspira,
el motor inefable de lo inmenso,

     cuanto en la mente y en el ojo gira
todo ordenó, tan justa y sabiamente,
que más se goza en él si más se mira.

     Conmigo, pues, lector, alza la frente,
derecho a las esferas, en la parte
donde un giro del otro es divergente.

     Y allí, comienza a contemplar el arte
del gran Maestro, que en sí mismo se ama,
sin que sus ojos de su hechura aparte;

     contempla cual de allí se desparrama,
el cielo oblicuo, de planetas guía,
para servir al mundo que los llama:

     si no marchase por oblicua vía,
mucha fuerza del cielo fuera en vano,
y en tierra su potencia moriría,

     y si su recto curso, más lejano
o menos fuese, desde tal momento
fallara todo el existir mundano;

     puedes, lector, quedar quieto en tu asiento
ante tanto prodigio, pensativo;
que sin fatiga, quedarás contento:

     toma la copa en que por ti prelibo:
vuelvo al trabajo que mi mente apura
en la materia que obediente escribo.

     El ministro mayor de la natura,
que el sello celestial en todo asienta
y el tiempo con sus luces conmensura,

     en la parte que arriba se comenta,
conjunto a sus espiras circulaba
donde la hora temprana se presenta:

     en aquel punto fijo me encontraba;
y como pensamiento que sorprende,
sin acordarme cómo, me elevaba.

     y mi Beatriz, cual ser que se desprende
de lo bueno a mejor, súbitamente,
sin medida del tiempo, leve asciende.

     ¡Cuán bella estaba, de por sí luciente,
al entrar en el sol, que me envolvía
no por color, sino por luz creciente!

     Ni arte ni ingenio imaginar podría,
no digo describir, tanta belleza:
puedes creerlo, y por mirarla ansía.

     Que nuestra fantasía en su bajeza
no se eleve, la cosa es bien sencilla.
¡Qué ojo arriba del sol vió más grandeza!

     ¡Tal la cuarta familia que aquí brilla,
del alto Padre que en mirar se sacia
de trinidad la eterna maravilla!

     Y así Beatriz me habló: «¡Al sol regracia
de los querubes, al brillar visible
ante tus ojos por inmensa gracia!»

     Nunca pecho mortal fue más sensible
a la piedad, cual fuera yo movido,
con tanta gratitud cuanta es posible,

     cuando esa voz repercutió en mi oído;
en El puse mi amor tan solamente,
y se eclipsó Beatriz en el olvido.

     No le desagradó; más bien sonriente,
al esplender en su ojo la sonrisa,
puede ver cada cosa claramante.

     Miro una luz fulgente, que indivisa
nos rodea, formando una corona
que, más que en luz, en voces se armoniza.

     Así a veces de la hija de Latona
vemos ceñido en aire condensado
su cinto en el espacio de su zona.

     En la corte celeste, donde he estado,
vense joyas, tan ricas y tan bellas,
que de aquel reino transportar no es dado;

     y el canto de las luces es de aquéllas.
Quien no pueda volar hasta su cielo,
espere un mudo que le hable de ellas.

     Cantando, aquellas soles en su vuelo
giraron en contorno con tres vueltas,
como del polo estrellas en el cielo.

     Parecían cual jóvenes esbeltas
que, al bailar, se detienen esperando
que la música indique nuevas vueltas.

     Del seno de uno de ellos, sonó: «Cuando
el rayo de la gracia en que se enciende
el verdadero amor que crece amando,

     »y que multiplicado en ti resplende,
te ha traído subiendo esta escalera,
que el que sube una vez siempre la asciende:

     »quien a tu sed el vino no ofreciera
de su redoma, libre no sería:
agua estancada en su corriente fuera.

     »Quieres saber qué planta es la que cría
la flor de la guirnalda iluminada
que circunda a la bella que te guía.

     »Yo fuí cordero de la grey sagrada,
que conduce Domingo por camino
en que engorda la oveja no extraviada.

     »El que tengo a la diestra por vecino,
mi hermano fué y maestro; y éste, Alberto,
grande en Colonia; yo Tomás de Aquino.

     »Si de los otros quieres estar cierto,
que a mi palabra siga tu mirada,
girando por el cerco de concierto.

     »Graciano, con sonrisa iluminada,
es quien, eximio en uno y otro foro,
tuvo en el paraíso grata entrada.

     »El otro, que es ornato de este coro,
fué el Pedro que a la que en Roma destella,
donó cual viuda triste su tesoro.

     »La quinta luz, más lúcida y más bella,
respira tanto amor que todo el mundo
se alegrará tener noticia de ella.

     »Un saber ella encierra tan profundo,
que si lo verdadero es verdadero,
no surgirá en la tierra su segundo.

     »Al lado resplandece otro lucero,
que penetró la angélica natura,
siendo carne, con ánimo certero.

     »La luz pequeña, que al sonreir fulgura,
de la creencia cristiana fué abogado,
y de él San Agustín hizo lectura.

     »Ora, si tu atención me ha acompañado
de luz en luz, debes estar ansioso,
quién es la octava luz que no he nombrado.

     »De ver el sumo bien se halla gozoso
el espíritu noble, que ha mostrado
la falacia del mundo al estudioso.

     »El cuerpo de que fuera separado
yace en Cieldauro, y su alma aquí ha venido,
de su destierro a santa paz alzado.

     »Mira arder el espíritu encendido
de Isidoro, de Beda y de Ricardo,
que entre los hombres gran varón ha sido.

     »De ese por quien ya tu pregunta aguardo
de un espíritu son las claridades
que con grave pensar morir vió tardo:

     »de Sigerio es la luz, en las edades
que en la calle de Fuarre, como es fama,
silogismó entre envidias sus verdades.»

     Luego, como reloj que en su hora llama
a maitines de Dios a casta esposa,
para adorar al que su amor inflama,

     en que una y otra rueda cadenciosa
fija el puntero, y el tin-tin sonando,
el alma llena de emoción piadosa;

     así la excelsa rueda vi girando,
y cantar a la vez con voz tan tierna
que sólo escucha el coro venerando.

     donde se goza de la paz eterna.




CANTO XI
 

     ¡Oh, de mortales insensato anhelo,
que con sus defectivos silogismos
hace arrastrar tus alas por el suelo!

     Uno estudia derecho, otro aforismos,
cual otro se dedica al sacerdocio,
y otro a reinar por fuerza o embolismos;

     y quién al robo, o al civil negocio;
quién en el goce de la carne envuelto,
fatígase, o bien se entrega al ocio;

     mientras que yo, de ligaduras suelto,
subiendo al cielo con Beatriz, espero
en la gloria inmortal quedar absuelto.

     Volvió a su posición cada lucero
y se afirmó en un punto de la esfera,
como cirio fijado en candelero.

     Y sentí dentro hablaba la lumbrera
que antes me habló, y grata sonriëndo
con más intensidad resplandeciera:

     «Así como en su rayo aquí me enciendo,
así, mirando hacia la luz eterna,
tu pensamiento y su razón comprendo.

     »Tú dudas, y tú quieres que discierna,
en clara lengua y no en la que te asorda,
lo que mi dicho a tu razón concierna,

     »cuando te dije: «donde bien se engorda»;
y cuando dije: «no tendrá segundo»,
distinga bien la inteligencia sorda.

     »La Providencia que gobierna al mundo,
con tino tal que vence al intelecto
del hombre, sin llegar a lo profundo,

     »por mantener unida al ser dilecto,
la esposa del que en grito de agonía,
como esposo le dió sangre y afecto,

     »y fuese siempre fiel y siempre pía,
dos campeones le dió con sus favores,
que sus guardianes fuesen y su guía:

     »el uno, con seráficos ardores;
el otro fué en la tierra la sapiencia,
que el querub coronó con esplendores.

     »De uno hablaré, pues, de ambos la excelencia,
el elogio del uno ambos comprende,
que un mismo fin buscaron en conciencia.

     »Entre el Tupín y el río que desciende
de la colina del piadoso Ubaldo,
de alta montaña fértil cuesta pende;

     »y entra a Perugia el frío y el rescaldo
por su puerta del sol, y a espaldas llora
bajo su yugo, el de Nocera y Gualdo;

     »allí donde la cuesta trepadora
declina, vino al mundo un sol ardiente,
como en el Ganges se levanta ahora:

     »quien de palabra designarlo intente,
no diga Asís, pues quedaría corto;
si bien quiere nombrarlo, diga Oriente.

     »Aun no lejano estaba de su orto,
y ya empezó a sentirse por la tierra
de sus grandes virtudes el conforto.

     »Joven aún, con su familia en guerra,
a una mujer amó, que como a muerte
la mano del placer su puerta cierra:

     »ante su corte espiritual, en suerte,
Et coram Patre, a ella siempre unido,
dióle de día en día amor más fuerte.

     »Esta, privada del primer marido,
mil cien y un años, en desdén y oscura,
había sola sin amor vivido.

     »En vano dicen la encontró segura,
con Amiclas, la voz, que poderosa
difundió por el mundo la pavura;

     »fué en vano que constante y valerosa,
cuando María al pie quedó en tristeza,
con el Cristo subiese a cruz gloriosa;

     »y para hablar con menos oscureza,
el nombre te diré de esos amantes:
Francisco el uno, la otra la Pobreza.

     »Su concordia y sus plácidos semblantes,
su amor de vanidades al resguardo
la piedra reflejaban inspirantes;

     »tanto que el venerable San Bernardo
se descalzó, buscando paz dichosa,
y aun corriendo pensó llegar ya tardo.

     »¡Oh, ignorada riqueza, tan preciosa!
¡Descalzo Egidio sigue, con Silvestro,
y van hacia el esposo, por la esposa!

     »Y juntos van el padre y el maestro,
con su mujer, y con la pobre gente
que de humildad ceñía ya el cabestro.

     »No sonrojaba su apacible frente
el que de un Bernardón el hijo fuera,
ni el ser mirado desdeñosamente.

     »Ante Inocencio, su misión severa
regiamente explicó, y el Padre Santo
su sello puso a religión austera.

     »Cuando la pobre gente creció tanto,
en pos del ser que a la virtud incita,
y merece del cielo dulce canto,

     »con segunda corona fué bendita
por Honorio, de Dios mismo inspirado,
por la obra santa de este archimandrita.

     »Por la sed del martirio devorado,
del gran Soldán ante la faz superba,
de Cristo predicó el apostolado.

     »La gente halló su conversión acerba,
y para no permanecer ocioso,
volvió al cultivo de italiana hierba.

     »Entre el Arno y el Tíber peñascoso,
Cristo le impuso su postrer estigma,
que dos años llevó cuerpo glorioso.

     »Y cuando Aquel que de su humilde cima
lo levantó, y halló merecederos
sus santos hechos de la sacra estima,

     »a sus hermanos, fieles herederos,
recomendó la esposa dulce y pura,
amándola con votos verdaderos;

     »y de su seno, su alma de ventura
quiso, al tornar a la mansión primera,
que de su cuerpo fuese sepultura.

     »¿Quién después de él en alta mar pudiera,
como colega, mantener la barca
de Pedro, por la ruta más certera?

     »Ese fué después de él nuestro Patriarca;
y quien sigue su regla en lo que manda,
puede decir que la merced embarca.

     »Pero el rebaño quiere nueva vianda,
y por glotón bien suceder podría
que por diverso campo al fin se expanda.

     »Que oveja que del pasto se desvía,
y que errante se aleja del rebaño,
vuelve al redil de leche ya vacía.

     »Pero hay ovejas que, temiendo el daño,
se estrechan al pastor; mas son tan pocas,
que se pueden cubrir con poco paño.

     »Ora, si mis palabras bien evocas,
si has escuchado con oído atento,
y en tu mente lo dicho no revocas,

     »tu anhelo en parte quedará contento,
viendo dónde la planta forma esqueje,
y entenderás bien claro el argumento:

     »Medra bien quien perdido no se aleje.»




CANTO XII
 

     Al apagarse el postrimer acento
de la bendita llama de aquel santo,
la gran rueda se puso en movimiento;

     y no bien en contorno giró un tanto,
por otra nueva rueda fué cercada,
uniendo giro a giro y canto a canto.

     Canto que vence en voz tan acordada
a la Musa y la voz de la sirena,
cuanto la luz a imagen reflejada.

     Cual dos arcos en nube alta y serena
paralelos se prestan sus colores,
cuando a su mensajera Juno ordena

     (naciendo de los rayos interiores,
como ecos de la ninfa enamorada
que el amor consumió, cual sol vapores),

     y que es presagio de promesa dada
al buen Noé por la potencia eterna:
¡La tierra no será nunca inundada!;

     así la doble rosa sempiterna
giraba alrededor como guirlanda,
uniéndose la externa con la interna.

     Y cuando el canto de la doble banda,
y que su danza circular radiante,
con ley tan placentera como blanda,

     se detuvo en su vuelo concertante,
como dos ojos que el placer conmueva
se abren y cierran en un mismo instante,

     sopla una luz una lumbrera nueva,
que como aguja a la polar estrella
mi vista de su lado al punto lleva;

     y me dijo: «El amor que me hace bella,
del otro jefe a razonar me mueve,
cuando del mío la gran luz destella.

     »Al uno y otro congloriarse debe:
por una misma causa militaron,
poniendo sus virtudes de relieve.

     »Las falanges de Cristo que se armaron
a tanta costa en pos de su bandera,
lentas en combatir, se acobardaron;

     »cuando el emperador que siempre impera,
acudió en protección de su milicia,
por gracia, no que así lo mereciera,

     »dos campeones armados de justicia
a su esposa le dio, para adquirirse
la voluntad del pueblo más propicia.

     »Donde al soplo de Céfiro, a expandirse
comienza en su estación la nueva fronda,
de que mira a la Europa revestirse;

     »no lejos donde el mar percute su onda,
tras del cual, cuando el sol a Cáncer llega,
alguna vez su luz al hombre esconda,

     »está la afortunada Caleruega,
bajo la protección del gran escudo
que león vencido y vencedor allega.

     »Allí nació el Apóstol, que nervudo
fué de la fe cristiana el santo atleta,
manso al amigo, al enemigo crudo;

     »y de vivaz virtud fué tan repleta,
su mente, en el momento de ser creado,
que en el vientre a su madre hizo profeta.

     »Con la fe por esposa, bautizado
en la sagrada fuente, de su ciencia
con recíproca gracia fué dotado.

     »La madrina que diera su aquiescencia,
en sueños vió los frutos admirables
que dejaría como rica herencia.

     »Y a colmarlo de dones incontables,
un ángel fué a la tierra a bautizarlo
con el nombre de bienes inefables.

     »Domingo se llamó; y hay que nombrarlo
como el cultivador del bien, que CRISTO
en su viña eligió para ayudarlo;

     »que vióse que era familiar de CRISTO,
pues su primer amor, de manifiesto,
en el consejo se inspiró de CRISTO.

     »En vela, mudo, de rodillas puesto,
muchas veces hallólo su nodriza,
cual si dijera: ¡Yo nací para esto!

     »¡Félix! ¡Tu hijo tu nombre simboliza!
¡Oh feliz Madre, bien llamada Juana,
nombre que de venturas es premisa!

     »No para el mundo en estudiar, se afana
al Ostiense y Tadeo: su conciencia
nutre el maná con verdadera gana.

     »En poco tiempo, gran doctor en ciencia,
se contrajo a la viña saludable,
que se emblanca por causa de indolencia;

     »se presentó a la sede venerable,
antes benigna al pobre, hoy sin clemencia.
Ella no: quien la ocupa miserable.

     »No dispensas pidió ni fraudulencia,
ni provisión de la primer vacante;
Non decimas quœ sunt, del pobre herencia:

     »ir pidió contra el mundo claudicante,
y del germen porque él ha combatido
hay veinticuatro plantas por delante.

     »De alta doctrina y voluntad nutrido,
su apostolado se inició, corriendo
cual torrente de lo alto desprendido,

     »las espinas heréticas barriendo,
y con ímpetus siempre poderosos,
los mayores obstáculos venciendo.

     »De él brotaron arroyos abundosos
con que el huerto católico se riega,
donde brotan arbustos vigorosos.

     »Si el poder de una rueda a tanto llega
de la Iglesia en la viga victoriosa,
al defenderse en intestina brega.

     »ya podrás comprender cuán poderosa
es la virtud, antes de mí ensalzada
por Tomás con palabra cariñosa.

     »Más la huella por la órbita trazada
de lo alto de la rueda se ha borrado,
y en maleza la planta fué trocada.

     »Su grey de su camino se ha desviado,
y en vez de proseguir fiel y derecha
vuelve el talón hacia el camino andado.

     »Muy pronto dará muestra la cosecha
del mal cultivo, en la cizaña impura
que del arca del grano se desecha.

     »Quien haga hoja por hoja la lectura
de nuestro libro, encontrará una carta
donde se lea: Me conservo pura.

     »Mas no será en Casale ni Acquasparta,
porque allí se interpreta la Escritura,
que uno la esquiva y otra la coarta.

     »En vida, me llamé Buenaventura
de Bañoregio, que, en piadoso estado,
de siniestros afectos no hice cura.

     »Aquí están Agustín e Iluminado,
los primeros descalzos miserables
que a Dios con el cordón se han propiciado,

     »de Hugo de San Victorio inseparables;
y Pedro Mangiador; y Pedro Hispano,
que dejó doce libros memorables.

     »Natán profeta; el metropolitano
Crisóstomo, y Anselmo; y el Donado
que, en el arte, primero puso mano.

     »Rabán también está, y brilla al lado
el abate Joaquín, el Calabreto,
de espíritu profético dotado.

     »A ensalzar a un apóstol tan perfecto
me mueve la inflamada cortesía
de fray Tomás y su decir discreto,

     »que mueve a esta celeste compañía.»




CANTO XIII
 

     Quien quiera comprender lo que he mirado,
que retenga en su mente mis visiones,
cual firme signo, en el peñón grabado:

     quince estrellas del cielo en las regiones
que se imagine, de esplendor ameno,
que en los aires difundan radiaciones;

     que imagine aquel Carro, a quien el seno
basta de nuestro cielo noche y día,
girando su timón, siempre sereno;

     que se imagine el Cuerno, por su vía,
con su boca, en la punta de eje a vuelo,
que del cielo primero es centro y guía,

     formar de sí dos signos en el cielo,
cual de la hija de Minos la corona
cuando sintiera de la muerte el hielo;

     y sus luces mezclar la doble zona
en sus opuestos giros, de manera
que el doble movimiento se escalona;

     y se tendrá una sombra bien somera
de la constelación y doble danza
que circulaba en la celeste esfera,

     porque difiere de la humana usanza
cuando la marcha lenta del Quiana
del astro que en los cielos más avanza.

     Allí cantóse, no canción profana,
de tres personas divinal natura,
y en una, la divina con la humana.

     Cumplió el canto y la danza su mesura,
fijándose las santas luces de oro,
felices en gozar de otra ventura.

     Rompió el silencio del divino coro
la luz que antes contó la santa vida
de aquel pobre de Dios y su tesoro:

     «Cuando la paja se halla dividida
de la simiente en el granero puesta,
a nueva trilla caridad convida.

     »Crees que en el pecado, do salió la cuesta
que a la primer mujer dió su semblanza,
y cuyo paladar tanto nos cuesta;

     »crees que en aquél, que traspasó la lanza,
y que antes y después ha rescatado
toda culpa, pesada en su balanza;

     »que cuanto a la natura humana es dado
en luz intelectual, le fué infundido
por la virtud que a entrambos ha formado;

     »por eso debo haberte sorprendido
cuando te dije que el saber más hondo
en la quinta lumbrera está escondido.

     »Fíjate bien, que a tu pensar respondo,
y la verdad de lo que te he afirmado
verás, como su centro en lo redondo.

     »Lo inmortal, o a morir predestinado,
es sólo el esplendor de aquella idea
que nuestro Dios, amando, nos ha dado:

     »la viva luz, que en esa luz flamea,
sin que jamás del foco se desuna,
en el amor que el trino y uno crea,

     »por su virtud su radiación aduna,
espejada en sus nueve subsistencias,
que eternamente permanece en una.

     »Cuando baja a las últimas potencias,
gradualmente su acción disminuyendo,
ya no son sino breves contingencias;

     »y que esas contingencias son, entiendo,
las cosas generadas, que produce,
con germen o sin él, cielos moviendo:

     »la forma a que su cera se reduce,
no es igual, pero siempre en su diseño
el ideal más o menos se trasluce.

     »Y así se ve brotar de un mismo leño,
según su especie, mala o buena fruta,
cual nace el genio con su vario empeño.

     »Si la cera que a punto se trasmuta,
guarda del cielo la virtud suprema,
la luz del sello en todo se computa.

     »Mas la natura da siempre su esquema,
a semejanza obrando del artista,
hábil en su arte, cuya mano trema;

     »pero el ardiente amor, de clara vista,
si de prima virtud le estampa el signo,
toda la perfección consigo aquista.

     »Así del barro, nació el hombre digno,
dotado de animales perfecciones,
y la Virgen parió bajo su signo.

     »Doy aquí la razón a tus razones:
pues la humana natura no ha formado
dos criaturas colmadas de más dones.

     »Sigo, que tu pensar he penetrado;
aun me dirás, con labio vacilante:
¿Cómo fué Salomón sin par creado?

     »Disipará tu duda, en el instante,
pensar en la razón que le moviera,
cuando se dijo Pide, al demandante.

     »Y si aún mi explicación oscura fuera,
verás que, rey, pidió sabiduría,
para ejercer su potestad entera:

     »no por saber la fuerza y la cuantía
de motores del cielo, o si necesse
es contingencia, y si necesse cría.

     »Y no, si est dare primum motum esse,
o si en el semicírculo cabría
un triángulo que recta no tuviese.

     »Esto anota y lo que antes te decía,
y a la regia prudencia que comparo,
que apuntaba, verás, la flecha mía.

     »Y si al Surse levantas ojo claro,
a los reyes verás me he referido,
que, si son muchos, uno bueno es raro.

     »Con esta distinción fija el sentido,
que a tu creencia dará su firme aplomo,
sobre el padre común y el Dios querido.

     »Y esto sirva a tus pies siempre de plomo
para ir con lentitud, como hombre laso,
entre el sí y entre el no, mirando el cómo.

     »Entre los mentecatos, el más baso,
es quien afirma o sin criterio niega
lo mismo un caso, que el contrario caso.

     »Y de este modo la razón se pliega,
con el juicio vulgar a falsa parte,
y el amor propio al intelecto ciega.

     »Y en vano alguno de la orilla parte
a pescar la verdad con que no acierta,
pues vuelve peor, porque le falta el arte.

     »De esto al mundo le dan la prueba cierta,
con Parménides, Briso con Melbiso,
sin encontrar su rumbo en marcha incierta;

     »y Arrio y Sabelio, y todo aquel que quiso,
necio la espalda dar a la Escritura,
haciendo tuerto lo que recto se hizo.

     »Necia es la gente por demás segura
en juzgar, como aquel que el trigo estima
cuando la mies no se halla bien madura.

     »He visto a veces en helado clima,
árbol silvestre en apariencia yerto,
mostrar después las rosas en su cima.

     »Y he visto buque muy veloz y cierto
correr el mar por todo su camino,
y naufragar al fin dentro del puerto.

     »No crean, doña Berta o seor Martino,
si ven a uno robar y a otro ofrecerse,
el fallo penetrar del juez divino;

     »que uno puede salvarse, otro perderse.»




CANTO XIV
 

     Del centro al borde, y desde el borde al centro,
Muévese el agua en el redondo vaso,
según se impulse desde fuera o dentro.

     Así en la mente se produjo el caso,
como lo digo, cuando ya no oyera
al glorioso Tomás, en este paso,

     por la similitud, que proviniera,
de la voz de Beatriz y de aquel santo,
a la que hablar después, así pluguiera:

     «Este ha bien menester en su quebranto,
si no lo dice (pues ni piensa ahora),
que raíz de otra verdad alcance en tanto.

     »Muéstrale si la luz, con que se enflora
vuestra sustancia, en ella inextinguible,
eternamente brillará cual ora;

     »y como, al revestir forma visible,
en el día final, resucitada,
contemplar su fulgor será posible.»

     Cual a veces en danza concertada
se anima la alegría bulliciosa,
con cadencia y con voz más animada,

     así al oír esta oración piadosa,
la alegría en las almas se acreciera,
girando al son de nota melodiosa.

     Quien se lamenta porque acá se muera,
para vivir arriba, no concibe
cómo la eterna lluvia refrigera.

     El Uno, el Dos y el Tres, que siempre vive,
y reina siempre en Tres, en Dos y en Uno
no circunscrito, y todo circunscribe,

     ensalzó por tres veces, cada uno
de los seres, con tanta melodía,
que a gran virtud, sería justo muno.

     Y escuché que la luz de mayor día
del círculo menor, con voz modesta,
tal vez cual la del ángel de María,

     responder: «Cuanto dure la gran fiesta
del paraíso, en nuestro amor ardiente,
tendremos esa luz por sobrevesta.

     »Su claridad nace de amor ferviente;
su ardor de la visión; y aquélla es tanta,
cuanta es la gracia que la gracia aumente.

     »Cuando otra carne más gloriosa y santa
revista nueva vez nuestra persona,
más grata y más completa en gloria tanta.

     »será porque se acrece lo que dona
el Sumo Bien, que en esta luz nos tiene,
gratuita luz que al Bien se acondiciona;

     »pues que crecer a la visión conviene,
y crecer el ardor que aquélla inflama,
y en el ardor crecer que de ella viene;

     »más cual carbón que lanza viva llama,
y que lo envuelve en viva incandescencia,
y conserva su forma entre la flama,

     »así el fulgor que envuelve nuestra esencia,
nuestra carne, hoy en tierra sepultada,
mostrará en luminosa transparencia.

     »Su intensa luz parecerá atenuada
a los sentidos de la carne inciertos,
y con su vista el alma deleitada.»

     Un Amén, en los célicos conciertos,
me pareció escuchar, cual si anhelasen
de nuevo revestir sus cuerpos muertos.

     Y tal vez no por ellos suplicasen,
sino por padre o madre, o prenda cara,
antes que en llama eterna se abrigasen.

     Entonces vi, con luz brillante y clara,
un resplandor surgir de la primera,
a guisa de horizonte que se aclara.

     Como del día en la hora postrimera,
el cielo al presentar nueva apariencia,
se duda de si es falsa o verdadera,

     así me apareció la nueva esencia
de otras almas, girando centelleante
fuera a la doble gran circunferencia.

     ¡Oh, de Espíritu Santo luz radiante,
en toda su verdad! ¡y cuán candente
venciste mi pupila vacilante!

     ¡Mas Beatriz siempre bella y sonriente
se me mostró y esta visión querida
hoy no podría renovar la mente!

     Aquí la vista fuéme restituída,
y al levantarla vime trasladado,
sólo ella y yo, a esfera más subida.

     Bien percibí que estaba levantado,
por el ardiente brillo de la estrella,
de un rojizo color, no acostumbrado.

     Con todo el corazón y el habla bella,
una en todos, a Dios hice holocausto,
al contemplar la gracia que destella;

     y aun no en mi pecho el sacrificio exhausto,
conocí la eficacia de mi ruego,
que era acogido en su momento fausto;

     entre dos rayos rojos miré luego
aparecer tan grandes resplandores,
que yo exclamé: ¡Oh Helión, he aquí tu fuego!

     Cual blancos astros magnos y menores
tiende de un polo al otro centelleantes,
Galaxia, confundiendo a los doctores,

     los dos rayos de Marte, rutilantes,
forman constelación del sacro signo
que en el círculo trazan sus cuadrantes.

     Aquí mi genio y mi memoria inclino:
en aquella gran cruz flameaba CRISTO,
y ante tan gran modelo, nada es digno.

     Mas quien carga su cruz, y sigue a Cristo,
disculpará que el numen se reprima
al ver en su árbol relumbrar a Cristo.

     De un cuerno al otro y desde el pie a la cima,
se mueven vivas luces, cintilando,
al encontrarse y condensarse encima.

     Así, variadas formas renovando,
en la tierra se ven cambiar de aspecto
los átomos que en grupo van girando,

     en el rayo de luz, que cruza recto
la sombra de la estancia clausurada,
donde el hombre se entrega a sueño quieto.

     Y como giga y arpa bien templada
con muchas cuerdas dan dulce sonido,
bien que la nota siéntase apagada;

     dentro del luminar aparecido
resonaba en la cruz tal melodía,
que arrobaba, sin ser el himno oído.

     Que era en loor yo bien lo percibía,
porque el Risurgi e vinci me llegaba
como al que oye y no entiende una armonía.

     Y todo de tal modo enamoraba,
que en mi vida mortal ninguna cosa
más dulce ni atractiva recordaba.

     Mi palabra es tal vez desamorosa,
si parezco olvidar los ojos bellos
en que el deseo mío se reposa;

     mas si se piensa que esos vivos sellos
cuanto más suben dan más luz infusa,
sin que volviera a contemplar aquéllos,

     de lo que yo me acuso, tendré excusa
al procurar decir lo verdadero,
pues el santo placer no se recusa,

     porque se hace, subiendo, más sincero.




CANTO XV
 

     Benigna voluntad, en que se licua
siempre el amor que rectamente inspira,
como en el mal la voluntad inicua,

     silencio impuso a aquella dulce lira,
aquietando sus cuerdas con la mano
que en el cielo las templa y las estira.

     ¡No había sido mi plegaria en vano,
cuando la rueda de ánimas, atenta,
me brindaba su goce soberano!

     ¡Bien merece el mortal que se lamenta,
corriendo tras de cosa que no dura,
la suerte que en la vida lo atormenta!

     Como en aura serena, quieta y pura,
transcurre una centella pasajera,
agitando la vista, antes segura,

     que una estrella creyérase viajera,
a no ser que en el punto donde asciende
no falta estrella alguna de la esfera;

     así del brazo que a la diestra extiende
hasta el pie de la cruz, corriera un astro
de la constelación que en ella esplende:

     sin desviarse la perla de su rastro,
discurrió por la lista iluminada,
como luz encerrada en alabastro.

     Tal la sombra de Anquises, bien amada
(si hemos de creer a la más alta musa),
corrió hacia el hijo en eliseal morada.

     O sanguis meus! o super infusa
gratia Dei! sicut tibi, cui
bis unquam coeli janüa reclusa!

     Así la lumbre habló, y a ella volví;
y luego hacia Beatriz torné el semblante,
y quedé estupefacto aquí y allí.

     Ardía una sonrisa tan radiante
en sus ojos, que estar me imaginaba
de la gracia en el cielo confinante.

     El alma, cuya lumbre me encantaba,
su oración prosiguió, mas de manera
que no pude entender lo que me hablaba;

     no porque oscuro su lenguaje fuera,
sino por lo sublime del concepto,
que no se alcanza en la mortal esfera.

     Mas cuando el arco del ardiente afecto
desprendió la palabra, que apuntada
y en el blanco acertó de mi intelecto,

     entendí que decía emocionada:
«¡Bendito seas Tú! ¡Tú, Trino y Uno!
¡Que has protegido a mi progenie amada!»

     Y prosiguió: «Cuan largo y grato ayuno,
desde que leo en este libro magno,
inmutable en lo blanco y en lo bruno,

     »has satisfecho al fin, ¡Hijo y hermano!
¡Gracias a la mujer que te ha subido
en su alas al cielo soberano!

     »Tú crees que tu pensar a mí ha venido
por reflexión de Dios, como radiante,
el uno en seis o cinco se halla incluído;

     »por eso no me pides suplicante
que te diga quién soy, cuando gozoso,
aún más que la otra, brillo en este instante.

     »Y es verdad; lo pequeño y lo grandioso
de esta vida se espeja en el espejo
que alumbra el pensamiento vagaroso;

     »pero el sagrado amor, de que no alejo
la vista siempre fija, me asaeta
como dulce anhelar, que da consejo.

     »Ora, en tu voz segura, alegre y quieta,
suene la voluntad, suene el deseo,
que mi respuesta el cielo la decreta.»

     Miro a Beatriz, y en su sonrisa leo,
que sin hablar penetra mi conciencia,
y exclamo, dando vuelo a mi deseo:

     «Dotados al venir, de amor y ciencia,
arte, igualdad suprema y primitiva,
os dió valor igual en su existencia.

     »porque el sol, de sus llamas fuente viva,
os dió calor y luces siempre iguales,
a semejanza de su llama activa;

     »mas querer y saber entre mortales,
por razón que tenéis bien manifiesta,
tienen alas con fuerzas desiguales.

     »Esta desigualdad me ha sido impuesta
como a mortal, y el corazón congracio,
para asistir a la paterna fiesta.

     »¡Y te suplico a ti, vivo topacio,
adorno en esta joya tan preciosa,
dejes mi pecho con tu nombre sacio!»

     »¡Hoja de mi árbol; cuánto tiempo ansiosa
mi alma esperó! Yo tu raíz he sido.»
Así me dijo el alma luminosa.

     Y prosiguió: «Aquel de que ha venido
tu cognación, cien años sin consuelo,
del monte el primo tramo ha recorrido;

     »fué hijo mío, y él fué tu bisabuelo,
y es justo que tú abrevies su fatiga
con meritorias obras en el suelo.

     »Florencia, en muro antiguo que la abriga
donde aún se oye sonar la Tercia y Nona,
vivía en paz, de la modestia amiga.

     »No gastaba collares, ni corona,
ni sus damas, calzados ni cintura
que brillasen aun más que la persona.

     »Aun era para el padre una ventura
una hija tener, porque venía
con los años la dote en su mesura.

     »La casa de hijos no se vió vacía,
ni pudo Sardanápalo mostrarle
el lujo que en sus cámaras cabría.

     »No pudo a Montemal sobrepujarle
Ucalatayo, que, como ha vencido
para subir, bajar ha de costarle.

     »He visto a Belinchón andar ceñido
de cuerpo y hueso, y asomar su esposa
al espejo con rostro no teñido.

     »Y a los Vequios y Nerli ser preciosa
una piel, de bordados no cubierta,
y a su consorte rueca laboriosa.

     »Felices, cada cual tenía cierta
la tierra de su tumba, y aun ninguna,
su cama, por la Francia halló desierta.

     »Una velaba al lado de la cuna
consolando a los niños en su idioma,
que a padre y madre en un amor aúna:

     »la otra, los hilos de su rueca toma,
haciendo a la familia algún relato
del Troyano, de Fiésola o de Roma,

     »Era entonces hallar, tan insensato,
una Cangüela, un Lapo Saltarelo,
cual hoy una Cornelia, un Cincinato.

     »En tal quietud, de la virtud modelo,
y en tal ciudad del cielo bendecida,
me hizo María huésped de su suelo,

     »por tierno grito maternal movida,
y en vuestra antigua pila bendecido,
nací a la vez cristiano y Cachagüida.

     »Mis hermanos, Morón y Elíseo han sido;
mi mujer vino a mí del Val de Pado,
y de esta fuente viene tu apellido.

     »Serví bajo el imperio de Conrado
y caballero fuí de su milicia,
y por mi bien obrar gané su agrado.

     »Seguílo a combatir a la malicia
del impío, que usurpa torpemente,
por culpa del Pastor, vuestra justicia.

     »Y fuí por mano de tan torpe gente
desatado de mundo tan falaz,
cuyo amor es de vicios la simiente,

     »y vine del martirio a santa paz.»




CANTO XVI
 

     ¡Oh, nobleza de sangre con pobreza;
que de ti se gloríe tanta gente
en la tierra tan llena de flaqueza,

     ya no me maravilla ciertamente;
que allá do el apetito se modera,
en el cielo, llenaste tú mi mente!

     Bien sé que tú eres capa pasajera,
que si no se remienda cada día
la cercena del tiempo la tijera.

     Con el Vos, que era en Roma primacía,
aunque no siempre fuera acostumbrado,
recomencé con la palabra mía;

     y Beatriz, que se estaba a mi costado,
reía como aquella que tosiera
de Ginebra al galán enamorado.

     «Vos sois mi padre», así yo prosiguiera.
«Vos prestáis a mi labio la energía;
vos me eleváis a más sublime esfera.

     »Por tantos ríos corre la alegría,
en mi mente, que goza en la leticia
de poder contenerla el alma mía;

     »habladme, pues, oh vos, cara primicia,
de vuestros padres, y de aquellos años
que señalaron la primer puericia.

     »Decidme cuáles eran los rebaños,
entonces de San Juan, y entre la gente
la digna de ocupar estos escaños.»

     Como el carbón en llamas más ardiente
hacen los vientos, vi la luz aquella
por mi amor esplender más vivamente;

     y a mis ojos mostrándose más bella,
me habló con voz más dulce y más süave,
no en el moderno hablar que el labio sella:

     «Desde aquel día en que se dijo el AVE,
al parto, en que mi madre, mujer santa,
se alivió con mi ser, del peso grave,

     »Marte quinientas veces se adelanta
con más ochenta y tres en su carrera,
a encenderse del León bajo la planta.

     »De mi familia el sitio en que naciera
en Florencia precede al postrer sexto,
meta en la fiesta anual de la carrera.

     »Baste de mis mayores decir esto;
quiénes fueran, de dónde procedieran,
más callar que el decirlo creo honesto.

     »Los que entonces llevar armas pudieran
entre el puente de Marte y el Bautista,
un quinto de los de hoy acaso fueran.

     »Mas la ciudadanía, que ora es mixta,
con Figuinos, Certaldos y Campeanos,
era genuina en el más bajo artista.

     »Más valiera tenerlos más lejanos
a esos hombres y haber por colindantes
los pueblos de Galluzzo y de Trepianos,

     »que sufrir los olores repugnantes
de los villanos de Aguillón y Signa,
en materia de estafa penetrantes.

     »Si en gente cada día menos digna,
César, en vez de hallar una madrastra,
tuviera madre con amor, benigna,

     »florentinos que mercan en subasta,
hubieran retornado a Semifontes
do mendigó el abuelo de su casta.

     »Montemurlo sería de sus contes;
estarían los Cerquios en su Ancona,
y en Valgreba quizás los Buendalmontes;

     »que a fuerza de mezclar tanta persona,
las ciudades se ven indigestadas,
como el cuerpo que sebos amontona.

     »Cae más pronto que ovejas encegadas
el toro ciego, que una espada, una,
corta a veces mejor que cinco espadas.

     »Si ves, cómo Urbisaglia y cómo Luna
se han ido, y cómo yace en decadencia
de Sinigaglia y Chiusi la fortuna,

     »no te admire mirar, en consecuencia,
de las familias la mudable suerte,
si hay ciudades que acaban su existencia.

     »Todas las cosas vuestras llevan muerte,
y si hay entre ellas más durable alguna
vuestra vida es muy corta, y no lo advierte.

     »Como bajo el influjo de la luna
el mar cubre la playa o se retira,
así a Florencia trata la fortuna;

     »y por eso no es cosa que se admira
lo que diré de excelsos florencianos,
cuya escondida fama nadie mira.

     »Vi a los Hugos, yo vi los Catalanos,
Filipis, Crecio, Ormanes y Alverigios,
en decadencia, ilustres ciudadanos;

     »y ancianos vi rodeados de prestigios,
junto con los Sannella a los del Arca,
y Ardisgos, Soldanieris y Bostigios.

     »Cabe a la puerta, que al presente abarca
de nueva felonía tanto peso,
que hará muy pronto naufragar la barca,

     »los Raviñani vi, que carne y hueso
dieron al conde Guido, y los que el nombre
del alto Belinchón llevan impreso;

     »Pressa ganaba en el gobierno, agnombre,
y doraba su espada Galigayo
en su pomo grabando su renombre.

     »Grande era la columna ya del Vayo:
Saquios, Yoquis, Fifantis y Berucios,
los Galli y los que afrenta hoy el estayo.

     »La cepa que dió origen a Calfucios
era grande también, y se sentaban
en las curules Sizios y Arrigucios.

     »¡Oh, cuán nobles entonces se mostraban
los hoy caídos, con las bolas de oro
que a Florencia con glorias enfloraban!

     »Esto hacían los padres con decoro,
mientras los hijos en la iglesia vaca,
van a buscar engorde en su tesoro.

     »La raza que hoy como dragón ataca
al fugitivo, y a quien muestra el diente
o la bolsa, cordero se le aplaca,

     »ya subía, salida de ruin gente;
tal que no plugo al Ubertín Donato
se la diera su suegro por pariente.

     »Camposacco vivía en el Mercato,
de Fiésola venido, y ya se viera
buen ciudadano a Juda y a Infangato.

     »Y diré, cosa increíble y verdadera:
por breve puerta a la ciudad se entraba,
a que daban su nombre los de Pera.

     »Todo aquel que la enseña levantaba,
del gran Barón de alto renombre regio,
de Tomás en la fiesta tremolaba:

     »de aquí, de su milicia el privilegio;
bien que después al pueblo se reunían
los que han dorado su blasón egregio.

     »Gualderios, Importunis, ya existían,
y sin tanto vecino que le ha entrado,
aun los del Burgo quietos estarían.

     »La casa que tus males ha causado,
por el justo rencor que se ha encendido,
y vuestra paz por siempre ha desterrado,

     »gozaba de un honor bien merecido.
¡Oh, Buendalmonte! ¡Cuánto mal trajiste
desdeñando el consorcio apetecido!

     »¡Feliz aun fuera mucha gente triste,
si Dios te hubiera sumergido en Ema
la primer vez que a la ciudad viniste!

     »Pero faltaba a su marmóreo emblema,
que de Florencia guarda el viejo puente,
víctima hacerla de su paz postrema.

     »Con los nombrados y otra mucha gente
vide a Florencia en plácido reposo,
sin motivos de llanto, felizmente;

     »y con ellos al pueblo, que glorioso,
y justo, enarbolaba blanco lirio,
que, invertido cual símbolo oprobioso,

     »trocó en rojo la guerra en su delirio.»




CANTO XVII
 

     Como acudió a Climene a cerciorarse,
Faetón, de lo que en contra había oído,
y que aun hace a los padres cautelarse,

     tal me encontré, y así fuí comprendido
por mi Beatriz y por la eterna lumbre
que para hablarme habíase movido.

     Ella me dijo: «Que el deseo alumbre
tu mente, y a la llama dé salida,
en que la interna estampa se vislumbre.

     »Lo que puedes decir, cosa es sabida;
pero di la gran sed que a ti te afana
para ofrecer a tu alma la bebida.»

     «¡Cara planta, que te alzas soberana!
cual en triángulo ven humanas mentes,
dos obtusos incluir, es cosa vana,

     »tú ves claro las cosas contingentes,
antes de ser en sí, mirando al punto
que los tiempos sin fin tiene presentes.

     »Mientras que estuve de Virgilio junto,
en el monte en que el ánima se cura,
y al descender al ámbito difunto,

     »me anunciaron en mal, suerte futura;
bien que con resistencia yo me siento
cubo de piedra a golpes de ventura;

     »pero tendría mi ánimo contento
si preveyese la fortuna mía,
que dardo que se ve, viene más lento.»

     Así a la luz que antes me hablara pía
díjele, confesando humildemente
mi sentir, cual Beatriz me lo pedía.

     No con ambages, que a insensata gente,
enviscaba, cuando aun no redimiera
el cordero de Dios al inocente,

     sino con lengua clara y verdadera
me repuso la luz, de amor paterno
irradiando sonrisa placentera.

     «Contingencia, que fuera del cuaderno
de la materia humana se desprende,
pintada tiene el ojo del Eterno;

     »pero su acción sobre ella no se extiende,
cual no altera la vista en que se espeja
nave en corriente que veloz desciende:

     »de aquí que, como hiere vuestra oreja
del órgano la música, he sentido
el destino que el tiempo te apareja.

     »Como salió de Atenas compelido
por su madrastra el hijo de Teseo,
de Florencia saldrás entristecido.

     »Lo que se busca y quiere, claro veo,
y pronto ha de lograrlo quien lo piensa
donde a Cristo se merca en regateo.

     »La culpa seguirá la parte ofensa,
a gritos; mas del cielo la venganza
testigo de verdad será en defensa.

     »Tú dejarás cuanto el amor alcanza,
que es éste el primer dardo envenenado
que el arco del destierro en pos nos lanza.

     »Probarás el ajeno pan salado,
y el subir y bajar cuanto es penoso
ajenas escaleras desterrado.

     »Y el peso a tus espaldas más gravoso
será la imbécil, la malvada gente
que te caiga en el valle doloroso.

     »Tan ingrata será como inclemente,
en tu contra; mas pronto y así mismo,
ella, no tú, tendrá roja la frente.

     »Su proceder será de su cinismo
prueba y sentencia, cuando a ti levanta
haberte hecho un partido por ti mismo.

     »Tu refugio primero en pena tanta
el afecto será del gran lombardo
que porta sobre Escala el ave santa.

     »Y será tan benigno su resguardo
que a la inversa del uso, tu pedido
al favor otorgado, será tardo.

     »Con él verás a un príncipe nacido
bajo el influjo de marcial estrella,
que será por sus hechos aplaudido.

     »Su nombre entre las gentes no descuella,
pues nueve años no cuenta todavía,
que en las esferas su destino sella.

     »Antes que el Gasco enrede en su falsía
al gran Enrique, despreciando el oro
mostrará su valor y gallardía.

     »Grande en magnificencia y en decoro,
sus enemigos le serán propicios,
y sus lenguas, de aplauso serán coro.

     »El te dispensará sus beneficios:
por él, los ricos y la hoy pobre gente
cambiarán condición por sus auspicios.

     »Y esto de él además guarda en tu mente;
mas no lo digas...», y me habló de cosas
no creíbles, aun vistas de presente;

     agregando: «Hijo mío, he ahí las glosas
de lo anunciado a ti, con las insidias
que te ocultan las horas tenebrosas.

     »Deja a tus compatriotas su envidias,
que será tu existencia prolongada
hasta ver castigadas sus perfidias.»

     Calló el ánima santa, reposada,
luego que hubo tejido la gran tela
cuya urdimbre por mí fué preparada.

     Y yo empecé, como hombre a quien desvela
la duda, y se aconseja de persona
que mira y ama, y que escuchar anhela:

     «Veo, ¡oh, padre!, que el tiempo me espolona
y viene contra mí su golpe a darme,
que es más grave al que débil se abandona.

     »Y así, de previsión es bien que me arme,
por si el suelo natal pierdo, mi canto
de otros suelos no llegue a desterrarme.

     »Allá en el mundo del eterno llanto,
y por el monte a cuya excelsa altura
me alzó la vista de la que amo tanto,

     »y en los cielos, de lumbre en lumbre pura,
aprendí muchas cosas que atestiguo,
con sabor, para muchos, de amargura;

     »y si con la verdad me muestro exiguo,
temo puedan juzgarme sin decoro
los que a este tiempo llamarán antiguo.»

     La luz que revestía mi tesoro,
sonreía más bella y más corrusca,
como un rayo de sol se espeja en oro.

     Y repuso: «Conciencia que se ofusca
por vergüenza que en otros o en sí mira,
has de golpear con tu palabra brusca.

     »¡No importa!, y apartando la mentira,
tu visión por entero manifiesta
y a otros deja rascar sarna con ira.

     »Tu palabra, al principio, harto molesta
al paladar sabrá; mas nutrimiento
sano y vital será cuando digesta.

     »Tu voz tendrá la fuerza del gran viento
que sacude las cimas empinadas,
y esto dará a tu honor más valimiento.

     »Para eso, en estas ruedas estrelladas,
y en el monte y el valle doloroso,
te han mostrado las almas elevadas.

     »Que el ánimo de aquel que espera ansioso,
no fía en el ejemplo que se esconda
en origen oscuro o sospechoso,

     «y que a su íntimo anhelo no responda.»




CANTO XVIII
 

     En silencio gozaba de su Verbo
aquella alma bendita, y yo gustaba
templando en mí lo dulce con lo acerbo;

     y la mujer que a Dios me encaminaba,
me dijo: «Reconcentra el pensamiento
ante Aquel que las culpas desagrava.»

     Volvíme al son del amoroso acento,
y el santo amor que en su mirar veía,
abandono decirlo al sentimiento;

     no es que no fíe en la palabra mía,
sino porque expresar no puede en mente
lo que me pesa, si otro no la guía.

     Y podría decir tan solamente
que, contemplándola, mi ardiente afecto
libre de otro deseo al fin se siente.

     Mientras gozaba del placer directo
de lo eterno en Beatriz, su bello viso
gozar me hacía del segundo aspecto,

     venciéndome con luminoso hechizo;
y ella me dijo: «vuélvete y atiende,
que mis ojos no son el paraíso.»

     Cual suele suceder que se trasciende
el afecto en la vista, cuando es tanto
que por todo el espíritu se extiende,

     así en las luces de aquel fuego santo,
que contemplaba, conocí el anhelo
de aleccionarme todavía un cuanto;

     y a decirme empezó: «Del quinto cielo,
el árbol que se nutre de su cima,
siempre con frutos con su verde velo

     »los celestes espíritus anima,
que antes de acá venir tuvieron fama,
y las musas cantaron con estima.

     »Los brazos de la cruz mira y su llama,
que al nombrar a cada uno, diseñarse
verás, como la nube que se inflama.»

     Al nombrar a Josué, desarrollarse
en la cruz resplandor súbito veo,
que un acto fué nombrarlo y él mostrarse.

     Y al nombre del insigne Macabeo,
otro vi, sobre sí mismo girando,
peonza que el goce bate en su volteo.

     Así de Carlomagno y de Rolando
el resplandor siguió mi vista atenta
cual cazador, halcón que va volando.

     Tras Guillermo, Reinaldo se presenta,
y el grande Godofredo ante mi vista
con Roberto Guiscardo allí se cuenta.

     Al fin movida con las luces mixtas,
mostróme el alma que me había hablado,
que era, en el canto, celestial artista.

     Volvíme entonces hacia el diestro lado
por ver lo que Beatriz me prevenía,
con signos o en palabras expresado;

     y en sus ojos tan pura luz ardía,
tan llena de placer, que su semblanza
sus otros resplandores excedía.

     Y como el hombre que más dicha alcanza
obrando el bien, cuando de día en día
en el camino de virtud avanza,

     yo advertí que mi vuelo se extendía
en el arco del cielo dilatado,
y que el milagro más se embellecía.

     Y así, como en semblante sonrojado
de blanca virgen, su color perdido
pronto retorna a su primer estado,

     pasé de pronto al cielo emblanquecido
del sexto cielo, en cándidos albores,
que en su seno me había recibido.

     Vi la estrella Jovial con sus fulgores,
irradiando el amor que reverbera,
palabras nuestras dar en resplandores.

     Cual aves que, de un río en la ribera,
congratulándose de sus pasturas,
forman cercos o vuelan en hilera,

     así en su luz las célicas criaturas
voltijeando cantaban y formaban
de D, de I y de L las figuras.

     Primero, al son de su cantar volaban;
luego, al trazar sus signos esplendentes,
detenían el vuelo y se callaban.

     ¡Diva pegásea que a mortales mentes
llenas de gloria eterna, y la existencia
haces durar, los reinos y las gentes,

     que tu luz ilumine mi conciencia,
al descifrar tus letras inmortales,
y que muestren mis versos tu potencia!

     Trazando consonantes y vocales,
por cinco veces siete, sus letreros
brillaban en las luces celestiales:

     Diligite justitiam, los primeros,
con el nombre y el verbo bien distinto:
qui judicatis terram, los postreros.

     Después, en la M del vocablo quinto,
se ordenaban, y a Jove convertían
en argentino globo de oro cinto.

     Y hacia lo alto de la M descendían
otras luces, que al tiempo de posarse
cantaban, creo, al bien en que venían.

     Después, cual dos tizones al chocarse
dan origen a súbito chispeo,
en que suelen los necios augurarse,

     mil luces resurgir en torno veo,
una más densa y otra más somera,
según el sol la enciende en su sorteo.

     Y quieta en su lugar cada lumbrera,
de aquel foco de luz ha renacido
testa y cuello de un águila altanera.

     Quien la trazara, guía no ha tenido;
él es su guía, que la vida alienta,
con la propia virtud que forma el nido.

     La otra legión de luces, que contenta
cual corona de la M se mostrara,
al moverse la imagen complementa.

     ¡Oh, dulce estrella, cuánta piedra rara
me mostró, que del mundo la justicia,
es efecto que el cielo nos depara!

     Y así ruego a la mente que se inicia
tu fuerza y tu virtud, que el humo impuro
vea en el fuego que tu rayo vicia.

     Y su brazo otra vez fustigue duro
al que compra y que vende dentro al templo,
que señaló con el martirio el muro.

     ¡Oh, milicia celeste que contemplo!
¡Ruega por los que se hallan en la tierra
descaminados por el mal ejemplo!

     Con espadas se hacía antes la guerra;
ora se hace, de aquí, de allá quitando
el pan que el Padre bueno da a la tierra.

     Tú, que escribes tan sólo cancelando,
piensa que Pedro y Pablo han perecido,
y aun viven, por la vid que estás guastando.

     Mas tú dirás: Mi amor tan grande ha sido,
al solitario cuya efigie entablo,
y al martirio una danza ha conducido,

     que no conozco al Pescador ni a Pablo.




CANTO XIX
 

     Ante mí, con las alas desplegadas
la bella imagen vi, que tracendía
el goce de las almas concentradas.

     Un rubí cada cual me parecía,
por los rayos del sol tan encendido
que en mis ojos lucientes refringía.

     Lo que debo trazar, nunca lo ha sido
por voz alguna, ni estampar tentado,
ni fué por fantasía comprendido;

     que vi, y oí al pico, que animado
en sus voces sonaba el Yo y el Mío,
y el Nos y Nuestro era el concepto dado.

     Y comenzó: «Por ser tan justo y pío,
exaltado me veo en esta gloria,
que de todo deseo vence el brío.

     »En la tierra he dejado una memoria,
que bien que aplauda la malvada gente,
no sigue las lecciones de mi historia.»

     Como de muchas brasas solamente
brota un solo calor, de mil amores,
brotaba un son de imagen esplendente.

     Y así yo proseguí: «Perpetuas flores
de la eterna leticia, que por uno
juntas me hacéis sentir vuestros olores,

     »poned fin, respirando, al grande ayuno
que largo tiempo padecí en el suelo,
sin hallar para mi alma pasto alguno.

     »Sé bien que la justicia es luz del cielo,
que si se muestra en el divino espejo,
no veis vosotros al través de un velo.

     »Sabéis que atentamente me aparejo,
a escucharos, sabiendo que he dudado;
duda que, en tanto ayuno, me hizo viejo.»

     Como halcón del capillo libertado
aletea, moviendo la cabeza,
galano al emprender su vuelo osado,

     así aquel signo ostenta su belleza,
en la divina gracia entretejido,
con un canto que allí sólo embelesa;

     me habló: «Quien a compás tiene medido
el extremo del mundo, y en su esfera
lo visible y lo oculto ha comprendido,

     »no imprimió su potencia de manera,
en todo el universo, que su Verbo
del todo lo infinito comprendiera;

     »y esto se muestra en el primer superbo,
suma de perfección de la criatura,
por no esperar la luz, cayendo acerbo;

     »y es natural que la ínfima natura
no pueda con los bienes ser colmada,
de lo que es infinito en su mesura.

     »Por eso vuestra ciencia limitada,
débil reflejo de su grande mente,
en sus creaciones con amor mostrada,

     »no sea por natura tan potente
que su principio intrínseco discierna
más allá del principio proveniente.

     »Por eso, en la justicia sempiterna.
sólo alcanza la vista en vuestro mundo
lo que ojo humano que en la mar se interna,

     »que en su orilla no llega a lo profundo,
sin penetrar del piélago en el seno,
porque oculta su ser en lo más fundo.

     »Sólo da luz el resplandor sereno,
que no se enturbia; lo demás es niebla,
o sombra de la carne, o su veneno.

     »Bastante he disipado la tiniebla
que te escondía la justicia viva
con esa duda que tu mente puebla.

     »Decías: Nace un hombre allá en la riba
del Indus, sin que nadie en sus regiones
ni hable de Cristo ni su nombre escriba.

     »Tan bueno en sus deseos y razones
cuanto puede pedirlo el humanismo,
vive puro, en palabras y en acciones.

     »Muere sin fe, muriendo sin bautismo;
¿dónde está la justicia que condena?
¿cuál su culpa si no creyó asimismo?

     »¿Quién eres tú que como juez ordena
y a millones de leguas ver pretende,
cuando tu propio palmo ves con pena?

     »Al que por sutileza bien no entiende,
no es maravilla turben dudas tales,
si en la santa Escritura no lo aprende.

     »¡Pobres mentes! ¡Terrestres animales!
La prima voluntad, de esencia buena,
sin mudanza, da bienes celestiales.

     »Todo lo justo con su ser consuena;
ningún creado bien a sí la tira;
mas alla irradia el bien que todo ordena.»

     Como en su nido la cigüeña gira,
después que a sus polluelos alimenta,
y su prole la mira y la remira,

     al levantar mis ojos, tal se ostenta
la imagen cuyas alas celestiales
agita al pensamiento que la alienta.

     Y cantando circula y dice: «Cuales
son mis voces que tu ánimo no entiende,
tal es el juicio eterno a los mortales.»

     Quietas las luces que la luz enciende
del Espíritu santo, en el emblema
que el respeto de Roma al mundo extiende,

     prosigue: «Nunca a esta región suprema
subió ninguno sin creer en CRISTO,
vivo o clavado en la cruz postrema;

     »pero muchos que gritan ¡CRISTO! ¡CRISTO!;
en el juicio final, aun menos prope
de él estarán, que el que negara a CRISTO.

     »A esos cristianos damnará el Etiope,
cuando las almas formen dos colegios,
el uno siempre rico, el otro inope.

     »¿Qué no dirán de vuestros guías regios
los pérsicos, al ver el libro abierto
que atestigüe sus propios sacrilegios?

     »Allí la culpa se leerá de Alberto,
consignada por pluma que condena,
que del reino de Praga hará un desierto.

     »Y se verá el dolor, del que en el Sena
por moneda de ley falsificada,
diente de jabalí sufrir en pena.

     »Veráse la soberbia no saciada
que a ingleses y a escoceses, en su furia,
hizo salvar su meta limitada.

     »Veráse la molicie y la lujuria
del rey de España, y del Bohemio indigno,
cobarde rey, que su blasón injuria.

     »Y al cojo de Sión, juicio condigno,
con un uno marcar su buena vida,
y sus mil vicios de M con el signo.

     »Veráse la avaricia envilecida
del que en la isla del Etna tiene asiento,
donde Anquises finó su larga vida.

     »Y por mostrar su poco valimento,
su registro, con letras mutiladas,
será de gran maldad breve comento.

     »Y veránse las obras condenadas
con que han dejado, el tío, y el hermano,
su estirpe y dos coronas deshonradas.

     »Y también rey noruego y lusitano,
como el duque de Racia, han de informarse,
que el cuño adulteró del Veneciano.

     »Fuera Hungría feliz si maltratarse
no se dejara más; y si Navarra
con la montaña que la ciñe armarse.

     »Y es de liberación segura el arra
que se quejan Nicosia y Famagosta
de la bestia feroz y de su garra,

     »que de las otras bestias más se acosta.»




CANTO XX
 

     Cuando el astro que al mundo todo alumbra,
del hemisferio nuestro ya desciende,
y se consume el día en su penumbra,

     el cielo, que antes él tan sólo enciende,
aparece alumbrado de repente
por muchas luces, en la que una esplende.

     Este aspecto del sol vino a mi mente,
cuando el signo del mundo y de sus Duces,
quedó en silencio el pico reverente.

     ¿Por qué todas aquellas vivas luces,
más brillantes, estallan en un canto
que tú, memoria mía, no produces?

     ¡Oh, dulce amor, de sonriente manto!
¡Cuál ardían tus chispas inmortales,
que anima un solo pensamiento santo!

     Cuando las bellas gemas celestiales
de que la sexta luz está incrustada
apagaron sus sones divinales,

     de un río de corriente despeñada,
claro el rumor, me pareció que oía,
indicando su fuente bien colmada.

     Si en cítara se forma la armonía
por el mango, y así como de fuera
en la zampoña el viento se la envía,

     tal, sin tardanza, respondió a mi espera
el rumor, como en flauta perforada,
que del cuello del águila subiera,

     dando el pico su voz articulada,
en forma de palabra, que elocuente
en mi pecho escribí, do está guardada:

     «La parte que en mí ves, que en sol ardiente
fija águila mortal», así empezara,
«importa que ahora mires fijamente.

     »De los fuegos que asoman en mi cara,
y en ojo y testa como luz cintila,
es de todas las luces la preclara.

     »La que luce en el medio por pupila
fué el cantor del Espíritu más santo,
que el Arca en triunfo transportó tranquila.

     »Ora el valor conoce de su canto,
en cuanto su obra su intención refleja,
cual fué remunerado en otro tanto.

     »De cinco, que son arco de mi ceja,
la que al pico cercana es manifiesta,
la viuda consoló, que el hijo deja.

     »Ora conoce cuanto y cuanto cuesta
al Cristo no seguir, con la experiencia
de aquella dulce vida y de la opuesta.

     »El que sigue en igual circunsferencia,
que en mis ojos describe arco superno,
su muerte retardó, con penitencia.

     »Ora sabe que el juicio del Eterno
no se trasmuta, aunque el ferviente ruego
postergue abajo su decreto eterno.

     »Conmigo y con las leyes, viene luego
quien con buena intención mal fruto ha dado,
cuando, al pastor dejando, se hizo griego.

     »Hoy conoce que el mal que se ha imputado
al bien que procuró, no le es nocivo.
aunque por él el mundo esté arruinado.

     »El que miras del arco en el declivo,
Guillermo fué, cuyo país lo llora,
y lloran Carlo y Federico vivo.

     »Hoy reconoce cómo se enamora
el cielo del buen rey y su semblante
tiñe con el fulgor que lo colora.

     »¿Quién pensaría en vuestro mundo errante
que el troyano Rifeo, en lo redondo
de mi ojo, quinta luz fuese brillante?

     »Ora conoce lo que el mundo, en lo hondo,
pueda alcanzar de la divina gracia,
bien que su vista aun no discierna el fondo.»

     Tal como alondra que su vuelo espacia,
canta primero, y satisfecha cesa
con el final gorjeo, que la sacia;

     me pareció la imagen ver impresa
del eterno placer, que rectamente
las cosas cuales son las endereza.

     Bien que fuese mi duda transparente,
cual un color el vidrio manifiesta,
sin poder enfrenar labio impaciente

     de mi boca salió: «¿Qué cosa es ésta?»,
cual cediendo a la fuerza de aquel peso;
y vi relampaguear, con luz de fiesta,

     aquel ojo, encendido en nuevo acceso;
y respondióme el signo bendecido,
un término poniendo a mi embeleso:

     «Veo que cuanto he dicho lo has creído,
porque lo digo, sin saber consciente,
y así lo que tú crees te está escondido.

     »Haces como el que el nombre fácilmente
de algo aprende, mas no su cualidad,
si otro no se la explica sabiamente.

     »Regnum coelorum fuerza a la piedad
de ardiente amor y vívida esperanza,
venciendo la divina voluntad;

     »no del hombre soberbio a semejanza:
véncela, porque así quiere ser vinta,
y vinta vende en bienaventuranza.

     »Te asombra ver la luz primera y quinta
en mi ceja, cual signo venerado
que en la región angélica se pinta.

     »No de paganos cuerpos han volado,
sino cristianos, y de fe creyente,
una al futuro, otra al de pies clavado.

     »Una, desde el infierno, cual viviente,
tornó a sus huesos; nunca vista gracia,
premio acordado a la esperanza ardiente:

     »esperanza tan viva en su eficacia,
que por Dios su plegaria fué atendida,
moviéndolo a piedad su pertinacia;

     »el ánima gloriosa, revertida
a su carne, que poco la guardara,
en El creyó, buscando su acogida;

     »y creyendo, tal fuego la inflamara
de santo amor, que en su segunda vida
mereció que en los cielos se gozara.

     »La otra, en gracia de linfa bendecida,
que brota en fuente que humanal criatura
saber no puede donde fué nacida,

     »todo su amor dió a la justicia pura,
y Dios, de gracia en gracia, así le abriera
la vista a santa redención futura;

     »y al creer en ella, desde entonces fuera,
a su piedad, hediondo el paganismo,
y el vicio reprobó justa y severa;

     »y fueron bautizadas asimismo
las tres que viste al canto de la rueda,
más de mil años antes del bautismo.

     »¡Oh predestinación! ¡Cuán lejos queda
tu raíz del que busca tu secreto,
que la prima razón in totum, veda!

     »¡Y tú, débil mortal, sé circunspecto
al juzgar, pues nosotros, que a Dios vemos,
no conocemos todo el ser electo!

     »Y este ignorar por dulce lo tenemos,
pues nuestro bien con este bien se afina,
y lo que quiere Dios, también queremos.»

     Y fué así como el águila divina,
aclaró con su luz mi corta vista
y me brindó la suave medicina.

     Y como a buen cantor buen citarista
bien acompaña con vibrante cuerda,
en que mayor placer el canto aquista,

     así cuanto escuché se me recuerda
que yo vi las dos luces benedictas,
tal como el parpadeo se concuerda,

     mover con la palabra sus flamitas.




CANTO XXI
 

     Volví a fijar mi vista en el semblante
de mi Beatriz, y mi alma toda entera
llenaba su atractivo dominante.

     No sonreía, y dijo: «Si sonriera,
en cenizas tu ser convertiría,
como a Semele incauta sucediera.

     »Por esta escala, la belleza mía
en el palacio eterno más esplende,
como lo has visto cuanto más subía;

     »tanto que, a no templarla, más se enciende,
y tu mortal potencia, a sus fulgores,
sería rama que centella prende.

     »A los séptimos y altos esplendores
subimos en junción del León ardiente,
cuya virtud, abajo, templa ardores;

     »pon el alma en tus ojos; que tu mente
espejo sea al ver a la figura
que en ese espejo mirarás patente.»

     Quien supiese cuál era la pastura
que daba a mi ojo, con su aspecto beato,
al tener que admirar otra ventura,

     comprendería cuánto me era grato,
al compensar aquel placer divino,
obedecer del guía su mandato.

     Dentro al globo, que gira, cristalino,
con el nombre del padre venerando
que en la tierra mató germen maligno,

     de áureo color sus luces irradiando,
una escalera vi, tan prolongada
que íbase para mí en lo alto borrando.

     Y miré descender de grada en grada
tanto esplendor, como si aquella lumbre
fuese la luz del cielo concentrada.

     Tal como las cornejas, por costumbre,
al calentar sus alas ateridas,
cuando del sol asoma la vislumbre,

     vuelan, en varia dirección movidas,
juntas volviendo al sitio acostumbrado,
y otras por los espacios van perdidas,

     del mismo modo el resplandor sagrado
de aquellas luces vino unidamente,
hasta que se fijara en cierto grado.

     La más cercana a mí, tan reluciente
se puso que yo dije en mí, pensando:
Bien veo el grande amor que por mí siente.

     Mas como la que indica el cómo y cuándo,
del hablar y callar, se estuvo quieta,
venciendo mi deseo, no demando.

     Ella, benigna, ve mi ansia secreta,
en Aquel de que toda luz procede,
y dijo: «Tu deseo ardiente aquieta.»

     Y comencé: «¡Bien sé que sólo puede
mi pobre merecer ser atendido
por la que la pregunta me concede!

     »¡Oh, espíritu que te hallas escondido
en tu leticia! Di: ¿qué simpatía
tan cerca de mi lado te ha traído?

     »¿Y por qué calla aquí la sinfonía
del concierto eternal del paraíso,
que otras esferas llena de armonía?»

     «Es tu oído mortal como tu viso»,
repuso: «En esta esfera no se canta,
por causa que en Beatriz apaga el riso.

     »Yo desde lo alto de la escala santa
he descendido por hacerte fiesta,
con esta luz celeste que me enmanta,

     »sin que más grande amor me haga más presta;
que tanto y más amor en sí contiene
esa llama que a ti se manifiesta.

     »Mas la alta caridad, que nos retiene
siervas del que los mundos ve y gobierna,
en la suerte que observas nos mantiene.»

     «Bien veo», dije yo, «sacra lucerna,
de cómo el libre amor todo concierte
obedeciendo a providencia eterna;

     »bien que en mi juicio a discernir no acierte
como vienes a mí predestinada
entre las almas de tu propia suerte.»

     Con mi última palabra pronunciada
el foco de la luz giró en su centro,
cual piedra de molino apresurada.

     Después dijo el amor que estaba dentro:
«La luz divina sobre mí gravita,
penetrando en la luz en que me encuentro;

     »y su virtud, que en mi visión palpita,
me eleva tanto sobre mí que veo
la suma esencia, que mi acción concita.

     »De aquí proviene el gozo en que flameo,
porque en mi vista, cuanto más aclara,
mayor fulgor de caridad poseo.

     »Pero del cielo el alma más preclara,
el serafín que está junto a Dios mismo,
a tu pregunta nada contestara.

     »La respuesta se oculta en el abismo
del eterno estatuto, tan profundo
que su fondo no alcanza el humanismo.

     »Y esto dirás al retornar al mundo,
a fin que el ser humano no presuma
mover su pie del cielo en lo más fundo.

     »La mente, que aquí es luz, abajo es bruma.
¿Qué extraño que el mortal sea impotente
a comprender lo que es de esencia suma?»

     Ante esta prescripción tan imponente,
prescindiendo de inútiles cuestiones,
le pregunté quién era, humildemente.

     «Entre playas de Italia, dos peñones
se levantan, no lejos de tu patria,
do el trueno suena abajo sus crestones,

     »formando giba, que se llama Catria:
consagrada, a su pie se halla una ermita,
que de culto de Dios tan sólo es latria.»

     Así recomenzó la luz bendita,
prosiguiendo después: «Con fervor vivo
allí a Dios entregué mi alma contrita.

     »Mi alimento fué el jugo del olivo,
feliz pasando del calor al hielo,
entregado al placer contemplativo.

     »Abundante cosecha daba el cielo
a ese lugar, que hoy es un yermo vano,
y que en un tiempo fuera fértil suelo.

     »En aquel sitio fuí Pedro Damiano,
y Pedro Pecador, viví en la casa
de la Virgen, a orillas del Adriano.

     »Mi existencia mortal era ya escasa,
cuando cubierto fuí con el capelo
que hoy de malos a peores se traspasa.

     »Vienen, Cefas y el vaso del consuelo
del Espíritu Santo, y, mendicantes,
se hospedaron descalzos en el suelo.

     »Los modernos pastores son paseantes,
que por detrás precisan de sostenes,
tan graves son sus carnes abundantes.

     »Con su manto, cubriendo palafrenes,
bajo una piel, dos bestias van andando.
¡Oh, paciencia que tanto te contienes!»

     A esta voz, muchas flámulas, girando,
bajar de grada en grada, vi animarse,
en cada nuevo giro, más brillando,

     y en torno de aquella ánima agruparse,
lanzando un grito de fragor tan lleno
que no puede con nada compararse,

     y que me anonadó cual sordo trueno.




CANTO XXII
 

     Opreso de estupor miré a mi guía,
como el niño en sus cuitas, cuando corre
a buscar el amparo en que confía;

     y aquélla, como madre que socorre
al hijo desolado, con anhelo,
y tierna voz que a la desgracia acorre,

     me dijo: «¿Qué? ¿No ves que éste es el cielo,
y que en el cielo cuanto existe es santo,
y lo que se hace es por devoto celo?

     »¡Cuánto te habría conturbado el canto,
con mi sonrisa, juzgará tu oído,
cuando ese grito te conmueve tanto!

     »Si en él su ruego hubieras entendido,
tú sabrías el voto de venganza
que, antes de tú morir, verás cumplido.

     »La alta espada no hiere con tardanza,
ni presteza, cual piensa el que la espera,
con deseos o trémula esperanza.

     »Más vuélvete a mirar otra lumbrera:
verás muchos espíritus famosos,
si, cual digo, tu vista considera.»

     La obedecí con ojos anhelosos,
y cien esferas vi que, mutuamente,
se hermoseaban con rayos luminosos.

     Y como aquel que en sus deseos siente
clavado el aguijón, y que trepida
entre callar y hablar osadamente,

     estaba yo, cuando la más lucida
de aquellas perlas hacia mí se vino,
de colmar mis deseos complacida.

     Y dentro oí: «Si vieses, cual yo atino,
la caridad que entre nosotros arde,
tus ideas hallaran su camino.

     »Y a fin de que la espera no retarde
tu alto fin, voy a darte la respuesta,
ya que tu pensamiento se resguarde:

     »El monte que a Cassin tiene en su cuesta,
en los antiguos tiempos tuvo encima
idolátrica gente mal dispuesta.

     »Yo fuí el primero que llevé a su cima
la palabra de Aquel que trajo al mundo
la sagrada Verdad que nos sublima;

     »y su germen en mí fué tan fecundo
que retraje a los pueblos circundantes
del culto impío que sedujo al mundo.

     »Esas otras lumbreras, contemplantes,
varones fueron, en que ardor primario
cría flores y frutos consagrantes.

     »Aquí ves a Romualdo, aquí a Macario;
y a mis hermanos, que en las obras nuestras,
almas y cuerpos dieron al santuario.»

     «El afecto», repuse, «que demuestras
al hablarme, y la plácida semblanza,
cuya bondad veo en las luces vuestras,

     »han dilatado tanto mi confianza
como el sol a la rosa, cuando abierta
se expande cuanto en sí su fuerza alcanza;

     »y así te pido, ¡oh, padre!, que revierta
tu luz su gracia, y que me digas, pío,
si puedo ver tu imagen descubierta.»

     Y él: «Colmados, hermano, a tu albedrío
tus deseos serán en la alta esfera,
donde se exauden los demás, y el mío.

     »En su perfecta madurez, se entera
cada esperanza; y sólo allí inmutable
todo gravita donde siempre fuera,

     »que entre polos no está, ni es confinable;
y nuestra escala hasta su altura abarca
lo que a tu vista penetrar no es dable:

     »hasta la grada que su altura marca,
cuando cargada de ángeles se viera,
sólo la vió Jacob, el gran patriarca.

     »Mas hoy, para subir esta escalera
nadie el pie mueve en tierra, y la Orden mía
vive abajo, en las Cartas que vulnera.

     »El muro que los claustros circuía,
hoy es caverna y son los capuchones
sacos llenos de harina de avería.

     »Mas la usura no tantas maldiciones
de Dios merece cuanto el torpe fruto
que trastorna del fraile las pasiones.

     »De la Iglesia la ofrenda es el tributo
debido a pobre grey, que pan demanda,
no a parientes, ni empleo disoluto;

     »es la carne mortal por si tan blanda;
que allá no basta buen comenzamiento,
pues al nacer la encina no da glanda.

     »Pedro empezó sin oro y sin argento;
y yo, con oraciones, con ayuno;
y Francisco fué humilde en su convento.

     »Si ora ves el principio de cada uno,
en su regla, verás que en su carrera
lo que era blanco convirtióse en bruno.

     »Dios, en verdad, mayor milagro hiciera
al torcer el Jordán y el mar secando,
que el socorro que aquí prestar pudiera.»

     Así la luz me dijo, retornando
al colegio de luces, que reunido
se alzó a los cielos cual turbión, volando.

     Y de mi dulce guía, en pos traído,
a una señal me hizo subir la escala,
por su virtud mi natural vencido.

     Ni el subir y bajar en tierra iguala
a mi ascensión en vuelo acelerado,
como si el aire me llevara en su ala.

     Así pueda, ¡oh, lector!, al triunfo ansiado
tornar, cual pido en mi continuo ruego
en contrición llorando mi pecado,

     como es verdad -que cual tu dedo al fuego
pronto acercas y esquivas-, dentro al signo
que sigue a Tauro me encontré yo luego.

     Astros gloriosos que el poder divino
impregnó de virtud, yo reconozco
que mi ingenio cual sea está en tu signo.

     Con vosotros nació, celóse vosco,
el padre universal de toda vida,
cuando sentí al nacer el aire Tosco.

     Después, por alta gracia concedida
en la alta esfera que girando os lleva,
vuestra región me lleva en la subida.

     Mi alma a vosotros con amor se eleva,
por el premio alcanzar de la virtud,
en este trance de difícil prueba.

     «Próximo estás de la final salud»
clamó Beatriz, «y debe tu mirada
ver claro con intensa plenitud.

     »Antes de ir a región más encumbrada,
mira hacia abajo, y mira cuánto mundo
dejé a tus pies, en rápida jornada,

     »para que ofrezcas corazón jocundo
a las legiones de almas que, triunfantes
ledas vienen, del cielo en lo rotundo.»

     Yo, por las siete esferas circundantes,
giré la vista, y vi este globo oscuro,
y sonreí ante su vil semblante.

     Y así este juicio tengo por seguro,
que a quien menos lo estima, y en más piensa,
puede llamarse ciertamente puro.

     La hija vi de Latona en luz intensa,
sin sombra, que, de lejos entrevista,
antes creí que fuese rara y densa.

     Y de tu hijo el fulgor sufrió mi vista,
¡oh, Hiperión!, y moviéndose en su esfera
a Venus y a Mercurio mi ojo avista.

     Y aparecióme Jove, que atempera
a su padre y a su hijo, claro viendo
la variación que marca su carrera.

     Y los siete planetas vi luciendo,
veloces son y grandes, y en el cielo
con sus distancias su girar midiendo.

     En los Gemelos, con su eterno vuelo,
vi la pequeña Tierra, que entre enojos
miran los hombres, y miré su suelo,

     y alcé mis ojos a los bellos ojos.




CANTO XXIII
 

     Cual ave dentro de la amada fronda,
el nido abriga de su prole amada,
cuando la noche toda cosa esconda,

     y por gozar su vista, tan deseada,
y procurarles luego la pastura
-duro trabajo que a su instinto agrada-,

     en lo alto de una rama, el tiempo apura
y con ardiente afecto aguarda el día
que anunciará del alba la blancura;

     erguida así, mi encantadora guía
miraba hacia aquel punto de la esfera
donde aparenta el sol marcha tardía.

     Viendo que pensativa se estuviera,
me hallé cual quien desea vacilando
y sus ansias aquieta con la espera.

     Pero sentíme más tranquilo, cuando
entre la espera, digo, y lo previsto,
vi que el cielo venía ya aclarando,

     y ella me dijo: «Mira aquí de Cristo
la falange triunfal, que ha cosechado
el fruto que en los orbes tiene aquisto.»

     ¡Me pareció su rostro iluminado,
los dulces ojos de leticia llenos,
de un modo tal que no es para expresado!

     Como en los plenilunios más serenos
Diana ríe entre ninfas sempiternas,
que dan color a los celestes senos,

     yo vi sobre millares de lucernas
un sol, que a todas ellas encendía,
como el nuestro a las lámparas supernas.

     Y por la viva luz trasparecía
la divina substancia en luz tan clara
que afrontarla mi vista no podía.

     ¡Oh, Beatriz! ¡Oh, mi dulce guía cara!,
dijiste: «Lo que vence tu potencia,
es virtud de quien nadie se repara.

     »Allí está la potencia y la sapiencia,
que abre camino al cielo, de la tierra,
que de las almas fué larga apetencia.»

     Tal como fuego que la nube encierra,
al dilatarse porque allí no cabe,
contra su propia ley, baja y aterra,

     mi mente así con nutrición tan suave
se dilató con impetuoso brío,
que mi recuerdo retrazar no sabe.

     «Abre tus ojos: mírame cual río;
lo que han mirado te hace tan potente
que puedes ver hasta el aspecto mío.»

     Yo estaba como aquel que se resiente
de olvidada visión y que procura
en vano renovar dentro la mente,

     cuando escuché tal nuncio de ventura,
que en el libro del pecho consignara
como imborrable letra que perdura.

     ¡Si Polimnia y su coro me ayudara
con las lenguas de múltiple armonía,
que alimenta su leche dulce y cara,

     ni cantar un milésimo podría
de la sonrisa de esplendor divino,
que su celeste aspecto embellecía!

     Por eso, el paraíso que adivino
debe saltar el místico poema,
como quien halla roto su camino;

     y quien estime el ponderoso tema,
que una espalda mortal doble y enarca,
no ha de increparle, porque débil trema.

     No es travesía para frágil barca
el mar que surca la atrevida prora,
ni de nauclero de fatiga parca.

     «¿Por qué tanto mi rostro te enamora
que no ves el jardín, que, peregrino,
bajo los rayos de Jesús se enflora?

     »La rosa que encarnó verbo divino
aquí está, con los lirios perfumados,
cuyo perfume indica el buen camino.»

     Dijo Beatriz, y, pronto a sus dictados,
mi flaqueza otra vez vencer procuro,
levantando mis párpados cansados.

     Como en rayo de sol que hiende puro
rota nube se ven las bellas flores
de un prado, antes envuelto en aire oscuro,

     así vi multitudes de esplendores
alumbrados de lo alto, fulgurantes,
sin el principio ver de sus fulgores.

     ¡Oh, virtud, que tus rayos emanantes
alzaste pía, dilatando un poco
el campo de mis ojos vacilantes!

     El nombre de la flor que siempre invoco,
mañana y noche, en mi ánimo el anhelo
concentro, de admirar el grande foco,

     y cuando con mis ojos vi, sin velo,
el cual y el cuanto de la viva estrella,
que al mundo vence y que venera el cielo,

     bajó dentro del cielo una centella,
formando cerco a guisa de corona,
y la ciñó, girando en torno de ella.

     La melodía que más dulce entona
la voz humana, y más el alma tira,
sería nube, cuando rota atrona,

     comparada al sonar de aquella lira,
que coronaba el límpido zafiro
con que el cielo más claro se enzafira.

     «Soy el amor angélico, que giro
en el goce, que espira el vientre santo,
que albergue fué de universal suspiro.

     »Y giraré, reina del cielo, en tanto
sigas a tu hijo, y se ilumine el día
de la suprema esfera con tu encanto.»

     Así la circulante melodía
cantaba, y las lumbreras en su canto
ensalzaban el nombre de MARÍA.

     Aquel orbe, de mundos regio manto,
en que la llama del amor se aviva
de Dios potente al soplo sacrosanto,

     tan lejos se halla de terrestre riba,
el limite sin fin, que su apariencia
de lo infinito estaba más arriba;

     pues no tenía mi ojo la potencia
para seguir la coronada llama,
que levantóse a su alta descendencia.

     Y como niño que, después que mama,
los tiernos brazos a la madre tiende,
al dulce impulso que su seno inflama,

     así, cada fulgor su luz extiende
hacia la cima, y el sublime afecto
que tienen por María mi alma entiende;

     y luego en mi presencia, ante su aspecto,
cantan Regina coeli, dulcemente,
con voces que al pensarlo me delecto.

     ¡Oh, cuánta es la abundancia proficiente
de aquellas arcas, ricas por su aforo,
que al mundo dieron tan feraz simiente!

     Allí se vive y goza del tesoro,
con lágrimas ganado en el exilio
de Babilonia, despreciando el oro;

     y del hijo de Dios con el auxilio,
y de María triunfa en su victoria,
con el Antiguo y Nuevo gran concilio,

     el que tiene las llaves de tal gloria.




CANTO XXIV
 

     «¡Oh consorcio selecto en la gran cena
del cordero pascual, cuya comida
siempre y por siempre el apetito os llena!,

     »si de Dios por la gracia que convida,
este mortal merece su alimento,
antes del tiempo fijo de la vida,

     »¡satisfaced su inmenso sentimiento,
y rociadle; vosotros que en la fuente
bebéis, en donde está su pensamiento!»

     Beatriz dijo; y las almas, ledamente,
globos que en polos fijos van rotando,
cual cometas, difunden luz ingente.

     Como las ruedas de un reloj, girando,
que en la primera que se pone mente,
quieta parece, y otras van volando,

     los ígneos globos, así en diferente
modo, danzando, muestran la riqueza
de su luz, más o menos lentamente.

     De aquel en que noté mayor belleza
vide salir un fuego venturoso,
que ninguna quedó de más clareza;

     y de Beatriz en torno, fulgoroso
giró tres veces, con cantar tan divo,
que aun fantaseando no redigo, ansioso;

     y la pluma lo salta y no lo escribo,
que no hay para idearlo humanamente
palabra ni color bastante vivo.

     «¡Oh, santa hermana, que con ruego ardiente
devota pides! Por tu dulce afecto
me aparto de la esfera reluciente.»

     Detúvose el espíritu selecto
y envió a mi dona su hálito afectuoso,
después de hablar de modo tan perfecto.

     Y ella: «Gran luz del gran varón glorioso,
a quien Nuestro Señor dejó las llaves
que El llevó de este gaudio milagroso!

     »A éste, en los puntos más o menos graves,
puedes tentar, sobre la fe sincera,
que te hizo andar sobre la mar cual sabes.

     »Si ama el bien, si bien cree y bien espera,
no se oculta, pues tienes por delante,
espejo fiel de la verdad entera;

     »pero si de este reino es habitante
sólo quien tiene fe, glorificarla
debe este ser, con voz vivificante.»

     Como contiene el bachiller su parla
cuando el maestro pone su problema,
pensando en la cuestión sin aclararla,

     me armaba de argumentos sobre el tema,
mientras ella le habló, para estar presto
a responder a la cuestión suprema.

     «Di, buen cristiano, y pon de manifiesto:
¿Qué es la fe?» Yo a la luz alcé la frente,
ante la luz que preguntaba aquesto;

     y me volví a Beatriz, quien prontamente
me hizo señal para que yo expandiese
afuera el agua de mi interna fuente.

     «¡Pues la gracia permite me confiese»,
prorrumpí, «con el alto Primipilo,
que él haga mi pensar claro se exprese!»

     Y proseguí: «Como en veraz estilo
tu caro hermano, ¡oh, padre!, lo ha enseñado
-el que contigo puso a Roma al hilo-,

     »la fe es en sustancia lo esperado
y argumento de cosa no presente.
Pienso que bien su esencia he demostrado.»

     Y escuché: «Bien está, si claramente
sabes por qué la fe se ha definido,
sustancia y argumento juntamente.»

     «El Bien profundo», repliqué advertido,
«que aquí me ofrece el cielo en su apariencia,
a los ojos del hombre está escondido.

     »Pues su ser sólo existe en su creencia,
y, como su esperanza ella contiene,
a la sustancia el nombre da de esencia.

     »Con tal creencia, al hombre le conviene
silogizar, con nuestra corta vista:
por eso el nombre de argumento tiene.»

     Y escuché: «Si el saber que allá se aquista
hubiera tal doctrina comprendido,
no habría ocupación para el sofista.»

     Sopló el amor, en fuegos encendidos,
y prosiguió: «Muy bien la ley y el peso
de tu moneda comprobada ha sido.

     »Mas dime si en tu bolsa tienes eso.»
Yo repuse: «Tan lúcida y rotunda
que tiene de virtud el cuño impreso.»

     Salió la voz de aquella luz profunda:
«¿De dónde viene esa preciosa joya
sobre la cual toda virtud se funda?»

     Y yo: «Lluvia sin fin que desarrolla
el Espíritu Santo, y que profusa
del viejo y nuevo cuero el texto apoya,

     »silogismo y verdad es inconcusa,
grabada en mí con tal convencimiento,
que toda otra razón parece obtusa.»

     La luz: «Del viejo y nuevo Testamento,
¿qué luz o qué intuición te ha revelado,
que contenga el divino pensamiento?»

     Y yo: «Ser prueba de verdad me ha dado,
en sus obras nativas la natura,
que ni hierro fundió, ni en yunque ha dado.»

     Respondido me fué: «¿Quién te asegura
que tal obra existiera? Eso es lo mismo
que probar por lo mismo que se jura.»

     «Si el mundo convirtióse al Cristianismo»,
repliqué, «sin milagros, ése es uno,
que vale por centenas asimismo;

     »pues que viniste tú pobre y ayuno
a sembrar en el campo buena planta,
que viva fué, y hoy es silvestre pruno.»

     Y esto acabado, de la Corte santa
por las esferas resonó un Laudamos,
con melodía, como allá se canta.

     Y aquel varón, que en tan diversos ramos
me examinara y conducido había
a sus últimas hojas con reclamos,

     así recomenzó: «La gracia pía
que tu mente alumbró, te abrió la boca,
y la has abierto tal cual se debía;

     »si bien confirmo la verdad que evoca,
es menester decir qué fe te asiste,
cuando tu labio la verdad invoca.»

     «¡Santo Padre!, ¡que ves lo que creíste,
cuando al santo sepulcro penetraras,
y a más jóvenes pies te antepusiste!»,

     yo comencé: «Quieres que en formas claras
manifieste del todo mi creencia,
y aun su razón también me preguntaras;

     »yo respondo: de un Dios creo en la esencia,
solo y eterno, que los cielos mueve,
inmóvil, con amor y diligencia.

     »No necesito prueba que lo pruebe,
física o metafísica, ni ensalmos;
me la da la verdad de que aquí llueve,

     »por Moisés, los profetas y los salmos,
y el Evangelio con su sacro texto,
¡que escribisteis vosotros, seres almos!

     »Creo en las Tres Personas, y con esto
creo en su esencia, que es tan una y trina,
que lleva el sunt y el est de manifiesto.

     »Y la profunda condición divina
de que me ocupo, en mi cabeza sella,
con su sello, evangélica doctrina.

     »Este principio que en mi hablar destella,
y me tiene en sus llamas encendido,
¡en mí cintilla como en cielo estrella!»

     Como el señor que escucha complacido,
y que abraza a su siervo, gratulando
la noticia feliz que le ha traído,

     así en torno bendíjome cantando,
por tres veces, a tiempo que callara,
la apostólica luz -a cuyo mando

     dije lo dicho-; tanto le agradara.




CANTO XXV
 

     Si aconteciera que el poema santo,
en el que han puesto mano cielo y tierra
y ha largos años me enflaquece tanto,

     venciese la crueldad que me destierra
del bello aprisco, en que dormí cordero
enemigo del lobo que hace guerra,

     con otro pelo y canto más entero,
retornaré poeta, y en la fuente
de mi bautismo, mi laurel espero.

     ¡Su agua la fe me dió del inocente,
y entrando en Dios, por ella mereciera
Pedro girase en torno de mi frente!

     Entonces vi venir una lumbrera,
del grupo, que dio paso a la primicia,
que Cristo por vicario instituyera.

     Y mi Beatriz, colmada de leticia:
«Mira, mira al varón», dijo, «que asoma,
por quien allá visitan a Galicia.»

     Como cuando se posa la paloma
con su pareja y en su amor se expande,
y circulando dulce arrullo toma;

     tal el uno glorioso, el otro grande,
con beatíficos giros se acogieron,
alabando el manjar que el cielo mande.

     Congratulados, mudos se vinieron,
y coram me cada uno quedó fijo,
con fuegos que mis párpados vencieron.

     Sonriendo Beatriz, entonces dijo:
«Inclita vida, que la gran largueza
de este templo escribió con regocijo:

     »haz sonar la Esperanza en esta alteza,
cual sabes, porque tú la has figurado,
en Jesús a los tres, con más terneza.»

     «Alza la frente, y mira asegurado;
que lo que viene del humano mundo,
conviene en esta luz ser madurado.»

     Este conforto, el luminar segundo
me dirigió; y el ojo alcé a los montes,
que antes su peso hundióme en lo profundo.

     «Pues alta gracia quiere que tú afrontes
a nuestro emperador, antes de muerto,
en el aula secreta, con sus contes,

     »para que veas con su brillo cierto
la Esperanza, que tanto os enamora,
y confortes con ella al mundo incierto:

     »Dime lo que es, y en tu alma cuál se enflora.
¿Cuál es su origen? ¿Cómo a ti te viene?»
Así me habló la luz deslumbradora.

     Y aquella pía, que de sí me tiene,
dando a mis alas vuelo tan pujante,
mi respuesta solícita previene:

     «No se cuenta en la Iglesia militante
hijo que más espere, como escrito
está en el sol, que brilla por delante.

     »Por eso fuéle dado desde Egipto,
que a ver Jerusalén aquí viniera,
antes del plazo militar pescripto.

     »Las otras dos cuestiones, en tu esfera
bien se saben, que son para que cuente
cuanto su gran virtud te es placentera,

     »a él dejo resolverlas llanamente,
sin jactancia mundana ni sabihonda.
¡Que la gracia de Dios llene su mente!»

     Como el alumno que al doctor responda,
sin trepidar, en punto en que es experto,
de modo que a su ingenio corresponda,

     dije: «Esperanza es esperar lo cierto
de la gloria futura, que produce
Gracia divina en mérito no incierto.

     »De muchos astros esta luz me luce,
mas quien la destiló y al pecho envía,
es el sumo cantor del sumo duce.

     »¡En ti esperen -nos dice en su Teodía-,
los que saben, ¡oh, Padre!, tu alto nombre!
¿Y quién no la sabrá con la fe mía?

     »Su lluvia derramaste sobre el hombre,
que has destilado, en este pecho, lleno
con tu Epístola santa y tu renombre.»

     Mientras que hablaba, dentro al vivo seno
de aquel incendio tremolaba un lampo,
cual relámpago brota antes del trueno;

     y espiró: «El amor con que aun me alampo,
que a su virtud mi espíritu somete,
desde que con la palma dejé el campo,

     »quiere que en ti se infunda y te delecte;
y me agrada saber tu pensamiento:
¿Qué es lo que la esperanza te promete?»

     Y yo: «El antiguo y nuevo Testamento
lo dicen: Y él: «Pues dilo.» Yo en seguida:
«En las almas, de Dios el sentimiento,

     »dice Isaías; cada cual vestida
en su tierra será con doble veste;
y es su tierra esta pura y dulce vida.

     »Y el texto de tu hermano está conteste,
cuando a blancas estolas se refiera,
y esta revelación nos manifieste.»

     Y antes que estas palabras concluyera,
un Sperent in te arriba oía,
que al coro celestial le respondiera.

     En seguida, una luz resplandecía,
que si un cristal así Cáncer tuviera,
en el invierno, un mes durara un día.

     Como entra en danza, virgen hechicera,
haciendo a nueva esposa los honores,
y, en su inocencia, nada más espera,

     así la luz brotada de esplendores
vino a las dos, girando en su cadencia
con el intenso ardor de sus amores,

     y al canto se mezcló, por complacencia;
inmóvil, mi Beatriz ante su aspecto,
callaba como novia en su inocencia.

     «Este es quien sobre el pecho, con afecto,
el Pelícano nuestro puso, y fuera
sobre la cruz a grande oficio electo.»

     Beatriz estas palabras profiriera,
inmóvil siempre, con la vista atenta,
contemplando la espléndida lumbrera.

     Como aquel que mirar al sol intenta,
y piensa que es el sol el eclipsado,
y que, mirando, su ceguera aumenta,

     así quedé ante el fuego, deslumbrado,
y una voz escuché: « La luz te ciega,
buscando aquí lo que jamás ha estado.

     »Tierra en tierra es mi cuerpo, mientras llega
a completar el número fijado,
que el eterno propósito se allega.

     »Con doble estola, en claustro tan sagrado,
sólo dos luces en lo excelso miro:
y esto al mundo por ti sea llevado.»

     A estas palabras, el ardiente giro
quieto quedóse, el cántico cesando,
que el trino daba en celestial respiro.

     cual los remos, que el agua van golpeando,
por fatiga o por riesgo, en un momento,
paran, al son de un pito, reposando.

     ¡Ay!, ¡cuánto de mi mente fue el tormento
al volverme a mirar a mi Beatriz,
por no poderla ver, aunque me siento,

     al lado de ella, en mundo tan feliz!




CANTO XXVI
 

     Mientras que vacilaba enceguecido,
por la fúlgida llama deslumbrado,
sonó un respiro en el atento oído,

     diciendo: «Si en tus ojos se ha apagado
la luz que por mi luz fuera consunta,
de hablar y razonar no estás privado.

     »Comienza, pues, y dime adónde apunta
el alma tuya, y ten por cierto y fía
que tu vista extraviada no es difunta;

     »porque la Dona que tus pasos guía
en esta esfera, tiene en su mirada
la virtud de las manos de Ananía.»

     Y yo: «¡Que presurosa o retardada,
dé remedio a mis ojos, vivas puertas,
por donde entró su llama siempre amada!

     »El bien que da a esta corte dichas ciertas
alfa y omega es, cuya escritura
lee mi amor en sus letras nunca muertas.»

     Y aquella voz, que al infundir pavura
produjo en mí la súbita ceguera,
hacerme razonar aun más procura,

     diciendo: «Con más fina cernedera
te conviene cernir. Di por qué pones
tu arco apuntado al blanco de esta esfera.»

     Y yo: «Por filosóficas razones
y autoridad que desde aquí desciende,
tengo del grande amor las impresiones.

     »Que el bien, en cuanto bien por tal se entiende,
encendiendo el amor, más lo sublima
cuanto mayor bondad en sí comprende;

     »y pues la esencia es la que todo anima,
que, fuera de ella, el bien que se promueva
no es sino un rayo de su lumbre prima;

     »es necesario que a ella más se mueva
la inteligencia, amando, y que discierna
la verdad que se funda en esta prueba.

     »Esta verdad en mi intelecto, externa
aquel que con su ciencia ha demostrado
que el primo amor sustancia es sempiterna;

     »y lo enseña el Autor que no ha fallado,
cuando alentar quiso a Mosiés diciendo:
Todo lo bueno te será mostrado.

     »Tú también me lo enseñas precediendo
al sublime pregón, y el alto arcano
con alto grito abajo difundiendo.»

     Y me observó: »Por intelecto humano,
y por la autoridad con que concuerda,
reserva a Dios tu amor más soberano.

     »Pero dime si sientes otra cuerda
que a Dios te arrastre, y di con claros sones
con cuantos dientes ese amor te muerda.»

     Bien penetré las santas intenciones
del águila de CRISTO, y a qué honduras
quería dirigir mis confesiones.

     Y así recomencé: «Las mordeduras
que convierten a Dios el alma entera,
son de mi caridad señales puras;

     »que el ser del mundo, y el que Dios me diera,
la muerte que sufrió porque yo viva
y lo que todo fiel conmigo espera,

     »con la predicha conoscencia viva,
al sacarme del mar del amor muerto
me han conducido a salvadora riba.

     »Las frondas que enfrondecen todo el huerto
del Hortelano eterno, yo amo tanto
cuanto de bienes él las ha cubierto.»

     Así que hube callado, un dulce canto
resonó por el cielo, y mi señora
repitió con el coro: ¡Santo! ¡Santo!

     Como una luz desvela punzadora
el sentido visivo, y prevalece
y va de fibra en fibra vibradora,

     y que despierto lo que ve aborrece,
¡tan necia es la vigilia inesperada!,
hasta que el sano juicio se esclarece,

     tal por Beatriz mi vista fué lavada
por los rayos que su ojo despedía,
alumbrando mil millas su mirada.

     Vi que con más poder que antes veía,
y estupefacto pregunté quién era
un cuarto resplandor que percibía.

     Dijo Beatriz: «Desde esa gran lumbrera
contempla a su Hacedor el alma prima,
que la prima virtud formó primera.»

     Como la hoja del árbol, que en su cima
dobla el viento al pasar, y se endereza
por la propia virtud que la sublima,

     tal hice yo, doblando la cabeza
mientras me hablaba; pero más seguro
de hablar sentí el deseo, con viveza,

     clamando: «Unico fruto, que maduro
nació en el mundo, ¡oh padre primitivo,
del hombre en el pasado y el futuro!,

     »te ruego, por cuanto hay más expresivo,
que me hables y comprendas el desvelo
en que por escucharte me desvivo.»

     Suele animal cubierto por un velo,
al moverse, mostrar por lo que ansía,
manifestando al exterior su anhelo:

     de tal manera el alma se movía,
dejando traspirar por su cubierta
cuanta era en complacerme su alegría.

     Y respiró: «Sin que me sea oferta
tu voluntad, mejor que tú discierno
la cosa que tú tengas por más cierta;

     »porque la veo en el espejo eterno,
que en sí refleja todo lo creado
sin que de él se refleje nada externo.

     »Quieres saber desde qué tiempo he estado
en el jardín excelso, que tu guía,
subiendo larga escala, te ha mostrado;

     »qué tiempo lo gozó la vista mía;
cuál de la ira de Dios la causa ha sido,
y el idioma que entonces profería.

     »No ha sido por gustar fruto prohibido,
fué por sí la razón del largo exilio,
sino el haber su linde trasgredido.

     »Allí donde Beatriz te envió a Virgilio
por cuatro mil trescientos y dos giros
del sol, ansié por ver este concilio;

     »lo vi girar en luces de zafiros
en su camino, novecientos treinta,
exhalando en la tierra mis suspiros.

     »Del idioma que hablé perdióse cuenta
antes de aquel trabajo interminable
que de la gente de Nemrod se cuenta;

     »porque ningún efecto razonable
por voluntad del hombre es duradero,
si Dios no lo hace para siempre estable.

     »Hablar es en el hombre don primero,
pero de un modo u otro, a la natura,
lo deja cual le plazca, por entero.

     »Antes de caer a la mansión oscura,
uno, llamóse al bien que el bien contiene
y que aquí me circunda de luz pura:

     »después llamóse Elí, y esto conviene,
porque la usanza humana es vagabunda
como la hoja del árbol que va y viene.

     »En el monte que se alza en mar profunda
puro viví, y en vida deshonesta,
de la hora prima hasta la que es segunda,

     »si cambia el sol cuadrante en la hora sexta.»




CANTO XXVII
 

     »¡Gloria al Padre y al Hijo y Almo Santo!»
el paraíso con amor cantaba,
y me embriagaba con el dulce canto.

     A universal sonrisa semejaba
lo visto, y la embriaguez de su belleza
por el oído y por la vista entraba.

     ¡Oh, inefable contento de alegreza!
¡Oh, de paz y de amor íntegra vida!
¡Oh, sin afán, segura y gran riqueza!

     Ante mis ojos contemplé encendida
una cuádruple luz, y la primera
a brillar comenzó, más clarecida.

     Mas su color cambió de tal manera
como si Jove se tornase en Marte,
que ave que muda pluma pareciera.

     La sabia providencia que reparte
celestes cargos, a las luces de oro
puesto había silencio en toda parte,

     cuando escuché: «Si yo me trascoloro
no te asombre, mortal, porque a mi acento
verás cambiar color a todo el coro.

     »El que en la tierra usurpa mi alto asiento,
el lugar mío, mi lugar que vaca,
ante el hijo de Dios que mira atento;

     »mi cementerio ha convertido en cloaca
de sangre y podre, tanto que el malvado
que del cielo cayó, su rabia aplaca.»

     De aquel color, que el sol transparentado
tiñe la nube en tarde y en mañana,
se mostró todo el cielo iluminado.

     Cual casta dama de conciencia sana,
que oye el relato de una acción impura,
por sí tranquila, con rubor de afana,

     tal de Beatriz cambióse la figura:
así debió eclipsarse el firmamento
cuando expiró Jesús en su amargura.

     El grande apóstol prosiguió el comento
pero con voz en sí tan demudada,
cual fuera del color el cambiamiento:

     «No la esposa de Dios fué alimentada
con sangre mía y la de Lino y Cleto,
para ser en ganancia de oro usada;

     »sí, por gozar de este vivir perfecto
que Calixto, que Sixto, Pío, Urbano,
derramaron su sangre con afecto.

     »No fué nuestra intención, que a diestra mano
de mi heredero un grupo se pusiera,
y dividir en dos, pueblo cristiano;

     »ni que las llaves que mi Dios me diera
se convirtiesen en pendón impío
que contra el bautizado combatiera;

     »ni que pudiera ser el rostro mío
sello de ventas torpes y mendaces,
que me causan rubor y dolorío.

     »¡Con capa de pastor, lobos rapaces
se ven de aquí por los amenos prados!
¡Oh, defensa de Dios, que inerte yaces!

     »Veo a Cahors y a Guasco, preparados
a beber nuestra sangre, ¡Oh, buen principio,
así serán tus fines malhadados!

     »Mas la alta Providencia, que en Escipio
dio a Roma un defensor, gloria del mundo,
socorrerá su grande municipio.

     »Tú, hijo mío, que triste y vagabundo
volverás a la tierra, abre la boca
y no le ocultes lo que yo difundo.»

     Cual helado vapor que se desfloca
baja en copos de nieve, cuando el cuerno
de la Cabra del cielo al sol ya toca,

     vide al éter ornarse en lo superno
al nevar hacia arriba los triunfantes,
del lado nuestro, hasta su coro eterno.

     Yo seguí con mi vista sus semblantes,
y los seguí hasta que fué ocultado
su resplandor en cielos más distantes.

     Beatriz, viendo que mi ojo desmayado
se dirigía en vano a la alta cima,
me dijo: «Mira atrás lo que has andado.»

     Desde que vi a la tierra en la hora prima,
miré que el arco había contorneado,
que va del meridiano a nuevo clima;

     vi el estrecho de Gades, que esforzado
franqueó Ulises, y luego la ribera
donde Europa fué a Jove peso amado.

     Y mucho más al descubierto viera
de este mundito; pero el sol ya había
a otro signo llevado su lumbrera.

     Mi enamorada mente siempre ansía
contemplar de mi Dona la hermosura,
y, por volverla a ver, cual nunca ardía.

     Si el arte puede así cual la natura
cautivar por los ojos a la mente,
en carne humana o en vivaz pintura,

     es nada, visto todo juntamente,
ante el placer divino que sintiera
al contemplar su rostro sonrïente.

     Por la virtud que su mirar me diera,
volé de Leda desde el bello nido
hasta alcanzar veloz celeste esfera.

     Las partes de aquel cielo esclarecido
tan uniformes son, que mal podría
decir a cuál Beatriz me hubo subido.

     Ella, que mis anhelos comprendía,
me habló animada de sonrisa leda,
que Dios gozarse en ella parecía:

     »La ley del movimiento, que está queda
en su centro, y que todo en torno mueve,
aquí comienza, meta de su rueda.

     »En este cielo, todo lo promueve
la mente divinal, que amor enciende
dándole impulso y la virtud de él llueve.

     »De luz y amor un cerco lo comprende,
como éste a los demás, y ese precinto
aquel que lo ciñó tan sólo entiende.

     »Su mover, no lo mueve otro distinto,
pero mide a los otros, cual dispuesto
se halla en el diez, el dos, que forma el quinto.

     »De cómo el tiempo tenga en este tiesto
sus raíces y en otros de sus frondas
ora tú puedes ver de manifiesto.

     »¡Oh, vil codicia, que el abismo ahondas
en que el mortal, hundiéndose, perece,
sin retirar los ojos de tus ondas!

     »La voluntad humana bien florece;
mas la continua lluvia la marchita,
y mala fruta, en vez de buena, crece.

     »La inocencia y la fe tan sólo habita
en el pecho infantil; pero cada una,
la barba al asomar, se debilita.

     »Quien, balbuciente aún, primero ayuna,
y, la lengua al soltar después devora
cualquier comida y en cualquier luna;

     »quien, balbuciente, que a su madre adora,
y la escucha, cuando habla y cuando crece,
muerta quisiera ver su genitora;

     »así la hija del sol blanca aparece
en su primer aspecto de mañana,
y su piel en la noche se ennegrece.

     »Y has de saber que allá, en la tierra insana,
nadie tiene el timón de su gobierno,
y así naufraga la familia humana.

     »Y antes que enero salga de invierno,
por la céntima, abajo descuidada,
ha de girar el cerco sempiterno,

     »que la fortuna allá tan esperada,
pondrá la popa donde está la prora,
a su recto camino enderezada,

     »y el fruto bueno nacerá en su flora.»




CANTO XXVIII
 

     Después que la verdad me hizo patente,
la que me enseña, que esta vida es nada,
y emparaísa mi terrena mente;

     como el que en un espejo reflejada
ve una luz que se enciende a su reverso,
sorprendiendo su mente y su mirada,

     y mira atrás, por ver si el vidrio terso
le dice la verdad, y que concuerda
con ella ve, cual música con verso,

     así, mi fiel memoria lo recuerda,
hice, los bellos ojos contemplando,
donde amor por prenderme hizo la cuerda;

     y al volverme, los míos admirando
cuanto aparece en aquel cielo inmenso,
que bien se ve, sus giros escrutando,

     un punto vi de resplandor intenso,
luz, que punzante en mi visual se afoca,
y, deslumbrado, me dejó suspenso.

     La estrella que de acá se ve más poca,
luna sería colocada al lado,
como estrella y estrella se coloca.

     En espacio, tal vez aproximado,
al anillo en que el sol su luz destiñe,
entre vapor opaco y condensado,

     un ígneo cerco que aquel punto ciñe,
giraba tan veloz, que habría vinto
el veloz movimiento que restriñe;

     y este cerco otro tiene por precinto,
y un tercero después, y luego un cuarto,
y un quinto, más un sexto en pos del quinto;

     y un séptimo seguía en el reparto,
de tal grandor que la secuaz de Juno
en su arco magno encontraría aun harto;

     y así el octavo, el nono, y cada uno
más tardo se movía, según era
su número distante allá del uno;

     y se inflamaba más y más sincera
el más cercano de la chispa pura,
por ser, lo creo yo, más verdadera.

     Al mirar mi sorpresa, con dulzura
me dijo así Beatriz: «De ese alto punto
depende el cielo y toda la natura.

     »Mira el cerco que más le está conjunto
y sabe que, si gira velozmente,
es que el amor se afoca en ese punto.»

     Y yo a ella: «Si el mundo símilmente
estuviese ordenado, de esta esfera
hallara, lo que dices, evidente.

     »Mas del mundo sensible, la carrera,
en sus giros, es tanto más divina,
cuanto más de su centro se halla fuera.

     »Disipa, pues, de mi alma la neblina,
en ese milagroso y sacro templo
que en el amor y con la luz confina.

     »Necesito saber cómo el ejemplo
y el ejemplar no marchan de igual suerte,
que en vano yo sin penetrar contemplo.»

     «Que tus dedos no basten a solverte
ese nudo que nadie ha desatado,
ni lo intentó, no debe sorprenderte.»

     Dijo ella, y prosiguiendo: «Pon cuidado
en mis palabras, y tendrás conciencia,
si lo meditas, de lo que has pensado.

     »La mayor o menor circunferencia
de los cercos corpóreos no depende
sino de la extensión de su alta influencia.

     »Mayor bondad mayor salud trasciende,
y más salud en cuerpo mayor cabe,
si una igual perfección en sí comprende.

     »Así esta esfera, que es principio y clave
de todo el universo, corresponde
al cerco que más ama y que más sabe.

     »Por eso tu medida no responde
a su íntima virtud, que en apariencia
la sustancia en tus ojos se enredonde.

     »Tú verás la final correspondencia
del más y más, y del mayor al menos,
en cada cielo, en su alta inteligencia.»

     Como quedan brillantes y serenos
los espacios del aire, cuando blando
inflase Bóreas con alientos plenos,

     purificándolos, y disipando
las nubes, y la esfera ríe bella,
sus bellezas eternas ostentando;

     yo así también, con las razones de Ella,
tan clara la verdad mis ojos vieron
como se ve en los cielos una estrella.

     Y apenas sus palabras concluyeron,
como bullente hierro derretido,
chispas de luz los cercos despidieron.

     Era aquel un incendio tan seguido,
que el número de chispas, redoblado,
en tabla de ajedrez no es contenido.

     De coro en coro, Hosanna fué cantado,
al punto, que en el ubi, y sus confines,
los tiene y los tendrá donde han estado.

     La que en mis dudas ve y en sus afines,
me dijo: «En esos círculos primeros,
los querubes has visto y serafines,

     »que al impulso obedecen tan ligeros,
por semejarse al punto, cuanto es dado
volar a los angélicos luceros.

     »Los amores que en torno van al lado,
se llaman tronos del divino aspecto,
porque la prima terna han circundado.

     »Y has de saber que es tanto más su afecto
cuanto su vista en la verdad profunda
penetra más, y aquieta el intelecto.

     »Y aquí se muestra bien cómo se funda,
que es la visión la que hace al bienhadado,
más que el amor, que sólo la secunda.

     »Y ese mirar en su medida es dado
al que merece, por bondad divina,
y que procede así de grado en grado.

     »Y ese ternario, que también germina
en esta primavera sempiterna,
que Aries nocturno su verdor no arruina,

     »perpetuamente en el Hosanna alterna
en triple orden feliz, triple armonía,
que, cual el primo, su delicia interna.

     »De estas deas, la triple jerarquía,
Virtud, Dominación y Prepotencia,
en el orden tercero se gloría.

     »En la doble exterior circunferencia,
los príncipes y arcángeles que giran,
loan sin fin, con ángeles, su esencia;

     »y así ordenados, hacia arriba miran,
abajo influyen, y hacia Dios llevados,
unos a otros con amor se tiran.

     »Dionisio, con ardor, en sus dictados,
al contemplar este orden angelorio,
como yo los distingo, están nombrados.

     »De esta doctrina discrepó Gregorio,
pero más tarde, con el ojo abierto,
de sí rióse en el celeste emporio.

     »Y si tan gran secreto vió tan cierto,
un mortal, no te admires, ni me admiro,
pues quien aquí lo vió, le ha descubierto

     »otros secretos del celeste giro.»




CANTO XXIX
 

     Cuando entrambos, los hijos de Latona,
bajo el signo del Aries y la Libra
en un mismo horizonte forman zona,

     cuanto tiempo el cenit los equilibra,
hasta que el uno y otro, de aquel cinto,
y al cambiar de hemisferio, se delibra,

     tanto, con rostro de sonrisas pinto,
Beatriz callada estuvo, contemplando
fija en el punto que me había vinto.

     Luego empezó: «Yo digo, y no demando,
lo que quieres oír, porque lo he visto,
donde el ubi termina y todo quando.

     »No por hacer de bien mayor aquisto,
que posible no es, pues sus fulgores
pueden al esplendor decir subsisto,

     »El, en su eternidad, sin precursores,
como le plugo y de los tiempos fuera,
vertió su eterno amor en nueve amores.

     »No que al principio en inacción yaciera,
pues no tuvo jamás horas contadas
de Dios sobre estas aguas la carrera.

     »Materia y forma juntas depuradas,
procedieron de acciones integrales,
flechas de arco tricorde disparadas.

     »Como en el vidrio, en ámbar o en cristales,
venir, mostrarse, rayo reflejado,
son acciones y efectos iniciales,

     »así el triforme efecto fué irradiado,
en su completo ser, de Dios nacido,
sin principio ni fin en lo acabado.

     »Concreado fué tal orden y construído
con las sustancias puestas en la cima
del mundo, en sólo un acto producido.

     »La potencia pasiva está en la sima,
ligando en medio la potencia activa,
con lazo que jamás se desarrima.

     »Jerónimo escribió que en primitiva
edad fueron los ángeles creados,
antes que en tierra toda cosa viva:

     »la verdad está escrita en los traslados
de escritores de espíritu muy santo,
y la verás con ojos avisados;

     »y aun la simple razón alcanza un tanto
que existir no pudieron los motores,
sin perfección ni fines entretanto.

     »Sabes ya dónde y cuándo estos amores
fueron creados, y el cómo, en sus portentos;
y así apago en tu mente tres ardores.

     »Antes que veinte, cuenten tus alientos,
de los ángeles creados, una parte
turbó los terrenales elementos.

     »La otra quedó, y dió comienzo al arte
que admiras con placer tan exquisito,
que de su giro nunca se departe.

     »El caer, fué soberbia de maldito,
que has visto tú en los antros tan funestos
bajo el peso del mundo, en su delito.

     »Los que mirando estás, fueron modestos,
por celestial bondad edificados,
que para su obra los creó dispuestos.

     »Por sus méritos fueron exaltados
con gracia iluminante, y en su acierto
son por la firme voluntad guiados.

     »Y no quiero que dudes, que es lo cierto,
que recibir la gracia es meritorio,
si la recibe el corazón abierto.

     »Ya la ordenanza de este consistorio
puedes bien comprender (si con cautela,
me oíste), sin ningún otro adjutorio;

     »pero, como se enseña en vuestra escuela
que tiene en sí la angélica natura,
memoria y voluntad que la desvela,

     »más te diré, para que veas pura
la verdad allá abajo oscurecida,
con equívocos textos de lectura.

     »Estas sustancias, en celeste vida,
siempre en éxtasis, ven de Dios la cara,
de quien ninguna cosa está escondida.

     »Por eso, su mirada no repara
en nada más, ni en recordar se empeña,
ni de su pensamiento la separa.

     »Así en la tierra, sin dormir se sueña,
creyendo o sin creer lo verdadero,
y esto es más culpa, y de vergüenza seña.

     »Por eso no seguís igual sendero,
filosofando: tanto así os transporta
vana idea que os trae el retortero.

     »Y esto, tanto en el cielo en sí comporta
mayor censura, que cuando es pospuesta
la divina escritura que se entorta.

     »Allá no piensan cuanta sangre cuesta
en el mundo sembrarla, y cuanto place
quien humilde la sigue y manifiesta.

     »Por lucirse, cada uno, textos hace,
que cunden de la prédica revuelta,
callando el evangelio, que deshace.

     »Uno dice: La luna se dió vuelta
en la pasión de Cristo, y se interpuso
entre el sol y la tierra en noche envuelta.

     »Que la luz se escondiera, otro supuso,
y que al Indo, la España y la Judea,
el eclipse alcanzara circunfuso.

     »No es tan grande de Bindos la ralea
en Florencia, cual fábulas por año,
que aquí y allá el púlpito vocea;

     »y las pobres ovejas del rebaño
tornan del pasto pácidas de viento,
sin ser excusa el ignorar el daño.

     »Cristo no dijo a su primer convento:
Andad y predicad al mundo chanzas;
que les dió la verdad por fundamento.

     »De sus bocas brotaron enseñanzas
del evangelio, y, por su fe luchando,
sus escudos hicieron y sus lanzas.

     »Ora el predicador habla chanceando,
y, con tal que la gente bien se ría,
de nada cuida, el capuchón inflando:

     »si supiese qué pájaro se cría
el vulgo, en su cogulla, ciertamente
en tales perdonanzas no creería.

     »Y esto hace que en la tierra se acreciente
la estulticia que cree, sin testimonio,
cualquiera promisión inconsistente,

     »para el cerdo engordar de San Antonio;
y otros, peores que cerdos, que han pagado
con moneda de falso testimonio.

     »Mas del asunto mucho me he apartado;
en el recto camino, tu ojo orienta,
que el tiempo es corto y nos está contado.

     »Esta natura angélica se aumenta,
si más y más se sube, y no hay locuela
que con lengua mortal pueda dar cuenta.

     »Al recordar lo que Daniel revela,
verás que, en sus millares de millares,
determinado número de cela.

     »La prima luz que esparce luminares,
de tantos modos ella la recibe,
cuantas sean las luces similares.

     »Y pues que sigue al acto que concibe
el afecto, el amor con su dulzura,
más ferviente o más libre lo percibe.

     »Contempla en su largueza y en su altura
del Eterno las luces rutilantes,
que, si en muchos espejos se fractura,

     »es uno siempre en sí, cual ora y antes.»




CANTO XXX
 

     Tal vez, a seis mil millas de lejano,
arde allá la hora sexta, y este mundo
su sombra inclina, cuasi al lecho plano,

     cuando el centro del cielo más profundo
comienza a ser, tal que una que otra estrella
muestra en su fondo brillo moribundo;

     y a medida que avanza clara y bella,
del sol la ancila, cierra el firmamento
de luz en luz, a la que más destella;

     así el coro triunfal con su contento
en torno al Punto, porque fuí vencido,
y que incluído parece en su elemento,

     poco a poco en mis ojos fué extinguido;
y así a tornarlos a Beatriz amada,
movióme amor y estar enceguecido.

     Si cuanto fué en mis cantos, alabada,
pudiese condensar, con más riqueza,
poco sería para ser loada.

     Lo que yo vi supera en su belleza
nuestro alcance, y aun vivo persuadido
que sólo Dios se goza en su grandeza.

     Me doy en este paso por vencido,
pues jamás escribiendo sobre un tema
autor grave o festivo, más lo ha sido;

     que como el sol deslumbra ojo que trema,
cuando recuerdo su sonrisa beata,
la mente ofusca con su luz suprema.

     Desde aquel día en que la vi tan grata,
en esta vida y en aquella vista,
mi canto de su amor no se desata.

     Mas ora es bien que de seguir desista
su beldad más allá, poetizando,
como en su último esfuerzo hace el artista.

     A canto más sonoro encomendado
el loor que mi trompa no le diera,
voy mi difícil obra terminando.

     Con gesto y voz de quien hablando impera,
comenzó: «Ved del cielo la luz pura:
ya del más grande cuerpo estamos fuera;

     »luz de la mente, llena de ternura,
de verdadero amor y de leticia,
que trasciende doquiera su dulzura.

     »Verás del paraíso la milicia,
la una y la otra, y la una con su aspecto
en el día de la última justicia.»

     Como súbito lampo por su efecto
quiebra fuerza visual, y que hasta priva
de ver, al ojo, ni el más grande objeto,

     así una circunfusa luz muy viva
ciñó mi vista con fulgente velo,
privándola de fuerza perceptiva.

     «Siempre el amor que da la paz del cielo
de este modo saluda al bienvenido
para encender la llama de su celo.»

     Al entrar estas voces en mi oído,
y en el pecho me hubieron penetrado,
sobre mi fuerza me sentí subido;

     por nueva vista me sentí alumbrado,
de modo tal que contemplar pudiera
el resplandor más vivo en lo creado.

     Entonces vi fluyente una lumbrera
que corría cual río entre dos ribas,
pintadas de admirable primavera.

     De aquel río brotaban chispas vivas
que se engarzaban en las bellas flores,
como en oro el rubí, luces activas.

     Embriagadas después en los olores,
se sumergían en la luz fluyente,
alternando con varios resplandores.

     «El gran deseo que te anima ardiente
de mirar lo que ves, con vista clara,
si a ti te place, a mí me es complaciente.

     »A beber de esas luces te prepara
antes que tus deseos sean sacios.»
De mis ojos el sol, así me hablara.

     «Este río que ves y estos topacios,
que entran y salen, y el verdor sonriente,
son de verdad sombríferos prefacios.

     »Pueden verse cual son muy fácilmente,
y si tú no los ves, es que turbada
tu vista, nada vió más esplendente.

     El infante, tan pronto la mamada
no busca más ansioso al despertarse,
cuando ha pasado la hora acostumbrada,

     como yo, por mejor ver espejarse
mi vista inclino a la fluvial hoguera,
que encierra la virtud de mejorarse.

     Y al par que de mis ojos la visera
mojaba en ella, vi que redondeada
en vez de larga, ante mis ojos fuera.

     Y como vese gente disfrazada,
al mostrarse con máscaras depuestas,
aparecer de pronto transformada,

     tal se cambiaron en mayores fiestas
las flores y las chispas; y así vide
ambas cortes del cielo manifiestas.

     ¡Oh, tú, esplendor de Dios, por quien yo vide
alto triunfo del reino verdadero!
¡dame fuerza a decir cómo lo vide!

     Hay en la altura celestial lucero
que el Creador sólo muestra a la criatura,
que en paz se goza en verlo por entero,

     y que se extiende en circular figura,
tan grande que su gran circunferencia
fuera en torno del sol larga cintura:

     un solo rayo muestra en su apariencia,
que del móvil primero es el reflejo,
de quien toma su vida y su potencia.

     Cual colina que mirase al espejo
del agua de su pie, por ver su adorno,
con sus hierbas y flores en festejo,

     así sobre la luz que gira en torno,
en gradería inmensa vi espejadas
a las almas, del mundo de retorno.

     Y si en ínfimo grado están bañadas
de tanta luz, ¡cuánta la luz sería
de esta rosa en sus hojas dilatadas!

     No en su amplitud mi vista se perdía,
ni en su altura, midiendo, aunque profano,
todo el cuánto y el cuál de su alegría.

     Allí no hay nada lejos ni cercano,
pues donde Dios sin mediador gobierna,
no tiene efecto ley del mundo humano.

     Al cáliz de oro de la rosa eterna,
que se dilata, y su loor ofrece
en su perfume al sol, y nunca inverna

     -como el que quiere hablar y que enmudece-,
Beatriz me atrajo, y dijo: «¡Mira, mira
cuánta cándida veste aquí aparece!

     »¡Y ve nuestra ciudad que inmensa gira!
¡Mira esa gradería tan colmada,
que poca gente más, tener aspira!

     »La gran silla que llama tu mirada,
por corona que tiene sobrepuesta,
antes que goces cena bienhadada

     »será ocupada por el alma honesta
del alto Enrique, que a la Italia triste
querrá ordenar antes de estar dispuesta.

     »Esa ciega codicia que os enviste,
os asemeja al niño, que maligno,
aun muerto de hambre, a la nodriz resiste.

     »Será Prefecto en tribunal divino,
uno, que ni en lo público o privado,
ha de marchar con él por un camino.

     »Mas de su santo oficio, despojado
pronto será por Dios, y echado al hondo,
con el mago Simón por su pecado;

     »y empujará al de Alaña más al fondo.»




CANTO XXXI
 

     Bajo la forma, pues, de blanca rosa,
se me mostraba la milicia santa,
que con su sangre Cristo hizo su esposa.

     Mas la otra, que volando mira y canta
al esplendor de Aquel que la enamora,
y a la inmensa bondad que la levanta,

     cual multitud de abejas que se enflora,
una vez y otra vez torna afanada
donde su miel dulcísima elabora,

     a la gran flor bajaba, engalanada
de tantas hojas, resurgiendo arriba,
allí donde su amor tiene morada.

     Eran sus rostros como llama viva,
sus alas de oro, y lo demás tan blanco
que ni la nieve a tal blancura arriba;

     y al descender así, de banco en banco,
esparcían la paz y los ardores
de Dios, batiendo el ala por su flanco.

     Aunque interpuesto, encima y entre flores,
y el Punto, aquél, la multitud volante,
no interceptaba vista ni esplendores;

     porque la luz divina es penetrante
en los orbes, según cada uno es digno,
y a eclipsarla, jamás nada es bastante.

     Aquel reino seguro y tan benigno,
habitación de antigua y nueva gente,
vista y amor, ponía en sólo un signo.

     ¡Oh, trina luz, solo astro refulgente,
que cintilas los ojos encantando!
¡Mira nuestro huracán piadosamente!

     Si el Bárbaro, de playas arribando
que Hélice cubre en diario movimiento
con el hijo que al lado va rotando,

     viendo de Roma el vasto monumento,
se asombraba, mirando el Luterano,
que es de cosas mortales el portento;

     yo, que al divino ser, del ser humano,
hasta el eterno tiempo era venido,
desde Florencia, a un pueblo justo y sano,

     ¡de cuán grande estupor sobrecogido
quedar debí, ante el sublime ejemplo
que ató mi lengua y asordó el oído!

     Cual peregrino que, llegado al templo
donde lo lleva un voto, está pensando
describirlo al regreso, así contemplo

     la viva luz, mi vista levantando,
que paseo vagante por las gradas,
ora arriba, ora abajo, circulando.

     Faces veía en caridad bañadas,
reflejos de otra luz, y con su riso,
de púdicas virtudes adornadas.

     La forma general del paraíso
en su extensión había contemplado,
mas sin fijarme en término preciso.

     Por ardientes anhelos reanimado,
busqué los ojos de mi dulce guía,
de tantas maravillas asombrado.

     En vez de la que ver me prometía,
un anciano encontré, de noble aspecto,
que gloriosos vestidos revestía.

     Sus ojos difundían del electo
la benigna leticia, y, silencioso,
me miraba como a hijo, con afecto.

     «¿Dónde ella está?, le pregunté yo ansioso.
Y él: «Tu Beatriz, para llenar tu anhelo,
me ha hecho dejar mi sitio luminoso.

     »Mira al sumo ternario de este cielo,
y la verás en trono refulgente,
premio de la virtud de que es modelo.»

     Mudo, la vista alcé súbitamente,
y la vi que se hacía una corona,
luz eterna irradiando de su frente.

     Del suelo nuestro en la más alta zona,
ni aun el ojo del buzo tanto dista
cuando a los hondos mares se abandona,

     cuanto distaba de Beatriz mi vista,
pero bien distinguía su semblanza,
pues no la interceptaba cosa mixta.

     «¡Mujer, en quien florece mi esperanza!
¡Tú, que por mi salud sufrir quisiste,
en el infierno dándome amparanza!

     »En cuanta cosa tú mirar me hiciste,
de la virtud que me has comunicado,
reconozco la gracia que te asiste.

     »Yo era un esclavo: tú me has libertado
y me has puesto en la vía en que me ayude
para alcanzar el término anhelado.

     »Que tu magnificencia mi alma escude
de todo mal, para que torne sana
cuando del cuerpo humano se desnude.»

     Así le hablé; y aquélla, tan lejana
cual parecía, sonrió y miróme:
luego volvióse a la eternal fontana.

     El santo anciano dijo: «Porque tome
tu piel mortal el salvador camino,
movida ella de amor, aquí mandóme.

     »Vuelve tu vista en el jardín divino,
y que vuele encendida y sin retardo,
hasta alcanzar el esplendor genuino.

     »La reina de los cielos, por quien ardo,
con todo amor dispensará su gracia,
porque yo soy, sabrás, su fiel Bernardo.»

     Y como aquel que viene de la Croacia,
de Verónica a ver la imagen nuestra,
por su fama, y de verla no se sacia;

     y se dice entre sí, mientras se muestra:
¡Jesucristo, Dios mío verdadero!
¿Es verdad que así fué la cara vuestra?

     Así, yo contemplando aquel lucero
de viva caridad, que en este mundo
saboreó dulce paz, justo y sincero.

     «Hijo de gracia, este vivir jocundo»,
así me dijo, «no ha de serte noto,
si miras solamente a lo profundo.

     »Mira esos cercos, en lo más remoto,
hasta ver en su trono a la regina
de que este reino es súbdito devoto.»

     Y al mirar, como en hora matutina
brilla más del oriente el horizonte,
que el occidente a donde el sol se inclina,

     vi como el valle que limita un monte,
con mis ojos, brillar en la alta esfera
una luz superior como en tramonte,

     y como donde el Carro ver se espera,
que mal guió Faetonte, más se inflama,
y aquí y allí toda otra ley supera;

     de este modo el pacífico oriflama,
avivado en su centro, se reparte,
debilitando en torno toda llama;

     y teniendo sus alas a esa parte,
ángeles mil, festejan sus encantos,
distinto cada cual en brillo y arte;

     allí vi, con sus juegos y sus cantos,
reír a una belleza, que leticia
era a todos los ojos de los santos.

     Si tuviese, en decir, tanta divicia
cual para imaginar, nunca pudiera
ni el bosquejo tentar de esta delicia.

     Cuando Bernardo vió que yo pusiera
toda mi alma en la luz resplandeciente,
y el amor en sus ojos más ardiera,

     mi extático mirar fué más ferviente.




CANTO XXXII
 

     Absorto, contemplando gracias tantas,
vertió el doctor su gran sabiduría,
de labios santos, con palabras santas:

     «La llaga que cerró y ungió María,
abrió y pungió esa mujer hermosa
que a sus plantas sentada se extasía.

     »En el tercer estado, está gloriosa
Raquel y entre las horas se levanta
con Beatriz, cual lo ves, y esplendorosa,

     »Judit, Rebeca, Sara, y cual se encanta
la bisabuela del cantor doliente
que en el la escritura el Miserere canta.

     »De grada y grada en la floral pendiente,
están los que uno a uno iré nombrando,
entre hoja y hoja cada cual sedente.

     »Hasta el séptimo grado remontando,
y bajando, se ven a las hebreas,
la flor en dos mitades separando;

     »porque según de Cristo en las ideas
vivieron y en su fe, y forman muro
partiendo las escalas eliseas.

     »De la flor en el círculo maduro,
que en sus hojas ostenta, están sentados
los que creyeron en Jesús venturo.

     »En estos hemiciclos, raleados,
están los que en el gran advenimiento
creyeron de Jesús, al ser salvados;

     »y como en torno del glorioso asiento
de la reina del cielo, los escaños
forman un celestial compartimiento,

     »enfrente está el gran Juan, libre de daños,
el siempre santo, en soledad y pena,
que en el infierno padeció dos años;

     »y más abajo, en su grandeza plena,
Francisco, Benedicto y Agustino,
y la falange que las gradas llena.

     »Admira el alto proceder divino,
que la fe vieja y nueva tiene en cuenta,
y les da en su jardín igual destino.

     »Abajo de aquel grado en que se ostenta
la línea de las dos circunscripciones,
nadie por propio mérito se sienta,

     »más por el de otro; en ciertas condiciones,
que son almas del cuerpo separadas,
sin la libre elección de sus acciones,

     »bien lo muestran sus faces delicadas
y el eco de sus voces infantiles,
si por ti son bien vistas y escuchadas.

     »Tu duda veo, empero la sigiles:
mas yo desataré las ligaduras
de esos tus pensamientos tan sutiles.

     »En la amplitud de estas regiones puras,
es todo lo casual desconocido,
como el hambre, la sed, las amarguras;

     »porque el orden eterno establecido
en cuanto ves, se amolda justamente,
como el anillo que va al dedo unido;

     »y la inocente, festinada gente,
no penetra a esta vida sine causa,
en grado más o menos excelente.

     »El rey que esta región rige con pausa,
con tanto amor y con placer perfecto
-que voluntad ninguna, mas no ausa-,

     »las almas todas con su ledo aspecto,
creadas a su placer, de gracia dota,
diversamente: y bástete el efecto.

     »Y esto, claro y expreso se denota
en los gemelos de la Biblia, aquellos
que en el vientre materno la ira azota.

     »Que así cual da color a los cabellos,
de tal luz los corona la alta gracia,
para dar a la frente sus destellos.

     »Así, pues, por bondad que los congracia
ocupan esas gradas, diferentes
tan sólo por la ingénita eficacia.

     »Bastaba en otros siglos precedentes,
para salvarse, sólo la inocencia,
y la fe de los buenos ascendientes;

     »en tiempos posteriores, de existencia
al dar vuelo a los niños, les conviene,
por la circuncisión, darles potencia;

     »mas cuando el tiempo de la gracia adviene,
sin el bautismo cándido de Cristo,
la inocencia en el limbo se retiene.

     »Ora mira la faz que más a Cristo
se asemeja; y la luz que ella fulgura,
puede sólo ayudarte a ver a Cristo.»

     Sobre ella vi llover tanta ventura,
que esparcían los ángeles flotantes,
creados para volar a tanta altura,

     que todo cuanto había visto en antes,
de tanta admiración no me colmara
cual ver de Dios los rasgos semejantes;

     y aquel amor primero que bajara,
cantando: ¡Ave María gratia plena!,
delante de él, sus alas desplegara.

     Respondió a la divina cantilena
todo el celeste coro esclarecido,
en radiación más pura y más serena.

     «¡Oh, santo Padre, que por mí has querido
dejar tu dulce sitio esplendoroso,
que por decreto eterno te es debido!

     »¿Qué ángel es ése, que, al mirar gozoso
a nuestra reina, ante su faz divina,
parece iluminar fuego amoroso?»

     Así busqué enseñanza en la doctrina
de aquel que se hermoseaba ante María,
como ante el sol la estrella matutina.

     Y él a mí: «Cuanta gracia y gallardía
puede un ángel tener y cabe en alma,
en él está conforme Dios lo fía:

     »él a María le llevó la palma,
cuando el hijo de Dios quiso, piadoso,
cargar con los pecados de nuestra alma.

     »Mas sigue mi palabra cuidadoso,
a fin que con tus ojos patentices
los patricios de reino tan piadoso.

     »Los dos más encumbrados y felices,
por más cercanos de la reina augusta,
son como de esta rosa las raíces.

     »El que a la izquierda de ella más se ajusta,
el Padre fué, por cuyo osado gusto
la especie humana tanto acíbar gusta.

     »Mira a la diestra, aquel Padre vetusto
de nuestra santa Iglesia, a quien las llaves
confía Dios de este jardín venusto.

     »Y el que antes de morir vió en tiempos graves
las conquistas de Cristo y de su esposa,
con su lanza y sus clavos, como sabes,

     »está a su lado; y a su lado posa
el guiador, bajo el cual vivió del mana
gente ingrata, rebelde y veleidosa.

     »Sentada frente a Pedro está Santa Ana,
de contemplar a su hija tan contenta
que ni ojos mueve por cantar ¡Hosanna!

     »Y junto al más gran padre allí se ostenta
Lucía, que, en tu trace de amargura,
para salvarte a tu Beatriz alienta.

     »Pero huye el tiempo que tu ensueño apura;
pongamos punto, y como el sastre haremos,
que mide por el paño la costura.

     »Al primo amor los ojos alzaremos,
para que, viéndolo, la luz penetres
de sus rayos profundos y supremos.

     »Y a fin que, por acaso, no te enhetres,
y al extender tu vuelo ultrapasarte,
conviene que con pío ruego impetres

     »gracia de la que puede aquí ampararte;
y tú me seguirás con afecciones,
sin que de mí tu corazón se aparte.»

     Y comenzó sus santas oraciones.




CANTO XXXIII
 

     «¡Virgen y madre, la hija de tu hijo,
alta y humilde como no hay criatura,
del acuerdo eternal término fijo!

     »Tú ennobleciste la humanal natura,
tanto, que en su grandeza el hacedor
no desdeñó encarnar su propia hechura.

     »Se reanimó en tu vientre el santo amor,
y a su calor, en paz eternamente,
ha germinado esta divina flor.

     »Tú eres la meridiana refulgente
de caridad aquí, y allá en el suelo
de esperanza mortal la viva fuente.

     »Señora, es tan valioso tu consuelo,
que quien pide merced, si a ti no corre,
es cual volar sin alas, vano anhelo.

     »No sólo tu bondad pía socorre
a quien demanda; a veces generosa,
al que no pide con amor acorre.

     »En ti misericordia y luz piadosa;
en ti magnificencia; en ti se aduna
cuanto hay en la criatura bondadosa.

     »Ora este ser, que de ínfima laguna
la vida espiritual ha recorrido,
por sus gradas subiendo, una por una,

     »ruega le sea en gracia concedido
poder mirar con ojo levantado
a la final salud, fortalecido.

     »Y yo, que en contemplarte me he abrasado,
pido por él, con voto más ferviente,
que no en vano su gracia haya implorado;

     »y disipes las nubes de la mente
de su mortalidad, y esplendorosa
pueda ver la ventura claramente.

     »También te ruego, ¡reina poderosa!,
quieras que guarde sus afectos sanos,
después de una visión tan portentosa.

     »¡Y le guardes de caer cual los humanos!
Mira a Beatriz, con todos los electos,
que a par de mí suplican con las manos.»

     Y los ojos que a Dios son tan dilectos,
fijos en el que oraba, demostraron
que acogía, en sus preces, sus afectos;

     y hacia la eterna luz se enderezaron;
que ojos mortales, según creen y creo,
nunca tan claramente penetraron.

     Y yo, que el fin de mis anhelos veo
tan próximo de mí, como debía,
apago en mí las llamas del deseo.

     Bernardo me apuntaba y sonreía
porque mirase arriba, pero ya era
yo por mí mismo, lo que en mí quería;

     pues mi vista, más fija y más sincera,
más y más se extendía penetrante
en la alta luz eterna y verdadera.

     Vi con mayor poder más adelante
lo que a la lengua y a la vista excede,
y postra la memoria vacilante.

     Como al que ve entre sueños, le sucede
que, en pos del sueño, la impresión pasada
queda en la mente, sin que más le quede;

     tal estoy, cuando casi disipada
la visión, todavía me destila
dulzura al corazón de ella emanada.

     Así la nieve al sol se desigila,
así el viento se lleva en hojas leves
las sentencias que lanza la Sibila.

     ¡Oh, suma luz, que en las alturas mueves
los mortales conceptos, da a mi mente
un poco del poder con que me eleves!

     ¡Y haz que mi lengua sea tan potente,
que al menos una chispa de tu gloria
pueda dejar a la futura gente;

     que al retornar un tanto en mi memoria,
y hacer mi verso un poco resonante,
acrezca en su concepto tu victoria!

     Pienso que de aquel rayo penetrante
la viva luz me habría desmarrido,
a no apartar los ojos al instante;

     mas recuerdo que fuí más atrevido,
al encarar de cerca el gran aspecto
del supremo Valer indefinido.

     ¡Gracia abundante, que, como a un electo,
me ha permitido ver la luz eterna,
hasta perder mi vista por completo!

     En su profundo ser vi cual se interna,
en un volumen por amor atado,
cuanto el vasto universo descuaderna;

     sustancia y accidente, combinado
todo de modo tal que forma un todo,
de que es vislumbre lo por mí narrado.

     ¡La forma universal, su nudo y modo,
pienso que vi, porque en contentos largos,
esto al decir, aun gozo sobre todo!

     Un instante me trajo más letargos
que veinticinco siglos de la empresa
en que Neptuno vió la sombra de Argos.

     Así la mente, llena de sorpresa,
mirando inmóvil, con fijeza atenta,
cuanto más mira ardiente, se embelesa.

     Y de tal modo aquella luz me alienta,
que dejarla de ver por otro aspecto,
no hay humano poder que lo consienta;

     por cuanto el bien, que es del querer objeto,
se encierra en ella; y fuera de su llama
es defectuoso lo que allí es perfecto.

     Ora que su presencia no me inflama,
es mi recuerdo como el de un infante
que se baña la lengua en lo que mama.

     No que variase el único semblante
de aquella viva luz que contemplaba,
que es siempre igual como la vi delante;

     sino porque mi vista se esforzaba,
haciendo ver en sólo una apariencia
lo que en mí y no en ella se mudaba.

     En la profunda y transparente esencia
de la alta luz, tres cercos percibía,
de tres colores, de una continencia.

     Uno de otro el reflejo parecía,
como dos iris, y el tercero un foco
del fuego que en los dos resplandecía.

     No alcanza mi palabra a lo que evoco,
para pintar las celestiales llamas,
¡y es tanto, que no basta decir poco!

     ¡Oh, luz eterna, que en tu luz te inflamas,
que te comprendes, y de ti entendida
al entenderte te sonríes y amas!

     Aquella irradiación de ti nacida,
que parecía en ti luz reflejada,
por mis ojos fué un tanto percibida.

     Dentro de sí, con su color pintada,
me pareció mirar nuestra figura,
reconcentrando en ella la mirada.

     Como afanoso geómetra procura,
sin hallar el principio que lo mueva,
del círculo encontrar la cuadratura;

     así me hallaba ante visión tan nueva,
queriendo comprender cuál se adunaba
el cerco con la imagen que en sí lleva.

     Con mis alas tan alto no volaba,
cuando repercutir sentí en la mente
un fulgor que su anhelo condensaba:

     ya mi alta fantasía fué impotente;
mas cual rueda que gira por sus huellas,
el mío y su querer movió igualmente,

     el amor que al sol mueve y las estrellas.







Dante Alighieri - Opera Omnia  -  revisado por ilVignettificio

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